Fotografía epidemia en Jesús Abad Colorado. Sobre el asedio paramilitar a la memoria

Abstract: La exhibición fotográfica “El testigo” (2018) de Jesús Abad Colorado, representó el conflicto colombiano a través de una mirada desde los derechos humanos: con la víctima como centro. Ocurrió en un momento en que el proceso de justicia transicional reciente se enfrentaba a su desarticulación con la elección de un gobierno que estaba en su contra. Este artículo propone que, si bien la muestra funcionó como una instancia poderosa de reparación simbólica, su insistencia en la revelación de la víctima, en las más de 550 fotografías, suscitó un efecto opuesto, una “epidemia interrupción”, en la que la mayoría de las imágenes, y por ende la víctima, escapaba a la atención del espectador. La exhibición señalaba así un efecto similar en los procesos de justicia transicional, que en el hacer visible a las víctimas las terminan por ocultar. Tres fotografías testimonio del horror paramilitar y carentes de la presencia de la víctima, sin embargo, generaban otro efecto, una “epidemia oscilación”: una relación recíproca entre espectador y fotografía que suscita una exploración del testimonio más allá de su carácter de prueba, y de los restos de lo paramilitar como una forma de asedio a la memoria.
Keywords: Fotografía, Colombia, Paramilitarismo, Jesús Abad Colorado, Testimonio, Derechos humanos, Justicia Transicional.

“su fecundidad metodológica [la de la “imagen aterradora”] confirma que debemos pensar la imagen (…) Nos obliga a distinguir (…) lo que retiene la imagen en su regla consensual (donde nadie mira realmente) y lo que desorbita la imagen hacia su excepción desgarradora (donde cada uno, de repente, se siente mirado)” (Didi-Huberman 2018, 125)

“El testigo. Memorias del conflicto colombiano en el lente y la voz de Jesús Abad Colorado. 1992-2018” fue una de las más ambiciosas exhibiciones fotográficas en Colombia de los últimos tiempos. En más de 550 imágenes presentó una visión de los últimos decenios del conflicto colombiano desde el enfoque del que da testimonio de la víctima: Jesús Abad Colorado. Fue organizada por la Dirección de Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional de Colombia tanto en Bogotá como en otras ciudades del país, y se inauguró en 2018 y en simultáneo al estreno de un documental en Netflix, El testigo (2018), también sobre el trabajo fotográfico de Abad Colorado. De acuerdo con las mismas palabras del fotógrafo, que se podían leer junto a las fotografías, la intención era contar la versión de aquellos que habían perdido, que estaban cansados y que intentaban volver a su tierra. Así, las imágenes mostraban civiles heridos, que huían, que caminaban junto a ataúdes o a través de las ruinas de sus pueblos. También soldados, guerrilleros o paramilitares que vigilaban, afectados después del combate o que evacuaban el campo de guerra.i El impacto de la exhibición fue notable: tantos medios hicieron eco de ésta y tantas personas la visitaron en los primeros meses, que se decidió aplazar su cierre. En la capital la exhibición se prolongó por más de dos años y alrededor de un millón de personas la visitaron.

La impresión que ocasionó fue evidente. Visitar la muestra era también ser espectador de su apelación al afecto: de personas con lágrimas en los ojos, de otras que abrazaban a sus acompañantes y de muchas que salían conmovidas. La intención de Abad Colorado, justamente, era interpelar y cuestionar a los espectadores, hacer que salieran diferentes a como entraban (Gallo 2019). Este efecto se intensificó por el contexto en el que se inauguró la exhibición. Unos meses antes, en junio de 2018, se eligió al presidente que gobernaría el país por los próximos cuatro años. En gran medida los candidatos a la presidencia habían centrado sus campañas en el debate que dividía a la opinión pública: continuar la construcción de una era del postconflicto y la ejecución de la justicia transicional—después de la firma de paz con las guerrillas más antiguas del continente, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), en el 2016—, o, por el contrario, desmantelar el Acuerdo final con las FARC pues, algunos aseguraban, conducía a la impunidad. El candidato que no se comprometía con la implementación del acuerdo, Iván Duque, fue elegido. Ante tal agravio contra una posibilidad de la paz, la exhibición cobró un sentido más urgente y alarmante: ya no sería sólo el índice de un pasado, un archivo de casi 30 años de guerra, ahora era, también, una ventana que mostraba la contingencia de la continuación de la violencia. Los eventos ocurridos en los años posteriores han confirmado esto: los más de 900 líderes sociales asesinados desde la firma del acuerdo hasta el 2021, entre activistas del medio ambiente, excombatientes de las FARC y demás defensores de los derechos humanos (JEP 2021); las protestas multitudinarias de los años 2019, 2020 y 2021, a razón de un gran descontento con la desigualdad social que sufren la mayoría de colombianos; y la respuesta oficial por parte del estado de indiferencia ante los asesinatos, y represiva y violenta ante las protestas.

Pero entre las más de 550 fotografías hubo unas que se destacaban por crear una disonancia con respecto a la homogeneidad de la exhibición. En ellas no había víctimas, había, en cambio, árboles, paisajes y rastros de seres humanos. Tres de estas imágenes hacían referencia a los hornos crematorios con los que los paramilitares desaparecieron a sus víctimas. El ojo del espectador, ya encausado por el tema dominante de la exhibición, pasaba sin cuidado por estas imágenes de un árbol, de los restos de un horno y de un zapato, o las leía como una iteración: fotografías testimonio de la naturaleza víctima del conflicto armado colombiano. Pero otra lectura surgía de un efecto opuesto: la detención del espectador ante ellas, la pregunta por su lugar en la simetría de la exposición. Eran imágenes que detenían la lectura dominante de la muestra, y obligaban a suspender tal interpretación. Marcaban el límite de la exhibición, de su narrativa basada en el lugar central de la víctima, propia de los derechos humanos, y hacían preguntar: ¿es posible que la insistencia en la revelación de la víctima tenga un efecto opuesto y, así, oculte más que lo que revela?, ¿es posible dar testimonio a partir de la ausencia de la víctima?, ¿qué revelan estas imágenes que no puede la sobreexposición de las otras? Y, aún más, en la ausencia de la víctima en estas fotografías, que es referencia al hacer desaparecer de los paramilitares, ¿qué más dicen estas imágenes que no se haya dicho ya del paramilitarismo en Colombia? Este artículo intenta responder a tales preguntas.

Para empezar, hay que notar la resonancia de estas fotografías con la incineración de los judíos como parte de la solución final nazi, y, aún más, con las cuatro fotografías sobrevivientes de la aniquilación judía capturadas por unos miembros del Sonderkommando desde dentro de un campo de aniquilación en 1944.ii Georges Didi-Huberman lee éstas imágenes en un doble sentido: como intento de representación visual de la experiencia de los condenados en los campos nazis y como acto político de resistencia (2018, 114). Consciente de que no contienen una verdad absoluta, las piensa a través de la idea de la imagen-jirón: un pedazo desgarrado de la tela de la realidad. Como vestigios del exterminio, que a su vez muestran vestigios de la exterminación, precisan no sólo de una interrogación continua sino de la imaginación (2018, 118, 130). Y son capaces de rebatir esa “estética negativa” que asegura que después de Auschwitz ni la palabra, ni la imagen, ni la imaginación tienen peso alguno, que ya nada se puede decir. Refutan e interrumpen de manera desgarradora la máquina de la des-imaginación y de lo indecible que se alinea con el objetivo de la solución final—que consistía no sólo en eliminar a los judíos sino en negar que tal eliminación hubiera sucedido (2018 38, 47, 51).

En el contexto colombiano el masivo archivo visual de Abad Colorado—que cubre la guerra de los últimos decenios en diferentes partes del país—se alza ante la aniquilación de la guerra civil, pero también ante los intentos de la desaparición del conflicto y la manipulación de la construcción de la memoria histórica que aquellos en el poder pretenden instaurar en el imaginario de la nación. Un caso sintomático fue el reciente director del Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH)—elegido por el presidente Duque—, el historiador Darío Acevedo Carmona, quien afirma, como otros, que en el país no ha habido un conflicto armado (El Espectador, febrero 9, 2019). Tal aserción deslegitima y pone en peligro la existencia del mismo CNMH, cuyo objetivo es salvaguardar la memoria del conflicto sufrido por varias generaciones de colombianos y contribuir con el cese. Pero, además, deja ver la continuación del Uribismo, la política que favoreció el gobierno de Duque, que niega la responsabilidad del Estado en la guerra, la devolución de las tierras expropiadas, y la condición de despojo de las víctimas.iii A través de sus fotografías Abad Colorado refuta los intentos de eliminación de la guerra en Colombia al dar protagonismo a los sobrevivientes, así como los deseos de aquellos que quieren desdecir tal guerra y reescribir una historia sin conflicto. Sus fotografías son jirones rasgados de la realidad de Colombia, que atestiguan su destrucción, pero que al tiempo rebaten tal devastación. Al instalarse en la memoria del país, sus imágenes refutan el olvido que las élites y el paramilitarismo quieren imponer.

Otro modo en el que Didi-Huberman se refiere a esta refutación de la supresión de la memoria es a través de la epidemia como metáfora del alcance de diseminación tanto de la fotografía, como de la memoria. Técnicamente es sencillo hacer una fotografía, y reproducirla también, más aún cuando el formato es digital—como en el caso de Abad Colorado. Esto facilita su propagación en las mentes de los espectadores y por eso tiene una aptitud particular en la impugnación del olvido. La fotografía, dice Didi-Huberman, tiene una “eminente fuerza epidémica” y es una aliada de la memoria (2018 43-44). Pero más allá del sentido de propagación, la epidemia como metáfora de la imagen permite ahondar en los efectos de la fotografía en los espectadores. En un sentido moderno, epidemia se refiere a una enfermedad contagiosa. Pensar la fotografía así significaría verla como emisora y transmisora de un padecimiento que afecta de manera negativa la salud o el espíritu del espectador, que obtura sus sentidos. Afectada la mirada, la epidemia prevendría que el espectador observase, al menos de manera profunda y detenida, la misma fotografía. Y tal efecto se propagaría a más de unos pocos espectadores. En otras palabras, sería una limitante de la movilidad del pensamiento y la imaginación.

Pero en su origen etimológico, epidemia es una palabra griega compuesta por otros dos términos, epi y demos, que significan ‘sobre’ y ‘pueblo’ o ‘gente’. En un principio no estaba emparentada con un sentido de enfermedad y hacía referencia a la ‘llegada’, ‘estancia’, ‘visita’ o ‘residencia’ en un lugar habitado. En La odisea Homero se sirve del término cuando habla de aquel que vuelve a casa o que está en su lugar, y en Apología Platón lo usa al referirse a aquel que está en el pueblo (Martin y Martin-Granel 2020, 976-977). En la antigüedad los médicos empleaban la palabra para referirse a sus visitas como médicos a diferentes poblaciones. El tratado de Hipócrates en el que describe sus visitas a diferentes poblaciones y sus hallazgos se titula, justamente, Epidemias. El vínculo nosológico, se entiende, surge del entendimiento de que la epidemia es algo que, como un médico, viene de afuera y pasa por y habita transitoriamente una población (Pino Campos y Hernández González 2008, 199-215). La fotografía como epidemia en este sentido se podría pensar como generadora de movimiento: llega, visita al espectador y así, desprovista de su sentido nosológico, en su residir en el espectador provoca una relación entre éste y aquella. Una relación que fomenta una mirada más detenida y profunda y que, por lo tanto, provoca un residir, a su vez, del espectador en la fotografía.

Aquí se sostiene que la exhibición “El testigo” enfocada en revelar la presencia de la víctima, si bien funcionó como una instancia muy poderosa de reparación simbólica, al tiempo, y a través de un exceso de lo visual y de la víctima, frenó las posibilidades de relación entre espectador y fotografía, contribuyó a una falta de atención, y limitó la relación a una identificación del espectador del horror y de la víctima que lo sufre—identificación propia de un entendimiento contemporáneo de los derechos humanos. Una epidemia del límite. Aquellas imágenes que se destacaron por la ausencia de la víctima, en cambio, suscitaron la llegada y residencia de la fotografía en el espectador y de éste en la fotografía. Una epidemia de la oscilación. Un ir, un venir y un residir que será el trasfondo del análisis de las fotografías sobre el horno crematorio de los paramilitares en Norte de Santander, y que abrirá el pensamiento tanto al residuo del testimonio, como a los restos del horror de lo paramilitar como una forma de asedio a la memoria.

Epidemia límite

La exhibición de más de 550 fotografías se dividió en 4 salas con temáticas diferentes, siempre en contrapunto a la víctima: ‘Tierra callada’ se refería al desplazamiento; ‘No hay tinieblas que la luz no venza’ a la desaparición forzada y el asesinato de líderes sociales; ‘Aún así me levantaré’, a la violencia contra civiles, y ‘Pongo mis manos en las tuyas’ a los procesos de paz. El título sintetizaba lo que era obvio en las fotografías y en la labor misma de Abad Colorado: él como testigo, y sus fotografías el testimonio de la repetida irrupción de la violencia en el territorio, de sus consecuencias en los cuerpos y las vidas de esos que a su vez fueron testigos más directos de la violencia. El título aludía también al visitante de la exhibición que en su ser espectador de las fotografías se convertía en otro testigo, aunque menos directo.

Abad Colorado ha sugerido que su intención no es deleitar a la persona que ve sus imágenes—aludiendo así a una discusión muy común dentro de la historia de la fotografía sobre el truco artístico que existe o no en las fotografías de testimonio (Sontag 2003, 26-27)—, sino cuestionarla y volverla testigo (Ávila 2019).iv Él se inserta en la tradición de la fotografía bélica que se inicia con las guerras de Crimea y civil española, y cuya intención es sorprender, llamar la atención o perturbar al espectador con respecto a las guerras libradas alrededor del mundo (Sontag 2003, 23). Y, de manera más local, es parte de la tradición testimonial latinoamericana de la segunda mitad del siglo XX, que pretende visibilizar las atrocidades cometidas por los estados dictatoriales y por las luchas revolucionarias. Sin embargo, el fotógrafo va más allá de ésta, pues trasciende los límites que el testimonio impone con su forma escritural, su énfasis en la primera persona y su fin.v Su enfoque en la víctima sitúa su trabajo en los planos del afecto y la política de la solidaridad. Algunos críticos han resaltado la empatía y, por lo tanto, la identificación que ha generado el archivo del fotógrafo entre los espectadores y los sobrevivientes de la guerra. Para Elkin Rubiano, por ejemplo, Abad Colorado le ha devuelto la dignidad a la víctima con su proceso creativo—de recorrer el territorio, hablar y crear relaciones con las víctimas—y su aproximación visual—que desplaza la mirada de las figuras torturadas y los cuerpos fragmentados a los rostros con nombres de los sobrevivientes (2019).

Pero otros, como Rubén Yepes Muñoz, han anotado que la mayoría de las imágenes de fotorreportería del conflicto colombiano, entre ellas algunas de Abad Colorado, no están teniendo impacto alguno; los espectadores no las están interrogando (2018, 190). Esta preocupación sobre la fotografía no es nueva, y está enlazada a la crítica a la modernidad, que asegura que nos hemos habituado al horror en medio de tantas representaciones del mismo (Sontag 2003, 106). Durante los años setenta y ochenta, teóricos postestructuralistas expresaron desconfianza en la fotografía de reportaje en particular, pues, decían, hacía del horror y la violencia un espectáculo (Donoso Macaya 2020, 14). Este artículo concuerda, en parte, con este gesto cuestionador, pero no cuestiona tanto las fotografías de Abad Colorado, como el evento fotográfico de la exhibición. Es más, como ha anotado Ángeles Donoso Macaya, con respecto a las prácticas fotográficas durante la dictadura en Chile, esos acercamientos críticos no siempre ayudan a pensar lo local (2020, 14). Y las fotografías de Abad Colorado no son, precisamente, un espectáculo del horror, antes bien, son su evocación a través del retrato de la víctima de la guerra en Colombia. La exhibición, sin embargo, puso en evidencia lo que Yepes Muñoz menciona, y que aquí se entiende como una epidemia de la interrupción, o un acercamiento más pasivo a la fotografía, que no por pasivo deja de ser acercamiento, pero que es en una sola dirección (del espectador a la imagen), que detiene otro tipo de relaciones con la imagen y de ésta con el público. Es, además, un efecto que se extiende a más de unos pocos espectadores y que, como se verá enseguida, se genera tanto por un exceso visual como por la centralidad de la víctima y la inmanencia de su presencia en la revelación fotográfica, de las cuales la misma exhibición “El testigo” fue una muestra. Valga decir antes que esto no le quita peso a la labor ni a las imágenes de Abad Colorado. Como diría Sontag, es un valor en sí mismo designar el infierno y ampliar nuestra noción del sufrimiento que causa el ser humano a sí mismo. Que no seamos transformados no impugna el valor ético de las fotografías (2003, 115-116).

Yepes Muñoz ha observado que la sobreabundancia de imágenes en los medios colombianos hace que el espectador no le adjudique sentido a la representación de la violencia, y, como anestesiado, su capacidad de reacción sea nula; vive el conflicto como un “fenómeno recóndito” con el que no hay necesidad de involucrarse (2018, 191-193). Un término más preciso para referirse a este efecto, sin embargo, es el de epidemia. La anestesia tiene un carácter más individual, en general se suministra a un cuerpo como parte del proceso de la cura. La epidemia, por el contrario, es experimentada por un cuerpo más amplio, una comunidad, y, por lo tanto, tiene un impacto social y político. Judith Butler dice que la imagen estructura nuestra percepción y nuestro pensamiento, la manera como registramos la realidad: la “fotografía no es meramente una imagen visual en espera de interpretación; ella misma está interpretando de manera activa, a veces incluso de manera coercitiva.” (2010, 106) Se podría decir, entonces, que el peligro de la epidemia fotográfica es que amenaza la cohesión social, como la misma guerra lo hace, pues no sólo obstaculiza o define la mirada del espectador con respecto a la fotografía, sino en relación a la realidad y la guerra mismas.

El exceso visual en Colombia está relacionado con la necesidad de reportar y reflexionar sobre un conflicto extenso: la guerra bipartidista de mediados del siglo XX, conocida como la Violencia; los inicios de las guerrillas como respuesta a la acumulación de la tierra y a la misma Violencia; el paramilitarismo como contestación a la guerrilla y continuación de la acumulación de la tierra; y el narcotráfico operando desde los años 70 hasta hoy. Este arco de tiempo es marcado por dos libros que se apoyan en la imagen: La Violencia en Colombia. Estudio de un proceso social de 1962, fue resultado de una investigación sobre las causas de la violencia por parte de la Junta Militar de 1957 a 1958), y contiene varias imágenes crudas de cientos de cuerpos torturados sin vida. ¡Basta Ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad de 2013, es uno de los libros insignes de la guerra de los últimos tiempos, y contiene múltiples imágenes de Abad Colorado. La tendencia a emplear la imagen explícita continuó durante los decenios posteriores a 1962, con artistas como Alipio Jaramillo, Enrique Grau y Alejandro Obregón; y con películas como Rodrigo D: No futuro de Víctor Gaviria o novelas como La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo. El exceso visual y su misma posibilidad se debieron a que Colombia, a diferencia de Chile o Argentina, no sufrió la censura de una dictadura (Martínez 2020, 125). Más recientemente, sin embargo, escritores y artistas contemporáneos han optado por eludir la crudeza en la representación del conflicto y por referirse a la violencia a través de formas narrativas menos directas y más evocativas. Aunque se podría pensar que la labor fotoperiodística hace de Abad Colorado alguien quien opta por mostrar la crudeza de la violencia, tanto su estética como su ética se acercan a las de artistas contemporáneos, como se verá adelante. La exhibición de Abad Colorado, entonces, fue una declaración en contra de aquella estética del horror y lo repulsivo, pero, a su vez, con sus más de 550 fotografías, fue un evento y una exposición del exceso de lo visual.

La sobreabundancia de lo visual no es endémica de Colombia. La realidad del mundo ha estado mediada por la imagen fotográfica de manera exponencial desde su invención en 1839; la creación de la cámara portátil a finales del XIX y el invento de la cámara digital a finales del siglo XX. Diariamente somos partícipes de la producción, diseminación y contagio de esta epidemia que parece aplacar los sentidos, que hace pasar la vista rápido por las imágenes que recubren las superficies de los espacios que habitamos, o las que desplazamos con nuestros dedos en la pantalla del teléfono. Del exceso visual, que es una extracción y acumulación de imágenes, no se puede hablar sin hacer referencia al capitalismo, pues la fotografía no es sólo metáfora de su reproducción mecanizada, sino que su misma reproductibilidad es parte de él. El exceso de imágenes es parte de una necesidad del sistema capitalista. Éste necesita “procurar muchísimo entretenimiento con el objeto de estimular la compra y anestesiar las heridas de clase, raza y sexo” (Sontag 2006, 249). Contribuye, entonces, a generar una aproximación a la fotografía como mercancía que reafirma el sentido de libertad del ser en su libre elección de consumo. Paul Frosh se ha referido al clímax de este fenómeno, es decir, a la imagen que ha alcanzado la facultad de la ubicuidad al tiempo que la de lo habitual: la imagen producida en masa o stock photography. Estas imágenes de la cultura de consumo surgen a partir de una industria global que las manufactura, promueve y distribuye para el marketing y la publicidad. Son imágenes que, aunque pensadas para un espectador-consumidor de mercancías (cuya identidad y rol en la sociedad son moldeados por la acción de consumir) (Frosh 2003, 2), son ordinarias, tanto que en general pasan desapercibidas, son invisibles, no generan ningún tipo de experiencia: “They are, in fact, the sort of everyday images that we hardly give a thought to, that escape our attention, that we barely recall and that we struggle to place” (2003, 1).vi

Ante esta invisibilidad de la imagen ubicua se hace urgente preguntar, ¿qué pasa entonces con la fotografía testimonial?, ¿qué sucede cuando la epidemia se da con respecto a la fotografía que quiere hacer visible la injusticia en medio de la irrupción de una violencia?, y, sobre todo, ¿qué ocurre con el testimonio mismo? Con respecto a una fotografía testimonio de la ejecución de unos comunistas guatemaltecos, Geneviève Serreau anota que la imagen en sí no es la que es terrible, “el horror proviene del hecho de que nosotros la miramos desde el seno de nuestra libertad” (en Barthes 1999, 58). Lo que Serreau señala no sólo es el desplazamiento del horror, sino el hecho de que la injusticia que la fotografía testimonial expresa, su urgencia de comunicar, se ve interrumpida entre el exceso visual y el consumo. Cada una de las imágenes de “El testigo” era lo opuesto a la imagen producida en masa de la que habla Frosh, cada una cargaba con un peso que se transmitía al espectador, que lo afectaba visiblemente, cada una capturaba la atención del público. Sin embargo, en conjunto, la mayoría de las 550 fotografías perdía tal efecto, y se volvía parte de esas imágenes que escapaban a nuestra atención. La exhibición transmitía aquella epidemia del pasar de largo, aquella que sobre todo los colombianos padecen porque consumen imágenes de la violencia y sus víctimas a diario.

Ahora bien, el exceso de “El testigo” no sólo fue visual sino de víctima también. En la muestra casi todas las imágenes se concentraban en dar prueba de las personas que habían sido violentadas de una u otra forma por la guerra en Colombia. Las fotografías estaban pensadas desde un sentido de justicia basado en la identificación y la solidaridad del espectador con éste, que obedece a un legado del humanismo. Este legado, dice Kate Jenckes, con respecto a la oposición a la dictadura chilena basada en el discurso de los derechos humanos y en un sentido identitario, busca “to redeem and recuperate loss while at the same time foreclosing any relationship to the historical alterity of what was lost.” (2017, xv) Se trata de un universalismo antropocéntrico que pone al ser humano como medida de la existencia, y como suelo y fin del conocimiento, lo cual genera una especie de sepultura que cierra cualquier “possibility of being exposed to something not accounted for by pre-established structures of knowledge” (2017, xiv). En otras palabras, interrumpe otras posibilidades diferentes a la identificación con ese otro ser humano. El hecho de que el medio de representación sea la fotografía, refuerza ese sentido sepultural, ya que la aproximación a la imagen se hace desde su aspecto documental, portador de la verdad. Porque toda fotografía presenta el pasado de forma inalterada, dice Ulrich Baer, toda imagen fotográfica promete un alivio breve de la obligación de comprender y recordar (2002, 81).

Una anécdota narrada en las paredes de la exhibición muestra la urgencia de Abad Colorado por hacer visible a la víctima, aún cuando ésta no deseaba que su imagen fuese capturada. Ante la negativa, aquél responde que sin imágenes-testimonio los casos de Vietnam y los campos de concentración nazi no se conocerían, se hubieran podido negar. Pero en esta insistencia de un revelar que descubre hay también un velar que cubre, que oculta aquello que desborda la figura humana del subalterno, que lo internaliza y lo niega (Jenckes 2017, 111). Es la ilusión de la distancia que se reduce entre el espectador y la víctima, y que permite al primero sentirse uno con el segundo o, en otras palabras, hace que la víctima se vuelva extensión y fundación del espectador (Jenckes 2017, 112). Cuando la distancia se reduce y, en cierto sentido, dos se vuelven uno, no hay espacio para la imaginación ni para pensar aquello incalculable que la inmanencia de la presencia de lo uno oculta. La aproximación a la fotografía se convierte en eso que Brett Levinson llamó la “hermenéutica de la solidaridad”: interpretación, lectura y entendimiento como cuestión de afecto, empatía o conmiseración (2001, 148).

Ahora, ¿es posible que la epidemia de la interrupción de la exhibición “El testigo” nos diga algo de esa realidad que retrata?, ¿puede ser que estemos pasando de largo con respecto a las víctimas de la violencia, a pesar de que los procesos de justicia transicionales las sitúen en el centro de atención?, y, aún más, ¿será posible que los mismos procesos de paz, en su sobreexposición de la víctima, que es también su imagen, obstaculicen la mirada y, en ese sentido la reflexión, la imaginación y la acción? Estas preguntas resultan relevantes porque tanto la exhibición como la labor de Abad Colorado están relacionadas no sólo con una visión de los derechos humanos característica de los últimos 30 años, que se concentra en denunciar las atrocidades y entronar esto como parte de lo que significa ser un ser humano (Meister 2011, 1), sino con los procesos de paz recientes en Colombia que se basan en tal visión de los derechos humanos. Refiriéndose al acuerdo de paz de 2016 con las FARC y a su ya visible abandono y desarticulación (por la elección de un gobierno opuesto al acuerdo), la curadora de “El testigo”, María Belén Sáez de Ibarra, cuenta que la idea de la exhibición surgió en un “momento coyuntural” de “reconciliación del país” y “reconstitución del tejido social”, como una acción política para que se entendiera el momento del postconflicto, para que se respetaran las instituciones de la justicia transicional, y para que la guerra no volviera (Dirección Patrimonio Cultural 2019).

Abad Colorado ha dicho que su labor es la de un ‘notario’, ‘testigo’ de la historia, o ‘defensor de los derechos humanos’ que cuenta cómo, por qué y quiénes fueron los responsables de la violencia, con el fin de aportar a la no repetición (Combariza 2019). Es decir, como un ‘notario’ Abad Colorado ha dado fe a través de sus imágenes de lo que ‘realmente ha pasado’ antes, durante y después de los procesos de paz recientes en Colombia. Sus imágenes han sido empleadas por los estamentos oficiales como documento unívoco, portador de una verdad que sirve para los propósitos de una justicia restitutiva y transicional. Y, sobre todo, han sido parte de esas reparaciones simbólicas que siempre van de la mano con otro tipo de reparaciones dentro de los procesos legales transicionales más amplios.vii Entre 2008 y 2013, por ejemplo, Abad Colorado colaboró como investigador del Grupo de Memoria Histórica (GMH) y la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación en Colombia (CNRR), y varias de sus fotografías aparecieron en el ya mencionado ¡Basta Ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad (2013). El GMH y la CNRR surgieron dentro del marco de la Ley de Justicia y Paz (Ley 975 de 2005), promovida por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010) para facilitar la desmovilización de los grupos paramilitares que había empezado ya en el 2003.viii Fue ese mismo GMH el que en 2011 se transformó en el mencionado CNMH, mediante la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448). Esta ley fue promovida por el gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018) y le permitió iniciar las conversaciones con las FARC que culminarían en la firma del “Acuerdo para la Terminación Definitiva del Conflicto” en 2016.

Los procesos de desmovilización recientes basados en los derechos humanos han permitido el conocimiento de múltiples detalles de la guerra de los últimos decenios, y, sobre todo, el reconocimiento de las víctimas. Pero la continuación de la guerra (que las mismas imágenes de “El testigo” anunciaban) hace cuestionar su efectividad y su misma lógica. Estos están basados en una idea de tiempo y de conocimiento progresivos que, con su llamado a pasar la página, pretenden clausurar el pasado. Para los gobiernos neoliberales latinoamericanos los procesos transicionales han sido una manera de declarar en público y al mundo entero su rechazo de los horrores cometidos, y así atraer la inversión extranjera que los sostiene. Pero, al tiempo y porque los países buscan esto último, los procesos han justificado la impunidad y el olvido (Schauwecker 2016). Esto ha ocurrido, en parte, porque, por un lado, el discurso de los derechos humanos, enlazado al lento colapso del estado-nación y, en ese sentido, a la crisis de la filiación, ha fomentado un reconocimiento más amplio en términos identitarios o de derechos individuales, lo que a su vez ha inmunizado las estructuras de poder en contra de transformaciones más profundas (Rosenberg 2016, 6). Así, el sujeto de los derechos humanos, dice Fernando Rosenberg, no es “the individual in its infinite, open singularity”, sino que es “reduced to a subset, to the one (one person, one gender, one cultural group, etc.) that can be counted.” (2016, 11). Por otro lado, y siguiendo con éste énfasis en el reconocimiento, el olvido y la impunidad han ocurrido, de nuevo, en parte, porque el discurso contemporáneo de los derechos humanos, como afirma Robert Meister, más que abogar por la aceleración de un avance por la igualdad social—como sí lo hacía la versión anterior de los derechos humanos—insiste en enunciar (denunciar) la atrocidad y anunciar su posicionamiento en contra de ella.ix En ese sentido, es un discurso que establece al que lo adopta como defensor, como humano, y al que no como inhumano (Meister 2011, 1). No es que esto sea malo, como dice Meister, pero, precisamente, porque el gesto es, antes que nada, tomar posición, esto se vuelve, en algunos casos, la prueba de que “algo” se ha hecho—como en el caso de ciertos países latinoamericanos—, y, en otros, la justificación para la intervención—de las potencias “redentoras” en los países que no son potencia. En palabras de Rosenberg: cuando el espacio de la injusticia es iluminado por los derechos humanos, aquellos que no contaban empiezan a contar, pero sólo en la medida en que legitiman una política de seguridad, vigilancia, toma de control, estado de excepción (2016, 10)

Esta imagen de la que se vale Rosenberg, los derechos humanos como un foco que emite su luz sobre la injusticia, habla también de la necesidad de estos de hacer visible la atrocidad para legitimar la toma de posición. De hecho, la prueba visual es esencial para la narrativa reciente de los derechos humanos (Meister 2011, 3). Y esto, en otras palabras, quiere decir que el testigo que provea pruebas es esencial para los mismos. Al considerar el holocausto como un mal absoluto e infinito, Meister afirma que “the only universal ethics after evil [el holocausto] would be to put human rights ahead of any claim to justice” (16), aquí se agregaría incluso que antes que todo ello está el testigo y su cámara. Si bien las múltiples imágenes de “El testigo” ponen en el centro a la víctima, el título de la muestra nos dice otra cosa: el protagonista es, más bien, ese personaje del testigo que da prueba del horror. Es él quien permite a sus espectadores sentirse del lado opuesto de la imagen, y ver en la imagen y de ese lado, es decir, en el horror que ha sufrido la víctima, lo inhumano. Es el testigo de “El testigo” el que permite al espectador sentirse tranquilo, pues está del lado humano: del lado de los derechos humanos. Y, así mismo, es el que con su particular regulación del régimen visual de la guerra en Colombia influye en el posicionamiento de los espectadores con respecto a la guerra (Butler 2010, 98).x Si bien la fotografía de lo atroz ha enfrentado a los seres humanos a una serie de responsabilidades éticas y, en ese sentido, ha contribuido con las campañas humanitarias, la exhibición “El testigo” advierte el límite de los procesos transicionales cuya insistencia en el consenso moral y la identificación de la víctima elude, muchas veces, transformaciones estructurales necesarias que remediarían el continuum de la violencia, como lo llama Philippe Bourgois (O’Bryen 2018)

Aunque en el trabajo de Abad Colorado se ve la otra cara del consumo—el despojo—, y su misma labor es la acción que contrarresta la interrupción de la no acción consumista, tanto la sobreabundancia de la exhibición, como su insistencia en la víctima, hicieron de esta exhibición partícipe de una epidemia que nubla los sentidos, que despoja al espectador de una mirada detenida y profunda y que, ante todo, habla del límite de los procesos transicionales. Ante tal impasse, es preciso preguntarse ¿cómo dar testimonio sin tropezar en tales excesos?, ¿es factible un testimonio sin la centralidad de la víctima?, ¿puede el testimonio fotográfico escapar al ideal de representación del humanismo, es decir, a la imagen transparente de preservación histórica (Jenckes 2017, 118) al tiempo que al legado del discurso contemporáneo de los derechos humanos?, ¿existe un testimonio que interrumpa la epidemia que pone freno a la imaginación? Tres fotografías dentro de la misma exhibición permiten proponer algunas respuestas a estas preguntas.

Epidemia oscilación

En la exhibición unas fotografías rompían con el discurso homogéneo de la víctima, y se aproximaban de otra manera a la memoria y al trabajo del testigo de la injusticia. Eran fotografías de árboles, cielos o tierras, escenario donde la violencia de los grupos armados había irrumpido. Aún cuando eran fotografías que, como las otras, documentaban la guerra de los últimos decenios en Colombia, y que incluso eran pensadas bajo el mismo marco de la víctima por el mismo Abad Colorado—la naturaleza como víctima (Gallo 2019; Horne 2018)—reflexionaban de otra manera el horror de la guerra. Estas imágenes pensaban la falta de la víctima, de manera opuesta al resto de la exhibición, y marcaban el límite de la muestra y el límite de la inmanencia de la presencia de la víctima. Sin recurrir a prácticas artísticas—que suelen permitir una articulación diferente de la representación, una forma más reflexiva que aquella del fotoperiodismo—Abad Colorado hace aquí lo que Donoso Macaya ha llamado la insubordinación de la fotografía, más específicamente, de la práctica documental: revelar o sugerir “reflexively, the loss of reference and the rupture of meaning in the face of catastrophe (2020, 20). Así, al carecer de la presencia del ser humano y del carácter sacralizado de la víctima, introducían aquello que desborda los cálculos del testimonio y de la fotografía de testimonio como unívoca revelación de la injusticia cometida sobre alguien. Generaban, además, una sensación de perplejidad en el espectador y la pregunta por el lugar de éstas en el contexto de la muestra. Si las otras imágenes se prestaban para cierta identificación del espectador con la víctima, éstas frenaban tal relación, o sea, interrumpían la epidemia de la interrupción y activaban el movimiento, se abrían a la epidemia del residir de la fotografía en el espectador y de éste en aquella.

Las tres fotos que sobresalen en su propio conjunto en ‘Tierra Callada’ narran una serie de acciones en cadena, pero con un mismo fin, la exterminación del otro: la designación de un enemigo y su posterior tortura, desmembramiento, asesinato, incineración y desaparición.xi Específicamente, develan (1) un árbol grande en cuyo tronco se perciben algunas marcas que se confunden con las arrugas de la corteza, excepto unas en particular: las letras A, U y C; (2) una estructura de ladrillo en ruinas con una boca en forma de arco, y asida por la naturaleza; y (3) un zapato sin cordones sobre el que ha crecido el musgo. De acuerdo a los pies de foto, son fotografías capturadas en Norte de Santander, en 2011, y retratan: el árbol que le servía a los paramilitares para colgar no sólo a las personas que torturaban sino los cuerpos sin vida que posteriormente desmembraban; uno de los hornos de cremación que los soldados empleaban para llevar los cuerpos o restos de las personas que habían asesinado—líderes y defensores de los derechos humanos y simpatizantes de la izquierda; y el zapato de alguno de aquellos campesinos que los paramilitares solían denominar como guerrilleros y matar.

Más allá del índice de un árbol, un horno y un zapato, aquí se quiere intentar una lectura arqueológica, como propone Didi-Huberman con relación a Walter Benjamin, que permita hablar a la tierra. Tierra que justamente en esta sección de “El testigo” (‘Tierra callada’) está sepultada bajo la idea del silencio, como anotó Shannon Dowd en una versión anterior de este artículo. Una lectura que dirige la mirada como una forma de excavar los estratos de las imágenes y que tiene en cuenta el antes e, incluso, el afterlife de lo fotografiado, de la fotografía, y del espectador, pues el trabajo de la memoria no consiste sólo en hacer un inventario de los objetos traídos a la luz, sino en una anamnesis—o reminiscencia del pasado—para entender el presente (Didi-Huberman 2017, 112).

Estas fotografías hacían más evidente, en contraste con las otras, las fisuras que contiene todo testimonio, y que la versión de los derechos humanos pasa de largo. Por un lado, el testimonio de aquel que experimenta el horror y que perece es imposible. Y, por el otro, el testimonio del que sobrevive es inestable pues, como dice Giorgio Agamben, es el hablar de uno por el otro que no está; es el testimonio del testimonio que falta (2002, 9, 34). En su etimología latina testigo es testis, o el tercero en un litigio entre dos. Abad Colorado, efectivamente, es tercero entre la víctima y el victimario, da “testimonio de la imposibilidad de testimoniar” (Agamben 2002, 34). Pero testigo es también superstes, o el que ha vivido un acontecimiento y puede dar testimonio sobre ello (Agamben 2002, 15), y Abad Colorado es también éste. Aunque la exhibición no hace explícita la historia personal del fotógrafo, en el contar la de los otros éste hace referencia a sus familiares asesinados, a sus familiares sobrevivientes y desplazados, y a sus dos secuestros en 1997 y 2000 por diferentes guerrillas.xii Con sus fotografías Abad Colorado explora la posibilidad de la (propia) muerte, son éstas un ir y venir hacia y desde la muerte.

Situaciones como éstas hacen del testimonio un relato fragmentario, insuficiente. La víctima que atraviesa el trauma y el miedo enfrenta una urgencia por contar, a la vez que la posibilidad de no sólo no poder aprehender el horror a través de un lenguaje que le resulta insuficiente, sino de no ser entendido por el receptor; y las fotografías en cuestión evidencian tales límites. Por estas razones, el testimonio es para Didi-Huberman un indicio pretérito en su condición de ruina, un jirón desgarrado de la tela del pasado (2018), y para Agamben, contiene una laguna. De Abad Colorado no nos llega el sonido (el testimonio) de la laguna, sino la imagen de la laguna (Agamben 2002, 39). La condición de laguna-jirón de las imágenes de Abad Colorado no las invalidan como aproximación al acontecimiento, antes bien, demanda que el trabajo sobre aquellas sea continuo y tenga en cuenta sus silencios y disonancias, sus ruidos, restos y vacíos. El defecto o impureza del resto testimonial, dice Didi-Huberman, “a la vez se dice (puesto que el vestigio supone, significa la destrucción) y se contradice (puesto que el vestigio resiste, sobrevive la destrucción)” (2018, 157).

Aunque todas las imágenes de la exhibición de “El testigo” son el vestigio de un instante—contienen una laguna y testimonian lo intestimoniable—, las que evidencian la ausencia de la víctima frenan la relación del espectador con la fotografía como constatación de la inmanencia de la presencia de la víctima, y generan otro tipo de relación entre sí y el espectador, otra epidemia. Ellas ponen en evidencia la condición del pasar de un lado a otro del testimonio a la que Shoshana Felman y Dori Laub apuntan. El testimonio, según ellas, como fracaso de la aspiración de recapturar la verdad perdida de una realidad, más que una exploración de la identidad, es un pasaje a través de las diferencias y, sobre todo, a través de la diferencia última: la otredad de la muerte (1992, 91). Las fotografías en cuestión serían, entonces, un pasaje hacia el último momento de vida, evocado por la boca del horno que literalmente se abrió para el asesinato de cientos, y que figurativamente se abre para que el espectador se aproxime una y otra vez tanto a la condición residual y laguna del testimonio—a aquella contradicción que es su misma posibilidad: la destrucción y la resistencia a esta destrucción—, como a los mismos restos que el paramilitarismo se ha encargado de dejar a su paso por Colombia.

Con su énfasis en el espacio y lo telúrico, en el dar espacio al espacio y a la tierra, las tres fotografías resuenan con el modo en que Abad Colorado conduce su labor de fotorreportería. Es en su caminar el territorio colombiano que éste recorre las comunidades y a sus mismos habitantes, los habita a la vez que los retrata. Sobre este elemento se estructura justamente el documental de Kate Horne, El testigo: la cámara que filma sigue a Abad Colorado—y a su cámara fotográfica—en su visita a aquellas personas a quienes ya había retratado, cuando la violencia las convirtió en víctimas. Abad Colorado (re)corre, vuelve a trazar sus pasos pretéritos en su hablar con los sobrevivientes sobre el presente y en el rememorar el pasado, en revisitar y habitar junto con ellos las primeras fotografías que les tomó, y también las que les tomó en visitas posteriores. El hacer fotográfico de Abad Colorado es epidémico, en el sentido del retorno, la visita y el habitar el espacio de aquellos violentados, su relato, y su imagen; en el habitarlos. Este quehacer epidémico genera imágenes, pero también la palabra, el relato y el encuentro. Como dice Rubiano, le confiere legitimidad al testimonio de las víctimas y sobrevivientes “en un contexto donde los hechos son negados por los perpetradores.” (2019, 272) Y les confiere legitimidad más allá de su condición de víctimas. Las otras imágenes en la exhibición podrían hablar de esto también, pero las tres que carecen de víctima, en el sentido antropocéntrico y revelatorio de la inmanencia de su presencia, hablan de la labor de Abad Colorado como una reactivación de lo político. El fotógrafo resiste el desplazamiento, el despojo y la aniquilación al recorrer la tierra expropiada y la tierra empleada para construir esos ladrillos que fueron usados para desaparecer personas. Una reactivación de lo político porque abre el espacio para el encuentro con la víctima y con su palabra.

En la foto del árbol las letras A, U y C, talladas juntas en la corteza, introducen la serie de acciones en cadena mencionada en un contexto específico: el enfrentamiento de los paramilitares contra las guerrillas, y la visión de esa lucha como legítima guerra de defensa. Las siglas AUC se refieren a Autodefensas Unidas de Colombia, nombre que adoptaron los paramilitares en 1997 para reunirse bajo una misma rúbrica a nivel nacional. Y nombre que también acuñó el gobierno de Álvaro Uribe Vélez y la mencionada Ley de Justicia y Paz (Ley 975 de 2005) para referirse a los mismos en su proceso de desmovilización. Nombrar “paramilitares” a los paramilitares significa hacer énfasis en su condición de “para”, al margen del Estado, pero en conexión al mismo; nombrarlos como “autodefensas”, por el contrario, esconde este vínculo, legitima su lucha como de defensa e invisibiliza su guerra ofensiva contra la población civil. Aunque se suele decir que los paramilitares en Colombia surgen entre los años 70 y principios de los 80, a partir de civiles que decidieron apropiarse del monopolio de la violencia en contra de las guerrillas y sus ataques a terratenientes y transnacionales, incluidos narcotraficantes, lo anterior deja en claro que la lucha paramilitar no se libra tan sólo en la tierra, sino en el campo discursivo también. Al hacer referencia a la dificultad de emplear la narrativa transicional en el conflicto colombiano, Rosenberg habla, justamente, de la abundancia de signos en medio de una falta de significado compartido, y pone como ejemplo los asesinatos extrajudiciales de civiles (conocidos como los “falsos positivos”) cometidos por el ejército nacional de Colombia, con el fin de agrandar el número de guerrilleros asesinados y contribuir con la narrativa del éxito de su campaña contra la insurgencia (2016, 106-107). Los “falsos positivos” del aparato militar del gobierno y la “legítima” guerra de defensa de los paramilitares, entre otros, son “part of a symbolic war whose first target is the capacity of the symbol to invoke the real” (Rosenberg 2016, 107).

Pero, por supuesto, el signo no es lo único inestable en esta guerra. El referente aniquilado, desaparecido, instrumentalizado para legitimar la continuación de la guerra es inestable también. Las 3 imágenes de Abad Colorado insinúan que más que una defensa súbita, más que una lucha de defensa, el combate paramilitar es premeditado, y su estrategia está centrada en el exterminio y la desaparición. No hay una estrategia de combate que dependa del ataque de las guerrillas, hay, en cambio, un orden ofensivo de toma violenta del espacio y de generación del horror. Las fotografías hacen imaginar cómo el establecimiento de un horno crematorio implica toda una estrategia de coordinación que incluye la construcción o adaptación de un horno (que era antes una ladrillera) para hacer desaparecer personas, la identificación del enemigo y su localización, su aprensión y transporte, y su posterior tortura y asesinato. Entonces, hay algo que en el paramilitarismo desborda la enemistad con las guerrillas y la lucha de defensa. De hecho, su estrategia se ha concentrado en fijar como blanco a la población civil y desarmada. Miles han perecido en las “limpiezas sociales” paramilitares, es decir, en las masacres masivas o asesinatos selectivos, y los sobrevivientes han vivido desde entonces en el miedo y en condición de desplazados (Chernick 1998, 29). Mientras tanto, latifundistas, comerciantes, narcotraficantes y transnacionales han financiado su guerra, obteniendo así seguridad privada; y políticos y militares los han apoyado con el fin de conservar o fortalecer su poder. El orden de lo paramilitar parece ir en contra, más bien, de aquello que es un obstáculo para el acaparamiento de la tierra, la extracción de los recursos naturales y la acumulación del capital.

Los paramilitares llegaron a Norte de Santander a finales de los años 90 con la consigna “libertaria” de eliminar a los guerrilleros que controlaban la zona y saboteaban a las transnacionales petroleras allí establecidas (Ronderos 2014, 323). Sin embargo, detrás de esta retórica, el llamado Frente Fronteras del Bloque Catatumbo también tenía la intención de apoderarse de las economías alrededor del narcotráfico y el contrabando, desde antes establecidas por ser zona fronteriza con Venezuela (Ronderos 2014, 324). Bajo la misma estrategia de limpieza social, las masacres aumentaron exponencialmente y los jefes paramilitares a cargo empezaron a ser perseguidos por la justicia. Una de las maneras de incriminarlos consistió en hallar las fosas donde habían escondido cientos de cadáveres. En respuesta, y para no dejar rastros, los paramilitares adaptaron hornos que antes habían servido para fabricar ladrillos, desenterraron los cuerpos e incineraron alrededor de 150 cuerpos (Ronderos 2014, 328). Pero no sólo lo hicieron con los cuerpos sin vida y desde antes desaparecidos en las fosas, Abad Colorado nos dice junto con sus fotografías, y develando un horror aún más desmesurado, que también incineraron cuerpos de personas que llevaron vivas, que torturaron y desmembraron allí mismo. Esta estrategia específica de exterminio y terror fue empleada durante cinco años, entre 1999 y 2004 (aún cuando ya en 2003 se habían comprometido a desmovilizarse). Sólo hasta el 2009 se conocería públicamente la práctica de los hornos crematorios, cuando en versión libre ante la fiscalía, los paramilitares dieron a conocer los detalles.

Dos años después de esa revelación, en 2011, mientras Abad Colorado capturaba estas fotografías, la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011) era decretada. Ésta pretendió darle el lugar privilegiado a la víctima que el gobierno anterior, el de Uribe, había prometido, pero le había negado en la práctica por las penas laxas a los paramilitares. Se devolverían millones de hectáreas de tierra expropiada a los desposeídos, al tiempo que una compensación económica. Esta ley surgió de la mano del acuerdo de paz con las FARC que se inició un año después, en el 2012. Una mirada enfocada en los derechos humanos—desde donde se posiciona el mismo Abad Colorado—y, por lo tanto, una mirada del postconflicto colombiano—como se han denominado estas últimas décadas de la historia del país—, vería en tales fotografías la representación de un pasado violento ya pasado. Pasado, pues la justicia transicional ligada a ambas desmovilizaciones es la promesa de una transición de un estado a otro; un paso hacia algo diferente que sería la paz después de la guerra: la vida después de los hornos; el respeto de los derechos humanos después de la tortura, el desmembramiento y la desaparición de tantos.

Aunque la justicia transicional y el paramilitarismo tienen objetivos diferentes—el primero pretende reparar los daños ocasionados por la violación de los derechos humanos y el segundo luchar la guerra de la contrainsurgencia—, ambos se apoyan sobre una lógica similar. El paramilitarismo también concibe un después de la eliminación de la insurgencia. Su retórica de liberación funciona sobre la base de la “limpieza” que es la exterminación del otro, y con cuya culminación se tendría una nación libre de guerrillas. Es más, al ahondar en la transicionalidad del discurso de los derechos humanos en el que se basa la justicia transicional—como lo hace Meister al decir que se refiere a una intertemporalidad entre el momento del fin del mal y el momento anterior al inicio de la justicia, lo cual consiente el aplazamiento indefinido de ésta última (2001, 10)—se podría decir que en el paramilitarismo también hay un tiempo entre tiempos inherente. Una idea que ya Rory O’Bryen desarrolló en términos de la temporalidad ‘inter-mesiánica’ del acuerdo de paz con las FARC, en 2016 (2018). El paramilitarismo ha afirmado que su guerra es contra las guerrillas, pero no sólo ha atacado miles de civiles, sino que tras la desmovilización de aquellas éste sigue operando. El hecho de que los límites de su enemistad no sean claros genera en la realidad una guerra de limpieza perpetua y, por lo tanto, un aplazamiento indefinido de la supuesta liberación de la patria.

La “limpieza” paramilitar vincula su guerra con las limpiezas étnicas que se han ejecutado a través de la historia de la humanidad, en las que se elimina un grupo de personas consideradas el veneno de la sociedad, como la “limpieza de judíos” o judenrein en la Alemania nazi, entre otras (Fulbrook 2004, 197). Y aunque en Colombia la limpieza no está necesariamente relacionada con la extirpación de una etnia o una religión, sí ha existido una eliminación sistemática y racializada de afrocolombianos e indígenas, de poblaciones rurales, defensores y activistas sociales y del medio ambiente que se oponen (o que resultan un obstáculo) a los deseos de acumulación del capital. En ese sentido, los hornos, con su fuego, serían la metonimia de la purificación paramilitar de la nación—que no se aleja de la práctica más común de tirar los cuerpos en los ríos (otra de sus maneras de higienizar la nación). Atravesadas por el índice de una inscripción en un árbol y del árbol mismo, de un horno y de una prenda de vestir tomados por la naturaleza, las fotografías hacen pensar en una doble relación histórica: con lo local y lo no local, pero no por eso dislocadas. Es decir, el horno tomado por las plantas en la fotografía de Abad Colorado nos habla de la violencia paramilitar en Colombia, pero resuena también con los hornos crematorios de Auschwitz—aunque no por el número de víctimas, sí por su función y horror. De hecho, Abad Colorado parece hacer tal alusión al capturar las imágenes del horno crematorio y el zapato; ambas imágenes cruciales para la fotografía que dio testimonio del asesinato de los judíos durante el holocausto.

La limpieza, sin embargo, no es tal. Estas fotografías de Abad Colorado operan como aquellas de las que se ocupa Baer en su libro Spectral Evidence, que más que escenificar un retorno a lo real—pues justamente se adelantan al intento del espectador de identificarse con la imagen como modo de ganar acceso a la misma— escenifican su primera aparición. Son imágenes que muestran algo que se vuelve significativo en y a través de la representación (Baer 2002, 12-13). Son imágenes que “cannot simply be seen and understood; they require a different response: they must be witnessed” (Baer 2002, 13). En este sentido, son fotografías que no sólo hablan sobre el testimonio, sino que permiten experimentar, en cierto sentido, el acto de testimoniar. Aproximarse a ellas es acercarse a la imposibilidad de aprehensión y, por eso, a la necesidad de volver una y otra vez a ellas.

Es así que, través de la ausencia de la víctima estas fotografías hacen referencia a ella, pero a su forma espectral; al espectro que permanece en el hacer desaparecer paramilitar. En ese sentido son imágenes que desafían e interrumpen la narrativa de la inmanencia de la presencia de la víctima de la exhibición, así como la práctica de la desaparición por parte del paramilitarismo. Igual a como varias personas lo han hecho en diversos pueblos en Colombia, al rescatar los cuerpos o sus restos, darles sepultura, y entablar una relación con aquello que está más allá de la vida (Uribe Alarcón 2011; Guglielmucci 2020), las imágenes de Abad Colorado frenan el olvido que impone lo paramilitar al llamar la atención sobre las vidas que fueron consumidas en los hornos crematorios de estos escuadrones. Estas fotografías emplean lo que Juliana Martínez ha llamado el realismo espectral, es decir, un modo de contar que asume el potencial disruptivo de lo espectral (2020, 3). La desaparición y el desaparecido son centrales aquí, no sólo porque son resultado de la violencia de la que se ocupa el realismo espectral, sino porque, además, son una alternativa a la mirada realista que jerarquiza y que objetifica en su carrera por revelar. La mirada del realismo espectral, en cambio, espectraliza a los que han sido desaparecidos violentamente, e interrumpe la habilidad de percibir, comprender e incluso de habitar el mundo de los que quedan (Martínez 2020, 24). Las fotografías del árbol, el zapato y el horno no muestran el horror ni a sus víctimas, lo evocan.

Ríos y silencios (2017) del artista colombiano Juan Manuel Echavarría es también una serie de fotografías que, de igual manera, evoca el horror más allá de lo que muestra. En estas fotografías se presienten los espectros de los niños y los educadores, el aprendizaje y la enseñanza truncados por la violencia, pues son imágenes de paredes de escuelas en ruinas, particularmente aquellas que sostienen la pizarra. Sus resonancias con las fotografías de Abad Colorado son tal que permiten ahondar en la exploración de las fotografías en cuestión. Las de Echavarría, como ha anotado Natalia Aguilar Vásquez (2019), hacen referencia visual y sonora a aquellos que fueron dominados y silenciados desde mucho antes de la guerra de los grupos armados: los animales y las plantas. Estos tienen voz y comunican las consecuencias sociopolíticas de la violencia porque a través de la aproximación visual el espectador oye tanto su generar sonidos, como su silencio. En las fotografías de Abad Colorado la misma naturaleza está silenciada y a la vez se adivina sonora y vibrante en su movimiento progresivo que se traga todo y reconfigura aquello que fue dispuesto para la muerte. La boca del horno, por la que una vez salieron ladrillos y entraron miembros de cuerpos despedazados, ahora es devorada por la maleza. El zapato, que en un tiempo facilitó el desplazamiento forzado y no forzado, es tomado por el musgo. Y la corteza del árbol, en su movimiento lentísimo de expansión y contracción, terminará por deformar la A, la U y la C. Todo ello nos habla de la vida más allá del ser humano, de la vida que continua, y al mismo tiempo, del olvido que acecha, similar al que condena lo paramilitar. Nos habla también de la crisis de la referencialidad y, por lo tanto, de la representación. El referente es aquello que no puede ser referente: el desaparecido. La representación de la hegemonía es el no conflicto y de la para-hegemonía, la autodefensa.

Los espectros de los desaparecidos y sus ruidos no son lo único que permanece. De nuevo, la limpieza no es tal. Las fotografías de Abad Colorado develan que en la insistencia paramilitar por el hacer desaparecer por medio de los hornos, quedan rastros de la desaparición. Una diferencia esencial surge, entonces, entre la “solución final” y el paramilitarismo en Colombia. Los nazis no sólo intentaron desaparecer a los judíos y su memoria de la faz de la tierra sino el mismo hecho y proceso de la eliminación. En el paramilitarismo, por el contrario, hay un exceso: éste se asegura de dejar unas trazas del exterminio y de su proceso mismo sobre esa faz, corteza o piel de la tierra o de los cuerpos. Se podría pensar que los restos de lo paramilitar quedan allí por la indiferencia: el horno, el zapato, serían un subproducto de la producción de la desaparición del otro. La escritura en el árbol, sin embargo, hace pensar que hay una cierta voluntad por dejar marcas visibles alrededor de la desaparición. La “limpieza”, entonces, sería un eufemismo que, como tal, sustituye lo que no se quiere nombrar y, aún más, como dice Agamben—pensando en el origen etimológico del término “eufemismo”—adora en silencio, contribuye a la glorificación del hecho (2002, 32). Nombrar “limpiezas” los homicidios y los excesos del paramilitarismo en Colombia atenúa la atrocidad de sus actos y disimula el hecho de que su exceso es creado de forma más activa que pasiva, el hecho de que su exceso parece crear un espectáculo para la vista de los que permanecen vivos.

Paul Virilio dice que la guerra “can never break free from the magical spectacle because its very purpose is to produce that spectacle: to fell the enemy is not so much to capture as to ‘captivate’ him, to instill the fear of death before he actually dies.” (1989, 7) La guerra, de acuerdo con esto, estaría ligada a la representación, y la lucha paramilitar, como dejan ver las fotografías de Abad Colorado, tiene una forma particular de representación. No es, en definitiva, una “limpieza”, antes bien, es la de una borradura que deja una mancha—como la que queda después de utilizar un borrador de goma—, que deja restos, remanentes, residuos y excedentes al tiempo que elimina o desplaza sujetos. Rastros sobre rastros, escritura sobre escritura. La A, la U y la C, son trazas grabadas sobre otras escrituras talladas que se han desdibujado ya—en una parte del tronco se alcanza a leer una E junto a una R—, y que resuenan con otras escrituras y otras imágenes de As, Us y Cs, como muestran las fotografías de Abad Colorado en el libro ¡Basta Ya!: pintadas en las paredes de las casas y los edificios alrededor de Colombia (GMH 2013, 107, 257), y cortadas en los brazos de las personas que se cruzan en la ofensiva paramilitar (GMH 2013, 307).

Los remanentes de lo paramilitar de los que Abad Colorado da testimonio con estas fotografías abren una fisura en la idea de una transición homogénea, uniforme, de la justicia transicional y, a la vez, son un reparo de su fracaso. En otras palabras, son marcas que, por un lado, ponen en evidencia la disonancia entre el discurso simétrico de la transición al postconflicto y la realidad, pues cuestionan la idea de una justicia calculable de la restitución que supone que de la desmovilización de los grupos armados y la restitución económica a las víctimas se arriba al fin de la guerra y al comienzo de la paz. Son vestigios que recuerdan que detrás de la violencia visible de las armas hay una violencia estructural que perpetúa la desigualdad por generaciones. Si bien el acuerdo del 2016 ha pretendido atender ésta última por medio de reformas educacionales y confrontando las intersecciones entre lo social, lo racial y lo étnico de la violencia, su llamado al movimiento progresivo, propio de los procesos transicionales, debe ser cuestionado constantemente con el fin de no permitir la clausura del pasado, ni el olvido (O’Bryen 2018, 417). Las tres fotos de Abad Colorado participan de este cuestionamiento.

A la vez, y, por otro lado, son rastros que advierten de esa violencia latente que ha permanecido a través de las diferentes desmovilizaciones/procesos de reconciliación del siglo XXI colombiano. La paz o “pacificación violenta”, en términos de Rory O’Bryen (2018, 418), es aquella que durante el gobierno de Uribe (y en cierta medida durante el régimen de Duque, el candidato propuesto por el Uribismo) fue más para las zonas urbanas que para las áreas rurales;xiii fue la que negó la existencia del conflicto y la que, aún así, insistió también en el consenso y la reconciliación para pasar la página y seguir con el progreso interrumpido (Ospina Pizano 2019, 24). Aunque esto último coincidió con el discurso oficial de los procesos transicionales de otros países latinoamericanos, lo cierto es que en el último decenio, y aún más con el gobierno de Duque, fueron las élites y una gran mayoría de civiles en las ciudades quienes se opusieron al último acuerdo de paz (con las FARC), haciendo, más bien, que la justicia transicional fuese una política popular, y su destrucción, una política del Estado y del para-estado.xiv La pregunta que hacía ya en 2018 Rory O´Bryen resulta, a la luz del presente, un presagio de lo que es ya y seguirá siendo este nuevo ciclo de “paz”: “at what point do the deferred materialisations of the acuerdo form part of a chronicle of deaths foretold by former peace processes turned violent pacifications?” (2018, 418).

Pero estos vestigios tienen que ser algo dentro del contexto de lo paramilitar y, en ese sentido, hay que preguntarse por qué la persistencia en dejar trazas y reescribir sobre lo ya escrito. Michael Taussig dice que los paramilitares se han dedicado a desmembrar la tierra y los cuerpos, pero que en ese desmembramiento han insistido, de manera desgarradora, en la acción de remembrar. Remembrar para desplazar, remembrar para generar el miedo y, en ese sentido, para emplazar su orden, que es el orden del capital, es decir, el del ganado, la palma africana y los megaproyectos (incluido el narcotráfico) (2018, 22-23). Se podría agregar que las trazas de lo paramilitar han contribuido, también, a reescribir la historia de su violencia sobre la corteza de la tierra y la piel de las personas. Una historia en clave de legítima defensa que comprende una supuesta “limpieza”, justificada, pues su fin es la purificación del estado nación: una Colombia libre de su enemigo interno, las guerrillas.

Las fotografías de Abad Colorado dan testimonio del horror de la aniquilación premeditada y en masa, pero también de ese otro horror del paramilitarismo que es el sometimiento de la memoria. Es decir, son un testimonio de la atroz expropiación total del yo y de esa otra expropiación parcial ejercida en los que quedan vivos. Muchos pueden no considerarse víctimas de la violencia paramilitar, pero si ésta, como se ha dicho, se lucha también en el campo discursivo, de la representación, de lo visual, cabe preguntarse si no hemos sido todos cautivados-capturados por el paramilitarismo. Las 3 imágenes de Abad Colorado, al tiempo que son vistas, visitan al espectador, residen en él, y alteran su certeza de “no ser víctima”. Estas trazas que hablan de un índice que ha sido desaparecido una y otra vez son “both the condition of terrorized existence and a strategy for survival” (Rosenberg 2016, 104) En un reportaje sobre el paramilitarismo, la periodista Juanita León cuenta que en su visita en 2001 al departamento de Córdoba—“el paraíso de los terratenientes” (2005, 300)—, Teresa, la vicepresidenta de una ONG paramilitar (Funpazcor) le habla con orgullo de la organización y de cómo han conseguido que los habitantes del pueblo en el que vive conozcan y acaten las normas de convivencia paramilitar. A la pregunta de León de si le importa el modo en que se llegó a tal estado, Teresa responde “Aquí palpamos lo que en realidad son las ACCU (Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá). Sus acciones sociales borran en la mente de cada uno de nosotros la parte oscura.” (León 2005, 309) Teresa no omite hablar de la violencia paramilitar—aunque la verbaliza a través de una metáfora, “la parte oscura”, que pretende atenuar la atrocidad de sus actos—, habla de su no existencia no como si no estuviese del todo, sino como una borradura. Esto hace pensar, de nuevo, en el horror paramilitar como una reescritura que no sólo es trazada en la superficie del mundo y de los cuerpos, sino en la de las mentes también. Las fotografías siembran la incertidumbre en el espectador: ¿qué permanece, y qué no, en “la mente de cada uno de nosotros”?, ¿qué se perpetúa deformado en nosotros a partir de aquella borradura?

Como límite a la narrativa de la víctima y la mirada humanista de la exhibición, las 3 fotografías de Abad Colorado abren el espacio para pensar en una alteridad no cooptada por la narrativa de los derechos humanos, en un remanente espectral, y en el asedio a la memoria por parte de lo paramilitar y sus trazas. Y, a la vez, con su “eminente fuerza epidémica” las fotografías de Abad Colorado refutan el olvido, nos cuestionan y nos llaman a imaginar y resistir el miedo, el silencio y la inmovilidad a los que el paramilitarismo instiga con su violencia y sus restos. El trabajo de la mirada arqueológica debe consistir, entonces, no solamente en excavar con el fin de hallar lo que no es visible, sino en ver y volver a ver lo que por muy visible se ha dejado de ver; en recordar lo que la “limpieza” de lo paramilitar borra, deforma, y reescribe a la vez.


Notas

i La curaduría didáctica de la exhibición facilitó textos y estadísticas junto a las fotografías, que explicaban al espectador la complejidad del conflicto armado colombiano.
ii Los Sonderkommando fueron los judíos obligados a conducir a las víctimas a las cámaras de gas, a limpiarlas, y enterrar o incinerar los cuerpos inertes. Sin ser vistos consignaron testimonios que escondieron o transmitieron afuera, con la esperanza de dejar un rastro de lo ocurrido (Didi-Huberman 2018, 18). Una de las fotografías, capturada desde una cámara de gas, muestra una fosa de incineración y los cuerpos quemados, otra una fila de mujeres desnudas que entran en una cámara de gas (Didi-Huberman 2018, 28-33).
iii El Uribismo surgió a principios del siglo XXI como opción a los partidos políticos tradicionales colombianos, y se concentró en la figura de Álvaro Uribe Vélez. Su gobierno de la “Seguridad democrática” (2002-2010) se enfocó en luchar la guerra contra los guerrilleros y en acordar la desmovilización de los paramilitares. Este acuerdo generó desconfianza desde el principio por las relaciones de Uribe con los paramilitares. Actualmente Uribe es investigado por estos vínculos.
iv Se quiera o no, la fotografía de lo atroz guarda una relación con lo estético: “Style and form and the idea of the beautiful and what appeals to our eye are not add-ons. In the image they are a way of understanding and conveying atrocity.” (Prosser 2012, 12)
v John Beverley, uno de los primeros en fijar el género dentro de los estudios literarios y culturales, decreta su fin, pues considera que posterior a los movimientos revolucionarios la urgencia del testimonio se desvanece (2004, 30, 61, 77).
vi Incluso aquellos como Hariman y Lucaites que critican a los “moralistas contemporáneos” por levantar sospecha con respecto a la fotografía, afirman que “In place of critically reflective public consciousness, millions of banal, anonymous images daily reproduce normative conceptions of gender, race, class, and other restrictive forms of social identity” (2011, 40).
vii Dentro de un proceso que se ocupa de las violaciones de los derechos humanos, las reparaciones simbólicas son aquellas medidas jurídicas que se distinguen de las materiales, y que responden a las demandas de las víctimas de la verdad, el reconocimiento, la redignificación, la justicia y la responsabilidad. La Corte y la Comisión Interamericana de los derechos humanos ha desarrollado un régimen legal de reparaciones centrado en la víctima, entre los que las reparaciones simbólicas actúan como una ayuda para fomentar la memoria, el no olvido, y el conocimiento público de los hechos, con el fin de su repetición en el futuro (Greeley et al. 2020, 166-167)
viii La Ley de Justicia y Paz fue considerada por sus defensores como una ley de vanguardia en los procesos transicionales del mundo, pues permitiría conocer la verdad de los hechos y reparar a las víctimas, así como establecer las condiciones para que la violencia no se repitiera (de acuerdo con la resolución del 2005 de las Naciones Unidas en la que se redefinían las directrices con respecto a los derechos humanos y el derecho de las víctimas). Pero también fue muy criticada pues en la realidad consistió en un acuerdo laxo con los paramilitares: penas reducidas para estos a cambio de las confesiones de sus crímenes en forma de “versiones libres”. Esta situación no sólo no condujo a dar justicia a las víctimas, sino que permitió la recomposición de nuevos grupos paramilitares (O’Bryen 2018, 423; Arango 2010).
ix El discurso contemporáneo que surgió a partir del final de la Guerra Fría, como forma de repudiar el nazismo y todo lo que se le asemejara, es la ideología que domina en las democracias capitalistas actuales. Es una visión de los derechos humanos que supera a aquel discurso revolucionario de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 (Meister 2011, 7).
x Aunque Butler se refiere aquí a la regulación que las autoridades estatales ejercen sobre el campo visual relacionado con la guerra a través, por ejemplo, del “periodismo incorporado”, es posible pensar en la extensa labor fotográfica de Abad Colorado sobre el conflicto colombiano como una de las perspectivas más conocidas y, por ende, como una de las que afecta la visión que los otros tienen de la guerra colombiana.
xi Aunque hacen parte de la sala ‘Tierra callada’ junto con otras imágenes, éstas están exhibidas juntas en su propio grupo. Se podrían tener en cuenta por separado, pero, como dice Didi-Huberman, su legibilidad es posible si las hacemos resonar en montaje, uno que incluya tanto las fotografías como otras fuentes, otras imágenes y otros testimonios (2018, 179).
xii La relación entre la memoria de su historia personal y la memoria de Colombia sí está presente en el libro Jesús Abad Colorado: Mirar de la vida profunda (2015) Éste contiene varias de las fotografías exhibidas en “El Testigo”, pero se inicia con una fotografía que, curiosamente, no fue capturada por él: la de sus abuelos (Abad Colorado et al. 2015, 7). Su abuelo fue asesinado por ser liberal junto a su hijo en 1960, y su abuela murió pocos meses después de depresión.
xiii Aunque las protestas de 2019, 2020 y 2021 han mostrado que las ciudades, incluida Bogotá, no están exentas de la represión y el horror policial y paramilitar.
xiv Específicamente, la campaña contra el acuerdo de paz, liderada por Uribe, se ha concentrado en oponerse a las transformaciones estructurales que aquel proponía: la restitución de tierras, la participación política de los excombatientes, y en general la implementación del sistema de justicia transicional a través de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) (Martínez 2020, 172).

Agradecimientos

Mi agradecimiento a Shannon Dowd, Gabriel Horowitz, Alessandra Merlo, Fernando Sdrigotti, Rory O’Bryen, y a los lectores anónimos por sus valiosos comentarios a este artículo. Agradezco también la retroalimentación de los participantes de los páneles “Toxic Remains and the Politics of (In)Visibility” (LASA 2020), y “The Exhaustion of Humanitarianism?” (ACLA 2021).


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Juanita Bernal Benavides
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es profesora asistente visitante en Rhodes College. Su investigación se enfoca en las representaciones del paramilitarismo en la producción cultural colombiana y mexicana. Actualmente trabaja en el manuscrito de su libro sobre las iteraciones del paramilitarismo y sus dinámicas de (in)visibilidad. Su trabajo ha sido publicado en Revista de Estudios Colombianos y en Journal of Latin American Cultural Studies.