A nossa Vendée?
Como la explosión de un absceso purulento, la victoria con más del 55 % en las elecciones presidenciales brasileñas de un candidato abiertamente racista, misógino y homofóbico, defensor entusiasta de dictaduras y de la tortura de opositores, partidario de soluciones eugenésicas para indígenas y afrobrasileños a quienes ha tildado de hediondos, ignorantes y criminales –cuando no directamente de cualquier disidencia política, religiosa o cultural– produce al menos un efecto saludable de sinceramiento. Porque no solo, como era de esperar, no perdieron tiempo en celebrar la llegada a sus filas del Führer tropical los Trump, Salvini, Le Pen, Orban — la lista podría alargarse infinitamente. También las educadas y cosmopolitas “derechas democráticas” de nuestras republiquetas vecinas, cuyas loas cantaba hace apenas unos años el editorialismo de cuello blanco, se aprestaron por hacer constar, por si quedaba alguna duda, de que también ellas, por supuesto, habían militado desde siempre en la falange donde reviste el reservista vencedor. Era uno más del palo el verdeamarillento, sacaban pecho los Piñera, los Macri, los Cartes; verdadero visionario –se emocionaba el canciller argentino Faurie ya tras la primera vuelta– con el ojo puesto en el futuro y no en el pasado. Pero si era tanto el apuro de los hasta anoche vestales del republicanismo pampeano por probarse la camisa marrón antes de que se las arrebate el primer hijo de carnicero, ¿no se cae por su propio peso la teoría de los dos demonios, previsiblemente desempolvada por personajes nefastos como el ex-presidente FHC? En declaraciones a la Folha el ex-sociólogo hacía saber que, contrario a lo que las incontinencias del personaje parecieran indicar, los brasileños no habían depositado su fe en un nazi confeso, ni siquiera un fascista, no: apenas un “autoritario”, esa mágica palabra-coartada que ya le había rendido tan buenos servicios, a FHC y sus socios, en los viejos buenos tiempos de la “transición democrática”. Y cuyo diagnóstico, como seguramente no tardarán en rematar los Vargas Llosa, los Castañeda y otras viudas del neoliberalismo noventista, ¿no había sido comprobado, precisamente, por la reciente elección mexicana de otro demagogo carismático, no importa que de prédica diametralmente opuesta a la del capitán carioca? ¿La culpa no será, por tanto, y como era de esperar, del infame populismo, ese que ahora se lame sus heridas cuando había desatado él mismo la bestia que ahora lo devora? ¡Ya está en los quioscos! — solo que, por más que la repitan, esa tierna fábula liberal de aprendices de brujos no deja de chocar con el sencillo hecho de que los votantes del ex-militar y los del ex-alcalde de la capital azteca no son en su inmensa mayoría los mismos, como tampoco lo son los del ex-obrero metalúrgico: si fuera solo por el voto de los favelados, los nordestinos, los sectores de menos recursos –la plebe, en suma– Haddad habría ganado de manera contundente. En cambio, ya lo han dicho voces más calificadas, los problemas empiezan cuando los que ya no quieren pertenecer a ese pueblo populista, esas proverbiales cuarenta millones de ex-pobres, “la nueva clase media de Lula”, se desmarcan de esa alianza con la violencia propia de los conversos. Pero si ése es el eje por el que gira el giro fascista: ¿qué expresa la aceleración vertiginosa de su espiral violenta? ¿Hacia donde apunta su odio?
El gesto vacío
Apunta, para comenzar, hacia fuera. Bolsonaro venció no gracias a un eslogan, a un discurso, como aún lo hacía Trump con los sombreros rojos impresos con su lema de campaña; ni siquiera venció con la mercadotecnia espectacular copiada de un cumpleaños infantil y con el ícono de “play” por todo contenido programático como el engendro publicitario mal llamado macrismo. Aún cuando, por supuesto, comparte con sus primos hemisféricos el uso a escala industrial de las redes asociales para difundir rumores falsos e incentivar un estado permanente de pánico moral, extendiendo a Whatsapp los Haikus del odio perfeccionados por Trump y Durán Barba en Twitter, la contribución del bolsonarismo a esa cultura fascista contemporánea no es del orden del discurso. Por eso rehuía tanto el debate el personaje, sabiendo que las palabras le restarían eficacia: por algo se había pasado décadas en los rincones más oscuros del lúgubre congreso brasileño, sin pasar de un pobre actorzuelo de reparto. No: su mensaje es el gesto, convirtiendo a su propio cuerpo en el portador más eficaz de la amenaza que ese gesto promete llevar a la práctica. Porque ese gesto, el de la mano convertida en arma que apunta hacia la audiencia, es eso: representa el juego cómplice de una amenaza que ambos, emisor y destinatario, saben estar dirigida, ya no en juego sino con armas de verdad, a quien no participa de ese particular campo comunicativo. El gesto establece comunidad aglutinando singularidades solo y exclusivamente al gozar con los “sueños de exterminio” (Gabriel Giorgi) dirigidos hacia los de afuera, sean quienes fuesen. Por eso no solo es un gesto que reemplaza al discurso ausente: es un gesto que elimina al discurso, siendo él mismo de imposible contestación. No se puede razonar con ese gesto, no se le puede contradecir, porque es contra la palabra, contra el lenguaje en tanto instrumento de comunicación, que se dirige su agresión incorporada. En ese sentido se parece a los enunciados performáticos austinianos, solo que, en pos de alcanzar su máxima eficacia performática, tiene que eliminar también al propio enunciado –a cualquier contenido “propio” en cuya “defensa” supuestamente actuaría– y reemplazarlo por el puro gesto. Para alcanzar su grado máximo de performatividad, el gesto tiene que vaciarse por completo de propiedad, tiene que dejar de tener “adentro” como para posibilitar el aglutinamiento hacia “afuera” de todos los odios.
Pero entonces, es también el estado de alerta permanente que debe velar por que no quede al descubierto ese vacío interior, vacío que no es, por supuesto, el del significante de Laclau, porque es contra el lenguaje mismo (incluyendo los “juegos linguísticos”) que el gesto se dirige. Klaus Theweleit, en su voluminosa investigación de la afectividad del hombre fascista titulada Fantasías masculinas, reflexiona sobre el tópico compartido por la literatura de mercenarios cuyo auge corre paralelo al del propio movimiento nazi en las décadas de 1920 y 1930, de la inmolación de la “marea roja” figurada en el cuerpo de la mujer obrera: esa carne lasciva, promíscua y traicionera por su fluidez, su proclividad al éxtasis y al goce, que debe ser no solo asesinada sino reducida a pura masa indefinible, a su propio y congénito carácter informe que es también su amenaza, su peligrosa y seductora subversión de la rectitud del hombre-soldado. Superhombre de erección perenne, ya que no debe ceder nunca a la tentación de ablande que le extiende lo femenino, el fascista sería para Theweleit un fetichista de tendencias anales-retentivas extremas que solo encuentran descarga en actos de violencia pura que le permiten gozar con la renovada renuncia al goce y su exitosa reconversión en pulsión destructora. (El único personaje femenino permitido en las novelas de Landser, observa Theweleit, es la enfermera blanca, especie de imbunche germano cuya túnica inmaculada denota la ausencia de manchas menstruales o de cualquier otro indicio de inclinación deseante). No es por acaso que la dimensión de género se haya vuelto tan violentamente explícita en los nuevos macro y microfascismos, alentados diariamente por el tsunami de abusos vertidos en las redes contra las “yeguas”: no olvidemos que el paso anterior al gesto amenazante, el que lo catapultó a la fama, aconteció cuando Bolsonaro dedicó su voto al torturador de la presidenta Dilma, en la vergonzosa sesión del congreso por el impeachment que en sí misma repetía en forma de farsa televisiva el juicio de la joven militante secuestrada por el aparato represivo cuya foto había reaparecido en vísperas de las últimas elecciones libres en el país.
Consumidores y ciudadanos
La economía afectiva del hombre fascista estaría organizada, de acuerdo con Theweleit, en torno a lo femenino experimentado de forma traumática y asociado con el peligro de “relajamiento” de las jerarquías: es la visión “obscena” de las obreras en las barricadas y manchando la pureza de raza “revolcándose con cualquiera” –es decir, dejando de ocultar su sexualidad entre los límites de la casa– la que forcluye para él cualquier goce que no sea la violenta extirpación del goce mismo, que no es sino la propia castración convertida en fuente de placer. Es por eso, para desviar la atención de la propia herida vergonzosa que el fascista no puede dejar de vertir hacia afuera esa violencia de la que se siente y al mismo tiempo no puede aceptarse víctima. El gesto vacío, que promete barrer con la inmundicie exterior –cualquier exterior, una vez que el mundo haya dejado de conservar su forma y se haya vuelto obsceno– derivaría así su pasional y violenta intensidad del asco que siente el hombre-soldado por eso inmundo que lleva adentro, esa “cosa” inenarrable que está en el origen del trauma. Origen que, por otra parte, en el caso de los fascismos contemporáneos latinoamericanos, podría tal vez entenderse también en un sentido más amplio, como el impronunciable origen de la ansiedad por “distinguirse” en un contexto donde la ostentación del consumo como un modo de desmarcación social se torna cada vez más dificil ante la crisis –o mejor dicho, el éxito– del modelo socio-económico extractivo y acumulador de riqueza que ese mismo afán por la distinción social apoya fervorosamente. En otras palabras, ese problema de carecer de un origen susceptible a ser representado en términos de una identidad social y política que Marx asociaba con la categoría del lumpenproletariado, en la América Latina post-marea rosada se extendería quizás también, y sobre todo, a toda una franja de recién incorporados “consumidores y ciudadanos” –¡qué bobas suenan hoy las sociologías prêt à porter de los Noventa!– quienes serían los que hoy inclinan la balanza electoral. O, más crudamente, el “relajamiento de las jerarquías” se debe volver forzosamente una cuestión moral (ciudadanos rectos contra “corruptos”, “favorecidos”, “ñóquis”) una vez que la crisis –o el éxito– del modelo de acumulación amenaza con volver otra vez visibles los propios orígenes indistinguidos.
Pero si, entonces, el gesto vacío del fascista busca, al tirar hacia fuera, ofuscar lo abyecto de un origen indistinto, tal vez podamos ir también más lejos y sugerir que ese mismo gesto también encubre, de un modo no menos oblícuo, el sucio origen de las políticas redistributivas de baja conflictividad que lo precedieron y que ese fascismo dice querer extirpar. Porque, y aquí sí entra la necesidad de revisión crítica de los “populismos”, ¿el origen de esas incorporaciones-expansiones de ciudadanías no era ya entonces la zona extractiva y, con ella, la expansión y el recrudecimiento de una multiplicidad de exclusiones de estas ciudadanías expandidas, de modo que el gesto inclusivo por excelencia (el abrazo) también, aunque no exactamente en forma de inversión simétrica al gesto fascista, ya haya implicado como su contraparte indecible la proliferación de un inmundo y de vidas nudas en los bordes de la comunidad que ese abrazo forjaba? Pensemos, sin ir más lejos, en nombres como Titnis, Belo Monte o Chilecito, o en las fronteras agroindustriales en la Amazonía o la Patagonia, nombres que llaman a la escena los escenarios de acumulación por destrucción ya subyacentes al ciclo democrático-popular y que hoy día el afán destructor fascista ambiciona convertir en su blanco explícito.
Capitaloceno
El aparato conceptual y crítico desarrollado por Jason Moore y otros en torno a la noción del “Capitaloceno” se revela mucho más eficaz a la hora de analizar la actual coyuntura geopolítica que la nebulosa jerga ontológica del “Antropoceno”, más allá de las refutaciones pueriles que le han hecho algunos portavoces de este último campo como Dipesh Chakrabarty o Débora Danowski y Eduardo Viveiros de Castro (“Pero, ¿y Chernobyl? ¿Y los crímenes soviéticos contra lo viviente?”). Porque, lo que la analítica ecomarxista nos permite entender son las lógicas productivas de retroalimentación mútua entre giro fascista y crisis extractiva cuyos ensamblajes y transfecciones remiten a lo que, con Moore, podemos pensar como revolución ecológica mundial (“world-ecological revolution”). Recapitulemos rápidamente: un pivote central del argumento de Moore es la revisión del análisis marxista de valor y plusvalía, incluyendo la dinámica creativa-destructiva que desata este último para los regímenes de acumulación capitalista para resolver el dilema inherente del declive de la tasa de ganancia. Para Moore, esta analítica plasmada sobre el imaginario de la economía política del siglo diecinueve en torno a la captura y explotación del trabajo social abstracto y la mercantilización del intercambio de bienes debe ampliarse para incluir, como complemento constitutivo y permanente de esta tensión sistémica, la apropiación de lo que Moore llama “the Four Cheaps”, las cuatro “naturalezas baratas” que cualquier régimen capitalista debe forjar como disponibles: energía, nutrición, trabajo humano y no humano no remunerado, y “materias primas” (muchas veces, estas categorías se yuxtaponen parcial o totalmente, como en el caso de los combustibles fósiles cuya producción exige un “trabajo” milenario y gratuito de agentes bioquímicos, lo que equivale a decir que la “naturaleza barata” no es algo que preexiste a su instrumentalización como tal sino que debe ser creada activamente, muchas veces insumiendo inversiones sustanciales de trabajo, tecnologías e infraestructuras). En semejante campo expandido del valor, la “plusvalía ecológica” equivale al margen en que la tasa creciente de apropriación de naturalezas baratas excede a la tasa declinante de ganancia en el balance de explotación del trabajo social e intercambio de mercancías (Ernest Mandel). Una revolución ecológica mundial es por tanto un momento de reconfiguración de las relaciones entre explotación y apropiación que constituyen el oikos capitalista, provocando la emergencia de nuevas “naturalezas históricas” que permiten correr el balance hacia la apropiación: “Las revoluciones ecológicas resuelven las crisis evolutivas [developmental crises] reduciendo la capitalización de la naturaleza y encontrando nuevos modos cuantitativos –y cualitativos– para apropiar el trabajo/energía biosférico” (140).
Ahora bien, la creciente financialización del capitalismo ocurrida a partir del último tercio del siglo veinte, con la emergencia del dinero como un quinto “Cheap”, una especie de “Segunda Naturaleza barata”, cuando la ponemos en el contexto de la plusvalía ecológica (esto es, del costo de abrir nuevas fronteras extractivas como la minería a cielo abierto o la extracción petrolífera en los océanos y en la selva amazónica), parece indicar que el momento cumbre de acumulación propio al sistema ecológico mundial moderno aconteció aproximadamente a principios de la década de 1970. Consecuentemente, desde entonces, nos encontraríamos en una “nueva era” de la que los diversos posmodernismos de fines del milenio hayan sido apenas efectos de superficie: “la era del fin de la naturaleza barata” (108). Moore insiste, y lo subrayo, que no se trata aquí de límites inherentes o “naturales” à lo Club de Roma, sino de la crisis sistémica del oikos capitalista y de su capacidad por producir/reproducir naturalezas históricas (de ahí que, confrontado con la dificultad creciente de abrir nuevas fronteras extractivas, el neoliberalismo haya apostado radicalmente a la lucha de clases, con la pauperización galopante de un proletariado global que ya contaría hoy con más del doble de vidas que en 1989 y la multiplicación de cercados globales [global enclosures] que constriñen cada vez más los espacios y tiempos de reproducción social: salidas cortoplacistas que, por supuesto, no hacen más que agudizar la crisis sistémica de la que son efecto). Estaríamos así ante “una tensión entre los esfuerzos del capital por controlar y conmensurar la naturaleza extrahumana y la capacidad co-evolutiva de esta última por eludir y resistir este control” (273), momento-pivote en que, efectivamente, las respuestas evolutivas de las naturalezas extrahumanas acabaron por sobrepasar y anticiparse a la evolución de los mecanismos de captura y control, con la consecuente reversión de la plusvalía ecológica en valor negativo.
Me pregunto, pues, si no habría que releer hoy a Fantasías masculinas revirtiendo, o colapsando, las relaciones de figuración freudiana a las que recurre Theweleit en su análisis del aparato psíquico fascista. Porque, si la fluidez y las materialidades informes que asediaban a la rigidez masculina ahí remitían a dos “mareas rojas” –la sexualidad femenina y el movimiento obrero revolucionario (ambos articulados, como mostró Foucault, en el concepto de la guerra de razas)– hoy día tal vez habría que pensar que, además, estas efectivamente remiten al abanico de naturalezas no humanas, de “materialidades vibrantes” que el neofascismo tropical solo consigue “contener” de la misma manera en que su antecesor y modelo se imaginaba conteniendo a la marea roja: por medio de la “guerra total” que no era, ni es hoy, sino un deseo por compensar la imposibilidad del goce compartiendo la auto-inmolación con la violenta destrucción de todos y de todo, para así salvar, aunque sea por última vez y en una tabula rasa final, el mundo de la amenaza de lo informe, del inmundo.
Inmundo
Inmundo: se trata, nada menos, que de la in-formación de lo viviente ante el avance de lo que los conceptos de Antropoceno, Cambio Climático, Capitaloceno, Híperobjeto aún luchan por nombrar y que, como he estado intentando argumentar en algunos trabajos recientes, ciertas producciones estéticas contemporáneas están plasmando hoy en modalidades diversas de re-ensamblaje o de alianza entre vidas restantes. Esa vida-resto, esa sobrevida, me parece representar cada vez más la condición de lo viviente ante el horizonte del fin del mundo (esto es, del inmundo como modo de vivir en la inminencia de ese fin): de ahí, sin ir más lejos, la enorme incidencia que algunos gestos y figuras de lo Queer han ido adquiriendo mucho más allá de los campos de género y performance. Porque el inmundo, efectivamente, desnaturaliza cualquier modalidad convivencial, ya sea entre vidas humanas o entre configuraciones inter-especie (lo que hasta hace poco llamábamos un hábitat). Es, al mismo tiempo, aquello que nos pone hoy ante la dificultad enorme de pensar y practicar lo común, y también las formas informes, ensambladas, frágiles y precarias de con-vivencia que, no obstante, emergen sin cesar en este umbral. El hecho de que, hoy día, las puntas de lanza de los nuevos fascismos sean a un mismo tiempo la homofobia, los feminicidios y la violencia tanto institucional como “espontánea” contra migrantes y poblaciones indígenas como también una abierta y declarada “guerra al medio ambiente” –destrucción de ministerios, normas y acuerdos internacionales, ridiculización de la ciencia, remate ya sin tapujo alguno a las expresiones más tóxicas del capitalismo extractivo de la Amazonía, la Patagonia, los Andes y de los últimos territorios indígenas en los Estados Unidos– parecieran apuntar a esa relación no-figurativa entre sexualidad y raza, por un lado, y materialidades y organicidades no humanas en el origen de la ansiedad fascista: abyección psicótica del inmundo y de los nuevos modos de comunalidad ‘posnatural’ que en él se están forjando, e insistencia feroz en un ‘orden natural’ aún cuando, a todas luces, este orden se esté encaminando hacia su propia destrucción. Demás está decir que esta ‘naturaleza’ a la que se aferra con desesperación el fascismo contemporáneo precisamente para extremar la destrucción de la biota planetaria no remite a ningún ‘orden’ existente en el pasado que no sean los delirios creacionistas de enciclopedistas de Twitter, entremezclando pentecostalismo y restos variopintos de positivismo, antisemitismo y eugenesia de los últimos siglos (es notable observar que, últimamente, esa ‘naturaleza’ se plasma ya no solo en ‘valores familiares’ sino también, y cada vez más abiertamente, en los de estirpe y de raza: las categorías en cuyo nombre, como veía con claridad Foucault, el orden biopolítico se transforma en tanatopolítico y recobra el derecho de matar). En otras palabras: si el fascista clásico extremaba su defensa del orden reinante al punto de arriesgar deliberadamente la existencia de éste último, en función de eludir el trauma de su propia humillación a manos de ese orden, el neofascista del Capitaloceno extrema la violencia contra toda forma “antinatural” de convivencia como para mantener a todo costo la ficción de disponibilidad de una naturaleza apropiable, disponible a su antojo, mismo cuando el costo de la misma sea fehacientemente la inmolación de todo lo viviente. De ahí que la relación entre Bolsonaro y sus financistas petrolíferos y agro-industriales no sea apenas del orden de un pacto cínico: hay también una coincidencia de fondo entre ambos, en la medida en que comparten una misma pulsión suicida. Es por ahí, quizás, que habría que empezar analizando la convergencia entre los milenarismos evangélicos y el extractivismo en su giro fascista: por su común obsesión con la finitud como figura última y triunfante de orden en el mundo.
Imagen: “#elenão cartaz”, fabio montarroios, Creative Commons.
Jens Andermann
es Profesor de Español y Portugués en New York University y editor de Journal of Latin American Cultural Studies. Su último libro, Tierras en trance. Arte y naturaleza después del paisaje, fue publicado en 2018 por la editorial Metales Pesado, Santiago de Chile.