La sobrevida de las palabras: «Revolución» y «lucha de clases»

Entiendo que en gran medida nos encontramos acá porque en varios paises latinoamericanos atravesamos un momento muy intenso, adheridos, tomados por una coyuntura. Y porque hoy estamos ante la posibilidad de pensar qué fue lo que se hizo. Uno no se siente a gusto con desdoblar tanto el momento de la acción del momento del pensamiento, pero evidentemente hay algo de eso; y más todavía en un momento como éste que, si no es de derrota, es de un desmontaje que quiere ser drástico de lo más interesante que se hizo en América Latina en el último decenio largo. Probablemente sólo ahora, bajo esta nuevas circunstancias, lo hecho adquiera su mejor figura. Es como si la luz que echa el peligro, la amenaza que se cierne sobre lo que se conquistó, fuera una luz necesaria para entender mejor qué fue lo que se había conquistado.

Entonces querría conversar sobre dos viejas palabras, jugando un poco con esas paradojas de lo anacrónico: ‘revolución’ y ‘lucha de clases’. ¿Por qué esas palabras? Entiendo que puede ser de interés poner al kirchnerismo, con todo lo prosaico que tuvo, ante el brillo deslumbrante de la revolución. No porque la revolución y sus mayúsculas sea de por sí la vara para medirlo, sino para apreciar qué ocurre en ese cruce. Además, el kirchnerismo efectivamente jamás se afirmó a sí mismo como revolución, cosa que lo diferencia de algunos de estos procesos, por ejemplo el caso de Venezuela donde se habló y mucho de socialismo, también de revolución, y de Bolivia donde el horizonte comunista no dejó de mentarse durante un largo rato. El kirchnerismo no se pensó como una revolución ni la prometió. Retrocedo y voy a un punto primero, casi extremo y que por lo general se entiende externo a todo esto: en el año 2001, en la Argentina, es decir, en medio de la crisis general que se revelaba sin ningún disimulo, nadie hablaba de revolución. Mientras que en los años 60, en la primera mitad de los 70, incluso una vez derrumbada la dictadura o a mediados de los 90, la revolución era un tema acuciante, ya sea porque se la suponía adelante, esperándonos, ya sea porque se la suponía perdida, por lo tanto era la melancolía lo que ligaba a ella. En el 2001 ya no se habla más de revolución. Era una palabra de otro siglo. El kirchnerismo tiene como primera condición fuerte esto de una revolución que parece ser un asunto ya enterrado.

Ahora bien, me interesa cruzar al kirchnerismo, prosaico y sublunar, con la idea de revolución, idea que había sido alta y pura pero que, desde 1976 (para poner la fecha paradigmática del golpe de Estado y la derrota de los movimientos populares y de las vanguardias), pasó a oscurecerse también. Desde ese entonces ya no sabemos muy bien qué es la revolución. Por lo tanto, no es poner a prueba algo barroso en su contraste con algo nítido, porque no hay siquiera manual que alcance a clarificarla ¿Qué es una revolución después del fracaso de tantas revoluciones? ¿O del devenir totalitario de varias de ellas? Entonces, decía, se entrama esto con dos obsesiones historicistas –soy un historiador, un profesor de historia, es lo mío-, una de ellas la del peronismo. Ustedes saben que el peronismo ocurre en la Argentina, en el ensamble entre movimiento de masas de trabajadores y Estado, entre 1945 y 1955. Es derrocado y una de las discusiones que se arma entre los intelectuales es acerca de su condición revolucionaria, deberíamos decir, de su condición no revolucionaria.

Parecido: el peronismo no se había preocupado mucho por hablar de la revolución. O había dicho: ‘revolución justicialista’, que era como no decir nada, al menos a la izquierda le parece eso, también a Ezequiel Martínez Estrada. Pero el tema de si fue o no una revolución va a ser una cuestión que, planteada ni bien sucede el golpe de Estado de 1955, quedará instalada hasta incluso los años noventa, pero con respuestas desplazadas. Tomo dos citas, paradigmáticas, de un historiador argentino, un liberal con una inteligencia notable, Tulio Halperín Donghi. En el 1956, cuando era joven y tenía algo de socialista, escribe: ‘Creían candorosamente que las jubilaciones y las licencias por enfermedad eran ya la revolución social.’ Se refiere, claro está, a los trabajadores, a las multitudes que seguían a Perón. Sin dudas, está absolutamente seguro de lo que es la revolución social, de que es otra cosa, no las licencias por enfermedad o las jubilaciones. Ahora bien, en 1994 –gobierno del menemismo en la Argentina, en línea con la caída del muro de Berlín y el neoliberalismo; también, inevitable decirlo, con el peronismo– Halperin Donghi escribe que el peronismo había sido una revolución, que solamente aquellos que pensaran que revolución había una sola, lo ponían en duda. Concluye: ‘Bastaba subirse a un tranvía o caminar por la calle para darse cuenta que había sido una revolución.’ Tomo estas dos citas en todo caso para dar cuenta de la perplejidad que pasó a atravesar a ese concepto viejo de revolución.

Por otro lado, el año pasado fue el bicentenario de la independencia. Argentina, como se sabe, tiene dos fechas de origen: 1810, Revolución de Mayo; 1816, la declaración de la Independencia. Pero cuando se habla de la revolución se habla de 1810 a secas, como si la declaración de la Independencia de 1816 poco o nada tuviera que ver con ella. Desde ya, interesa inscribir a 1816 dentro de un proceso revolucionario y no entender a la revolución como a un acontecimiento puntual, de asalto raudo y definitivo al poder, límpido. Y para esto viene muy bien Sarmiento que en el capítulo III de Facundo, uno de los grandes libros del siglo XIX, dice que la revolución entre nosotros está confundida por un problema de diccionario, de definiciones. Cuando los españoles llegaron a América, este es su argumento, llamaron león a ese felino cobarde y traidor que habita en nuestras pampas, al puma. Lo llamaron león porque era el nombre que tenían a mano pero era otra cosa. Con la revolución pasa algo similar, dice, pero al revés, porque se cree que solamente puede lucir y ser tal cuando es magnánima y noble, o sea, en 1810. Pero la revolución también puede ser cobarde y traidora como el puma, con lo que ya está refiriendo a los caudillos de 1845, a Facundo Quiroga, a Rosas. Entonces señala Sarmiento que la revolución entre nosotros fue doble, primero en 1810, pero después continuó en la lucha del campo y de la barbarie contra las ciudades. Por eso en 1845 aún no se ha disparado su última bala. Un detalle que sirve para pensar esa última bala: Sarmiento al poco tiempo se suma al ejército que va a derrocar a Rosas, quien gobernaba a Buenos Aires con el apoyo fundamental de las clases populares, entre ellas de los negros que lo veneraban y conformaban una suerte de servicio secreto porque muchos trabajaban en las casas de las familias distinguidas y corría la paranoia del espionaje. Sarmiento, como militar algo improvisado, pasa por la pequeña localidad de San Nicolás, una vez liberada de la tiranía de Rosas, y observa que el nuevo momento es el de ‘la rehabilitación de las clases acomodadas’. Si uno no puede más que tener dudas acerca de qué es una revolución, una contrarrevolución, en contraparte, encuentra aquí una certera definición: ‘Rehabilitación de las clases acomodadas’.

Citaba ayer Alejandro a François Furet, ese historiador francés que ha estudiado tanto la revolución francesa, pero sin ningún afecto por ella. Para Furet el problema es que la revolución francesa tuvo un largo dérapage, dice él, un derrape, un desvío. Es fundamentalmente el momento jacobino, el Terror, pero comienza antes, con la gran movilización protagonizada por mujeres sobre Versalles en los primeros días de octubre de 1789. Casi estoy tentado de decir que la revolución sería esto, el desvío. No el camino ineluctable de la historia sino el desvío de ese camino. Escribe Hannah Arendt, y esto de otro modo lo planteó también Alejandro: ‘Los unicornios y las hadas son, al parecer, más reales que el tesoro perdido de las revoluciones’. Fenomenal problema que asocio a lo que recoge Jens en su crónica sobre diciembre de 2015: la marcha última, la impresionante movilización del 9 de diciembre de 2015 en la Plaza de Mayo, cuando Cristina Kirchner dice: ‘Ustedes saben, van a ser ahora las 12 y volveré a convertirme en zapallo.’ Enorme conciencia de un período que se cierra y que tuvo algo de cuento, de hechicería, o desvío que llega a su final para volver a la normalidad. Es verdad que Cristina dijo lo de las carteras Louis Vuitton, que llamó fertilizantes a los agrotóxicos, pero también dijo estas cosas, con genial sensibilidad para captar lo que estaba ocurriendo. No estaba leyendo a Arendt, menos mal agreguemos, pero estaba metida en ese problema. Defrauda si queremos inscribir al kirchnerismo y a sus excesos en alguna noción de necesidad de la historia, más bien es un aparte, una dislocación.

El otro concepto que me interesa, anacrónico, que cotiza en baja desde hace años, es el de lucha de clases. ¿Por qué? Porque lo que venía pensando hasta ahora podía ser enfocado como una cuestión de historia de la intelectualidad, que quizá podríamos llamar también de la vanguardia. Pero de una vanguardia que había dejado de ser tal por la derrota que la obligó a dispersarse. Ahora lo que me interesa situar es la lucha de clases. Seré rápido, tengo un borrador, casi un esquema. Discúlpenme si peco de demasiado cuadrado. A partir de lo que comentaba Ivana sobre el las movilizaciones de Brasil en 2013, salieron los dos espejos argentinos, 2008 y 2001. En 2008 la sociedad argentina vivió un altísimo momento de movilización que tenía como disparador el intento del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner de hacer un movimiento en el esquema de las retenciones a la exportación de la producción agropecuaria. Desde el Ministerio de Economía se lo diagrama y produce una movilización de las organizaciones del campo –patronales, así decíamos nosotros– pero en verdad se trataba de una movilización que fue mucho más amplia que eso. Logró concitar el apoyo amplísimo de capas medias urbanas, de pequeñas ciudades del interior, que se movilizaron en solidaridad con la Sociedad Rural y la Federación Agraria, los dos extremos de las organizaciones del campo. Sociedad Rural que nació antes que el estado, en 1866. Y la Federación Agraria que es centenaria. Clases altas y medias se movilizan activamente y con enorme fervor -odio fervoroso-, haciendo declaraciones que estaban, hasta ese momento, bastante ocultas, inhibidas. Reivindicaciones de la dictadura, de los genocidas, que hasta ese entonces sólo se animaba a hacer grupos recalcitrantes; de repente, ciudadanos de clase media que parecían inofensivos, con desparpajo comparaban al kirchnerismo con Venezuela y con Cuba. Jamás al kirchnerismo se le había pasado por la cabeza que tenía algo de revolucionario, sin embargo a esta gente sí, entonces dice: ‘Cuba’, ‘Venezuela’, ‘confiscaciones’, ‘montoneros’.

Fueron cuatro meses de enorme movilizaciones, de marzo a julio, con períodos breves de tregua. Falta decir que, por supuesto, también hubo movilizaciones del lado del kirchnerismo, básicamente de sindicatos, intendencias del conurbano y una parte de la clase media que tenía alguna relación con los 70. En Buenos Aires conocíamos a la Tupac Amaru de Jujuy, a Milagro Sala, sólo por las noticias esporádicas de los diarios. En esos días una delegación baja hasta la ‘gran ciudad’ a solidarizarse con el gobierno de Cristina. Muchas mujeres encolumnadas, con disciplina. Cuentan los metrodelegados, el sindicato combativo de los trabajadores de los subterráneos, que tenían pensado lanzar un plan de lucha por esos días y lo levantan cuando ven quiénes son los que se oponen al gobierno. Elisa Carrió, que es una política argentina, si se quiere, del riñón del viejo macizo conservador progresista argentino — porque lo particular de nuestro conservadurismo es que se define a sí mismo como progresista-, meses antes del conflicto por las retenciones hace una declaración que resume bastante bien el sentido de lo que quieren protagonizar en 2008. Lo dice a propósito del triunfo de Cristina en las elecciones de octubre de 2007: ‘Las clases medias y altas tienen que ser la fuerza de rescate de los sectores más pobres dominados por el clientelismo y la miseria.’ O sea, antes de que el kirchnerismo hablara en términos de clase, aunque en verdad nunca se va a sentir a gusto en esa lengua, es el enemigo –me convence más llamarlo así que adversario, pero incomoda de todas formas- quien lee lo que ocurre en clave de clases. Una misión salvífica, de raíz quizás sarmientina, que tienen las clases medias y altas sobre estos pobres dominados por el clientelismo.

Ahora bien, una de las particularidades de las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 es que ese alzamiento se imaginó a sí mismo policlasista o, mejor, postclasista. Por ahí comparte esto con el 2013 brasilero. En tanto el enemigo era la política -por eso la consigna ‘que se vayan todos’ es la más relevante-, la sociedad en una renovación del mito rousseauniano se unía finalmente contra ese mal que era externo a ella y quedaba condensado en los políticos. Incluso se cantó contra la CGT que, se entiende, nada tuvo que ver en esas jornadas de importante movilización. Otra de las consignas que más se agitó entre los grupos que activaron durante esos días que también fueron de asambleas fue ‘piquetes y cacerolas, la lucha es una sola’. El piquete, los trabajadores desocupados; las cacerolas, principal pero no únicamente los ahorristas de clase media enfurecidos por el corralito, también en protesta por el estado de sitio. Me interesa pensar que en el 2008 eso que se había mostrado postclasista en 2001 se parte y se revela de otra forma. Incluso se movilizan masas muy similares, pero ya unas en contra de otras.

La posición postclasista de 2001 estaba rodeada de signos que indicaban otra cosa. De hecho, viene a interrumpir la soledad de la ya prolongada movilización piquetera que desde el año ’96 se venía desplegando. Hacia adelante, la masacre del Puente Pueyrredón, el 26 de junio de 2002, quiso poner a prueba nuevamente ese frágil frente social, aislando y golpeando sobre los movimientos más radicalizados que son también los que tienen relación con los “abandonados” de la década del neoliberalismo. Ese día una movilización de trabajadores desocupados es duramente reprimida y dos muchachos, Maximilianto Kostecki y Darío Santillán, son asesinados por la policía que tenía orden de darle un carácter aleccionador a la represión. Uno de ellos, Santillán, era lo que tiempo atrás y después también se volvió a llamar un ‘cuadro’ de estas organizaciones, y los registros indican que se sabía a quién se estaba matando. A la vez, en esa circunstancia la organización piquetera estaba dispuesta a pelear, reclamando planes sociales y paliativos al Estado en medio de la crisis. No eran los black blocks para nada, no tenían una estética tan particular como la que vos planteás, Ivana. Pero iban con palos, picos, en formación, con la decisión de ingresar a la ciudad desde el conurbano bonaerense, el territorio donde la crisis más golpeaba. Están solos y por un momento parece que toda la construcción ‘piquete y cacerolas’ tambalea, cosa que es y no es así. Porque, como dijo Alejandro, la sociedad argentina estaba altamente sensibilizada ante las muertes. Luego de la dictadura y por efecto del Nunca Más, que quiere indicar un límite que no se puede traspasar. En diciembre de 2001, traspasarlo le costó la presidencia a De la Rúa; luego de la masacre del Puente Pueyrredón, el presidente Duhalde entiende que no tiene futuro político. El diario Clarín, que hace una una cobertura fotográfica interesantísima, sin embargo titula su edición del día siguiente ‘La crisis causó dos nuevas muertes’. Cuando las fotografías mostraban es que la policía había matado a quemarropa a estos dos militantes. Hay un documental fundamental al respecto. Ahora, de lo que se habla por esos días en los grandes diarios es de que la clase media no soporta más a los piqueteros. Hay un informe bien significativo en Clarín sobre los piqueteros, en septiembre de 2002, donde el tema es ése. Desde ya, registra un humor social pero a la par quiere crearlo. Planteo entonces que la posición postclasista se empieza a romper ahí mismo. La tan zarandeada grieta o el odio que parecen un invento del kirchnerismo, los diarios respetables lo empiezan a agitar en esa coyuntura, como un odio social que desplaza o compite con el rechazo a los políticos. Cito a un columnista de La Nación, el viejo diario argentino creado al final de la guerra del Paraguay por Bartolomé Mitre. Se llama Carlos Pagni y vivió un momento de estrellato en el periodismo de agitación de derecha, en los tres años previos al 2015, con chispas de inteligencia y la gravedad de clase de ese diario. Un amigo suyo, con quien compartía la conducción de un programa político en la televisión de cable, también un columnista de La Nación, hoy es el Ministro de Hacienda de la Argentina, Nicolás Dujovne. Pagni en una entrevista de 2013 dice: ‘Yo creo que en el 2001 la sociedad se volvió loca. Salió de su casa a llevarse a todos puestos. Yo iba a cenar con políticos que te citaban a las dos de la mañana a comer entre brasileños. Ese es el estado que explica lo que vino después. La dirigencia argentina, donde pongo a los políticos, a los empresarios, a los medios, a los sindicalistas, a los líderes religiosos, a todos, quedó atemorizada por ese fenómeno.’ Vale pensar la relación entre una revolución y el momento en que una sociedad se vuelve loca, y en su locura atemoriza a la ‘dirigencia’.

Raúl Fradkin, un historiador dedicado a estudiar a las clases populares del principio del siglo XIX, ha escrito uno de los textos insoslayables sobre diciembre de 2001, Cosecharás tu siembra.[1] Cuenta que el 19 de diciembre, cuando en su casa, con su mujer que es profesora en escuelas secundarias en el conurbano, escuchan los cacerolazos, piensan en Chile, en el golpe del 73. Supone que esa gente de clase media en distintos grados de bancarrota lo que quiere es represión, contra los saqueos, contra la inseguridad y los atentados a la propiedad privada. Su mujer no puede dejar de pensar en sus alumnos, que seguro fueron parte de los saqueos y de lo que les espera, la represión. Quiero decir, finalmente el sentido de esa escena era otro, pero fue tan excepcional que sobrevoló la posibilidad de que se tratara de esto también. En ese momento Fradkin empieza a escribir el libro. Allí sugiere que los saqueos ante todos son motines, motines de hambre que se pueden filiar con prácticas populares ante las crisis propias de las sociedades barrocas, al filo del capitalismo. Cuando ni el mercado ni el Estado pueden garantizar condiciones de reproducción mínima de la vida, se produce esto. A la vez, Fradkin pone la pregunta sobre la lucha de clases en esa situación. No para hablar del cacerolazo, tampoco de los duros enfrentamientos en la Plaza de Mayo del 20 de diciembre, sino para hablar de lo que pasó en esos saqueos que fue lo que rápido se pretendió dejar de lado. Contra la imagen que construyó la televisión de que los saqueos fueron una guerra de todos contra todos, donde el supermercadista coreano lloraba frente a las cámaras una y otra vez, porque había sido asaltado por las multitudes desvergonzadas, peronistas etc y etc. (peronistas no, metí la palabra equivocada. Porque en esos días a nadie se le pasó por la cabeza cantar la marchita ni nada por el estilo); contra esa imagen, él coloca otra, la de las manifestaciones de desposeídos más o menos organizados que desde los primeros días del mes de diciembre rodean a los supermercados de las grandes cadenas en Rosario, Mendoza, en el Gran Buenos Aires, para pedir comida, con la amenaza de que si no la reciben por las buenas la tomaran a la fuerza. Algo de esto ocurre pero esas cadenas tiene capacidad de resistir armándose y reforzando mucho a la seguridad privada. Se pregunta Fradkin si no es esto una escena de lucha de clases en la que se ponen frente a frente algunos de los que más ganaron con el neoliberalismo y quienes más perdieron.

Es ante esta situación, en este tablero, que el gobierno de emergencia de Duhalde se ve obligado -¿por la lucha de clases?- a poner las retención a las exportaciones agropecuarias. Representante del peronismo conservador, sin ningún interés por los derechos humanos y enemistado desde siempre con los años 70 y sus promesas revolucionarias, toma este camino porque quiere garantizar condiciones de gobernabilidad. Es cierto, primero Duhalde devalúa la moneda, lo que es ventajoso para el campo, pero las retenciones provocan el pataleo de las grandes corporaciones. De hecho, Duhalde no puede asistir al evento casi de rigor para todo presidente argentino que es la inauguración de la exposición de la Sociedad Rural, donde obviamente estuvo Macri en 2016. Duhalde no puede ir en el 2002, siendo un peronista conservador. Quien va es su Ministro de Agricultura y lo chiflan durante todo el discurso. Ahora bien, protestan pero son impotentes en su rechazo. ¿Por qué? Porque lo que domina es el temor ante esa sociedad que, como dice Pagni, se volvió loca.

Si el 2001 queda tomado por las cacerolas es solamente un fenómeno de ahorristas indignados que evidentemente estaba destinado a girar hacia la derecha, y nada tuvo que ver con lo que vino después, con el kirchnerismo. Más bien explicaría al macrismo. Pero el 2001 también era lucha social en ascenso, ganando en extensión desde 1996 con los primeros piquetes. El menemismo atiende a esos levantamientos con los planes que provienen de deuda que se toma, del financiamiento internacional. Mariano Pacheco, quien fue referente del Movimiento de Trabajadores Desocupados de Almirante Brown, señala que para estas organizaciones el momento de la Alianza y el gobierno de De la Rúa fue fundamental, porque al carecer de estructura política y buscar competir con el P.J., le dan a ellos el manejo de los planes.[2] Duhalde, y esto es parte de lo que está en juego en los meses que rodean a la masacre del Puente Pueyrredón, pone a los planes nuevamente en la órbita del P.J. y con un control más firme de un Estado que, no obstante, está desguasado. Pero, a la par, los extiende mucho más, es más ambiciosa su política en este sentido y sobre todo gracias a las retenciones, porque a la Argentina nadie le da crédito en ese momento. Incluso el CELS, uno de los principales organismos en la lucha por los derechos humanos en la Argentina, en esa coyuntura reconoce que el Plan Jefas y Jefes de Hogar, así se llamó, implica un avance en una política de derechos. Pero, insisto, recuperando una centralidad el Estado que había perdido. Maristella Svampa, una socióloga que no gusta nada del kirchnerismo, en un trabajo del 2003, con agregados en la edición del 2004, acepta casi resignadamente que la mayor parte de esa masa social que sigue a los MTD busca lo nacional-popular, reintegrarse al peronismo y a su imaginario, que el estado nuevamente los proteja. [3] A contrapelo de lo que pretendía la izquierda y el autonomismo. Ahora, se me ocurre que otra cuestión a pensar es qué hizo el kirchnerismo con esos movimientos sociales que, aclaremos, antes de que llegue al gobierno habían entrado en una fase que ya no era de ascenso. Sólo en algún sentido se podría decir que los desmovilizó, no con represión sino fortaleciendo cooperativas de trabajo, alentando la inserción laboral, también ampliando el consumo. O con militancias que se entrelazaron con Frente para la Victoria y con el Partido Justicialista. En lo que propone Maristella Svampa la idea de cooptación sobrevuela. Pero también el reconocimiento de que la base de esos movimientos latía el anhelo de ser reintegrados a la sociedad.

Al kirchnerismo se le presenta un problema enorme en el 2008 cuando se ve necesitado de movilizar, para contrarrestar la ofensiva de las clases dominantes que en ese entonces sí logran la adhesión de importantes sectores medios. Porque las multitudes que a adhieren a su política ya no no producen el mismo temor que en 2001. ¿Quién produce miedo a quién? Después de las jornadas de diciembre de 2001 se empieza a decir que recién ahí terminó la dictadura. O cuando Néstor Kirchner baja los cuadros de los dictadores en el Colegio Militar, el 24 de marzo de 2004. O sea, nos sacamos de encima un miedo. Al mismo tiempo habían sido otros los que se atemorizaron, por el movimiento social, por el que se vayan todos, por la descomposición. Pero quedaría esto incompleto si no advirtiera que, luego del 2008 y el revés que estuvo a punto de terminar con todo esto antes de nacer, se produjo otra multitud que adhirió intensamente al kirchnerismo y es la que Jens detecta en su artículo cuando se detiene en la movilización del 9 de diciembre de 2015. Se podría añadir que se evidenció entre los festejos del Bicentenario y la muerte de Kirchner.

Termino completando las palabras que citaba de Carlos Pagni. Ante el temor, la dirigencia argentina ‘decidió darle a la gente una gran fiesta de consumo por diez años. Y al que nos dio esa fiesta lo consagramos Edipo Rey.’ Me interesa especialmente porque es lo que discutíamos ayer, el consumo y su genealogía política. Por eso el tema es la lucha de clases y el consumo, es decir, entenderlo al interior de una tensión y de una intensificación de la lucha de clases. También con esos límites. No para eludir lo problemático que tiene la idea del ciudadano consumidor, conjugado en términos estrictamente individuales. Pero sí para darle la problematicidad que históricamente tiene, cuando se liga a una situación de lucha de clases.

Discusión

Alejandro Kaufman: La cita que habías hecho de Fradkin es muy interesante para recorrer varias cosas que estamos discutiendo. Los motines de hambre que dice Fradkin. Es interesante como intento de asimilar una secuencia histórica… Pero ahí hay una clave, porque el hambre no es lo mismo que el consumo. El hambre pertenece a esa época previa del consumo que se satisface con pan. ¿Vieron cuando se producen saqueos y la gente se lleva cosas que no correspondería? Entre comillas. Porque no son motines de hambre. En el motín de hambre, la gente se satisface con pan. Y el pan se puede fabricar en su propia casa. Ahora el pan es un producto. Es decir, el consumo es un régimen de organización de la necesidad. Entonces, en cierto modo cuando Pagni dice eso, hace lo mismo que Fradkin, pero al revés, desde el otro lado. Quieren asimilar las multitudes al estado en el que estaban en un momento previo.

Pero lo que hace Chiche Duhalde, la mujer de Duhalde, que es una organizadora social o lo que hace un miembro del PRO que se llama Manes, es calcular con cuántos centavos se podría mantener con vida a los pobres. En la crisis del 2001, Chiche Duhalde calculó que era un número decimal, 0,02 o algo así de soja. Estaban pensando en diseñar un producto hecho con soja que mantendría con vida a los pobres. Y ahora hay un médico de neurociencia que es un nuevo candidato político de la derecha, que habla de cómo mantener funcionando el cerebro de los pobres en condiciones de indigencia, que es la misma idea.

Entonces el hambre ya no es lo que impulsa a alguien a satisfacer una necesidad, sino que es una caracterización técnica y política del cuerpo, de las personas, del cerebro o de su metabolismo, que se resuelve técnicamente. Pero es interesante que Fradkin por izquierda y Pagni por derecha retoman ese lenguaje del pasado. La dificultad de caracterizar la idea del consumo, le estamos dando vueltas todo el tiempo. Es un comentario para ver cómo lo ves.

Jens Andermann: Me parece interesante la constelación que propusiste entre el texto que estás escribiendo vos, no tanto sobre el kirchnerismo sino sobre su complicada relación con lo que hablabas ahora –digamos, la posdictadura, vos no la llamás así, pero el momento de los 80 y los 90, de descomposición, de algo que ya no se puede autoconcebir en esa clave épica de lucha por un alto ideal– con ese otro libro de Silvia Schwarzböck, Los espantos. [4] Que me pareció interesante porque lee casi el mismo, digamos, itinerario de objetos, de textos producidos en los últimos diez, quince años, pero en clave, ahí sí, de posdictadura.

Y ahi me interesó la categoría que ella propone de ‘no verdad’. O sea, la lucha de los 60, 70 era una lucha absoluta por la verdad; por lo tanto, se luchaba por hacer la revolución e imponer la ‘vida verdadera’. Una vida en la que las relaciones sociales falsas que regían en la sociedad finalmente serían revertidas. Ahora, lo que ella llama ‘la no verdad’ sería el régimen de producción de subjetividades posdictatoriales, donde todo el mundo sabe que la, entre comillas, competencia democrática ya no se hace por eso. No se lucha más por estar en la verdad, sino aceptando ese régimen de necesidad, podríamos decir. Ahí se trata de ‘hacer lo mejor que se pueda’. Y en cierto modo, el kirchnerismo, hasta ese momento ‘épico’ en el que se le arma el quilombo del 2008, se concibió un poco en esos términos, parchando, sobre la marcha, aquello que se le presentaba como lo más urgente. Mejorar el régimen de planes sociales, después, rearmar una especie de desarrollismo con tecnología, ciencia, todo eso. Pero un poco improvisando. Entonces, ahí lo que es interesante, que veníamos hablando ayer, es lo anacrónico. Gobiernos a los que se les cuela todo el tiempo algo que pareciera remitir a otra época pero que no deja de brotar por los intersticios de esa ‘no verdad’.

Pero, por otro lado, hay algo que quiero agregar a esto de Sílvia en relación a un texto que leí recientemente de Isabelle Stengers y que se llama En tiempos de catástrofes. [5] Más bien pensando en la cuestión de vivir en una época donde ya sabemos que el cambio climático es real. Vivimos en un mundo en que la idea de que la tasa de crecimiento determina el éxito o el fracaso de un gobierno es una ficción porque no existe más eso que pueda crecer ad infinitum. Sabemos eso, y sin embargo, seguimos apostando a un neo-desarrollismo, tanto en Brasil como en la Argentina. Entonces, si las figuras de Cristina o de Dilma encarnan una especie de anacronismo hacia atrás, porque todo el tiempo la épica revolucionaria del pasado vuelve a aparecer en su discurso, también lo son hacia adelante. Porque ahí sí hay una ‘verdad’ inapelable de que en cincuenta, cien años, la cosa ya se habrá vuelto irreversible. Un nuevo horizonte ontológico que reemplaza un poco al horizonte ontológico de cierto marxismo que pensaba que ni siquiera hacía falta hacer la revolución porque la marcha de la historia misma iba a encargarse de ello.

Javier Trímboli: Para mí también el libro de Silvia Schwarzböck, Los espantos, es un libro notable, sobre todo, por cómo reintroduce esta idea de la ‘vida verdadera’, como si nos recordara algo que siempre supimos pero habíamos olvidado. Ahora, el desafío que me genera ese libro es que se saltea casi enteramente al peronismo y al kirchnerismo, que queda indiferenciado dentro de todo eso que es una vida no verdadera. Silvia Schwarzböck es titular de la Cátedra de Estética de la Facultad de Filosofía y Letras, ganó un concurso hace poco tiempo, y, en contra de toda comodidad, escribe un libro radical, extremo en lo que propone, en los riesgos, incluso en la manera en que está montado, a veces con huecos en la argumentación que podrían ser vistos como faltas o caprichos pero son otra cosa. Me tocó presentar el libro en julio del año pasado y, por lo que me estaba dando vueltas en la cabeza y tiene bastante que ver con lo que acabo de proponer, me interesó llevar una cita de ¿Quién mató a Rosendo? de Rodolfo Walsh, uno de esos libros que es parte central del anhelo revolucionario de ‘vida verdadera’ de fines de los años sesenta. [6] Además, también en línea con lo de Silvia, en tanto vida con el pueblo, pues ¿Quién mató a Rosendo? primero fue una serie de notas en el periódico de la CGT de los Argentinos. Se podría decir que, además de una denuncia, es un retrato de la clase obrera que protagoniza la Resistencia, luego sufre una momentánea derrota, toma conciencia y se radicaliza hacia la segunda mitad de los sesenta rompiendo con la burocracia sindical. Todo narrado a través de los hermanos Villaflor y con el papel clave de otro obrero, de Domingo Blajaquis. En el momento del velorio de uno de estos trabajadores que ha sido asesinado, uno de sus compañeros lo saluda diciendo ‘Durar, dura el borrego. Vivir, vive el militante revolucionario’.

La duración como una mera sobrevida, la vida revolucionaria como la única verdadera. Me interesa la conversación con Silvia a partir de un enunciado como éste. Quiero decir, la sentencia es maravillosa en boca de un obrero revolucionario que, además, luego será un desaparecido, pero también injusta. Quiero decir, injusta con los que finalmente sobrevivieron -duraron-, y con todos aquellos que vinimos después de esa ‘vida verdadera’, que apenas la entrevimos por lo que leímos o nos contaron, que entonces nunca nos perteneció ni siquiera como posibilidad. Condenados a la gris y tonta vida del borrego, a la duración, a su no ‘verdad’, a la necesidad de mediaciones, representaciones, al cuidado con las palabras, a ahogar los impulsos de violencia.

En un pasaje de la entrevista que le hacen a Alejandro en la revista de la Biblioteca Nacional dice algo así como que el kirchnerismo atrajo sobrevivientes que venían como zombies de otra época. Algunos de esos que habían querido tener una ‘vida verdadera’ en los 60 y 70 o, sino, que en los 80 habíamos querido tener la vida de quienes habían buscado alcanzar la ‘vida verdadera’ en ese tiempo tremendo que había quedado atrás y que apenas entendíamos. Aunque de otra forma también agregaría a referentes de los movimientos sociales de trabajadores desocupados, que en la segunda mitad de los noventa imaginan que están protagonizando apuestas políticas que, si no son de revolución, se miran en el espejo zapatista y que, con el asesinato de Kostecki y Santillán, se pegan un flor de palazo.

Entonces, el kirchnerismo como fenómeno de sobrevivientes. Sólo en parte, es cierto, sobrevivientes que en un momento se olvidaron de pensar en la vida verdadera y en la revolución. Y probablemente ese haya sido el momento más lindo e interesante, el que posibilitó todo lo que se hizo. Evidentemente, esta perspectiva sobre el libro de Silvia tiene que ver con que soy historiador, que me fascinan los tramos grises de la historia, en penumbras y sin muchas expectativas, cargados con derrotas. Entender lo otro de la ‘vida verdadera’ no como simple ‘vida de derecha’, como fatal subyugación al sistema, sino como un territorio en el se ensayan otras formas de política, resistencias, la búsqueda de mejores condiciones de vida, etc..

Bueno, el peronismo tiene mucho de esto, ni ‘vida verdadera’ ni ‘vida de derecha’ o, con una modulación algo distinta, vida burguesa. Entiendo que es clave cómo se evalúa la derrota del ’76 y, por lo tanto, la posición que se toma luego de esa evaluación. Pensando, además, que los 70 y entonces también la derrota no fue asunto tan sólo de quienes tomaron las armas. Fue mucho más que eso, tanto en términos de militancias nacional populares y revolucionarias como en términos de alzamiento social. Se suele decir, para desacreditarlos, que Néstor y Cristina fueron militantes menores, pero estuvo lleno de militantes menores, que a la vez no fueron por el camino de las armas, que cuando la represión arrecia se escabullen para dedicarse a otra cosa. Momento que puede ser más o menos largo por cierto. Seguía hace unos días la biografía de uno de esos dirigentes kirchneristas tan escarnecidos: el tipo era un militante de la juventud peronista universitaria que nunca se decidió del todo por Montoneros; en el ’76 podríamos decir que ‘borra sus huellas’ y empieza a trabajar en una ferretería a la que se dedica hasta el ’82; con la crisis posterior a la derrota en Malvinas reaparece y se pone una Unidad Básica alineada con Intransigencia y Movilización Peronista, que reúne a los restos del peronismo más radicalizado de los setenta pero con el liderazgo de Saadi, el caudillo catamarqueño, todo mezcladísimo… La vida no verdadera conduce a lo confuso. Te obliga a transacciones, a actuar con muchos límites. También a desarrollar enorme creatividad para poder intervenir, porque ya no lo hacés plenamente, sino que son movimientos del débil que se sabe en tal condición, que incluso percibe que nunca podrá ganar. Toda esta situación que nos envolvió, quizás que nunca dejó de envolvernos, me parece atendible, bien interesante. Traigo estas dos palabras -revolución y lucha de clases-, porque durante el kirchnerismo nos olvidamos de ellas. El libro de Silvia Schwarzböck nos tira en la cara la ‘vida verdadera’, que las incluye, cuestión que habíamos postergado. En algún sentido el compromiso con la acción nos obligaba a hacer eso, a asumir una vida de Estado. También con la impresión de que eso otro no tenía solución.

En cuanto al asunto de los ‘motines de hambre’, en verdad lo que más me interesa es lo otro, que Fradkin reintroduzca la pregunta por lucha de clases. Así y todo, decir ‘motines de hambre’ en 2002, cuando ese fue el momento bastardo de la jornada finalmente cívica y porteña, de la noche del 19; decir ‘motines’ es una forma de desplazar la interpretación delincuencial o de pura digitación de punteros del conurbano y, a la par, una forma de señalar lo anacrónico en ese arranque del siglo XXI, la irrupción de un tiempo casi preestatal, precapitalista. Cuando a los tres meses Duhalde ponga las retenciones, la palabra que sobrevuela a la situación, salida de la Sociedad Rural, de La Nación y de la opinión respetable, es ‘confiscaciones’ como si se tratara de otra forma de saqueo, ahora como política estatal. El campo había desconocido todo esto durante los años del neoliberalismo, de Menem y de De la Rúa en el gobierno, suponiendo que no volvería nunca más algo así. Durante esos años se renueva tecnológicamente, arranca la producción de soja y entran los pools de siembra. Al devaluar el peso es cierto que Duhalde los favorece, o sea, no sólo les tira tierra encima, pero todavía los precios no están en alza. Las primeras medidas de Macri apunta a esto mismo: junto con desarticular por completo la llamada ley de Medios y castigar con el encarcelamiento a Milagro Sala, retrocediendo con alevosía en la política de derechos humanos o, mejor, colocándola en el standar norteamericano, con Obama que viene a Argentina a convalidar todo el 24 de marzo de 2016; junto con esto, eliminar las retenciones, parcialmente pero en un esquema progresivo que promete hacerlo por completo en el futuro cercano. Así, el acto de inauguración de la Rural en 2016 fue un acto casi partidario, en su casa estuvo Macri.

Sumo algo más en relación con lo que planteaba Jens. La misma política reparadora del kirchnerismo, antes del momento ‘épico’ del 2008 que es revelador de un país que no había cambiado tanto como se suponía, concitó un odio contra él que se manifestaba en silencio, quizás algo inhibido, pero que no dejó de alimentarse por un día. Y que se pondrá ante los ojos de todos en 2008. Bajar los cuadros de los dictadores en el Colegio Militar, reiniciar los juicios, incluso nutrir a las escuelas de materiales de condena explícita del terrorismo de Estado y, a la vez, de revalorización de las luchas sociales y políticas que tuvieron lugar en la Argentina entre el 55 y el 76: para el macizo conservador -liberal argentino todo eso es imperdonable, le recuerda su verdadera identidad. Incluso el Canal Encuentro, aún con lo blandito y demasiado limpio, es un desafío. Porque el kirchnerismo no fue sin más la reconstrucción del Estado argentino, sino que fue su desvío, una de las torsiones mayores que se produjo sobre él, sólo comparable con el momento plebeyo del peronismo clásico. El Estado nacional estuvo de manera sostenida entramado con los intereses y las perspectivas de ese macizo al que hacía referencia, de las clases dominantes que desde ya logran influir mucho más allá de sus estrechos límites. El kirchnerismo ocupó a ese Estado y, además de cierta osadía, colaboró que estuviera demolido en 2001, desguasado como se decía, sin consistencia. Los editorialistas de la derecha a veces disparan diciendo que el el kirchnerismo no produjo Estado. Y, si tenemos en cuenta lo que efectivamente fue entre nostros, puede que tengan algor de razón, produjo otra cosa con él. Lo más interesante: no intervino como una terceridad por encima, en busca de una armonía, sino que intensificó la tensión con ese macizo conservador-liberal, de alguna manera entonces, también la lucha de clases.

De acuerdo, Alejandro, en cuanto a lo que decís de Pagni. Se rasgan las vestiduras por el hambre, pero odian la fiesta de consumo. El kirchnerismo dio esa fiesta que hay que entender, no dejar de evaluar, en todo su significado, pero fue posible por el sustazo de la ‘dirigencia’ argentina. Los trabajadores de los subtes de Buenos Aires, privatizados a mediados de los noventa, venían más que postrados y según cuenta uno de sus delegados que encabezó una de las experiencias más interesantes de lucha y a la par antiburocrática de estos años, logran pasearse por los pasillos de la Legislatura en 2002 y ser escuchados porque los legisladores tienen un cagazo bárbaro. Lograron que la jornada laboral fuera de 6 horas y que la modernización de la formaciones no conlleve al despido de ni un laburante. Una fiesta para clases populares que venían de pasarla mal sostenidamente. El secretario general de SMATA contaba que obtuvieron que las empresas pongan servicios de colectivos que lleven a los trabajadores hasta las plantas; pero no, el estacionamiento está lleno de autos, algunas cuatro por cuatro incluso, porque los laburantes que lograron comprarse uno y mantenerlo, que no se les caiga a cachos, prefieren llegar a la fábrica en él. En otro plano pero algo no muy distinto podríamos decir de quienes estábamos en los márgenes de las instituciones académicas, siempre a disgusto y peleando por un peso, y fuimos convocados a trabajar desde el Estado. También se nos dio la oportunidad de consumir. El tema es cuando quedamos o uno queda capturado por esa subjetividad, pero esa multitud que se manifiesta el 9 de diciembre de 2015, de manera única en la historia de Argentina, ya que era inconcebible que se saludara así a un presidente que acababa su mandato –una multitud, como recoge Jens, mucho más masiva que la que el día siguiente recibió a Macri–, también se había beneficiado por el consumo, pero a la vez también estaba capturada por otra subjetividad que no solamente era consumidora. Que tenía que ver con el compromiso social, la militancia, la soberanía… todas palabras viejas. Quizás mayoritariamente de clase media, de una clase media recuperada y de una nueva. Sin sindicatos, gran problema. ¿Cuánto de los anhelos de la Plaza de Mayo del 25 de mayo de 1973 se volvieron a conjugar ese día? No sé… Sí que había un exceso en relación con el consumo. Con el peronismo pasó muy parecido. Desde 1951 hay crisis económica, se come pan negro, hay desabastecimiento e incluso empieza la preocupación por la baja de la productividad. Cuenta Halperin Donghi que los opositores suponían entonces que no faltaba mucho para cayera en desgracia Perón y su gobierno, porque sólo las dádivas de consumo sostenían la adhesión popular. Pero el problema es que no caía, que la adhesión incluso en las urnas se hacía más masiva. Desesperados apuran el golpe de Estado. ¿Cómo puede ser? Había algo más que subjetividad consumidora o que racionalidad económica, como también lo hubo en el kirchnerismo y hoy, entre paréntesis, lo hay en el macrismo que no se explica en la adhesión que suscita por los indicadores económicos.

Ticio Escobar: Habría que considerar también la ‘no verdad’ que plantea Silvia desde el punto de vista estético, de la negatividad adorniana, como ella plantea. Y ver entonces ese modo de la ‘no verdad’ de estar más allá del concepto. Que permite que, en ese caso, durante el kirchnerismo no se hable de revolución. O sea, que se está más allá del concepto de revolución. Y también, por otro lado, esa posibilidad de que el consumo sea más que el concepto de consumo o que la revolución sea más que el concepto de revolución, y que presente esos intersticios de los que hablaba Jens, de su no verdad completa o cerrada que admite su otro. Y que muchas veces permite esa imagen que me pareció preciosa, de la sociedad que enloquece. Esa locura tiene que ver mucho con la figura shakespeareana del tiempo que se desquicia. Ese desquicio tan citado que permite una serie de emergencias, una serie de reacomodos y que es imposible plantear como verdad en ese momento, porque está fuera de sí, está desquiciado. Entonces no puede ser aprehendido conceptualmente ni teorizado porque hay una emergencia, ya sea un pasado que retorna o una promesa, ya sea revolucionaria, emancipatoria, conservadora, lo que fuere, que invade el tiempo presente. Se produce un desquicio. Y esos son los momentos de no verdad. La verdad no checa con la posibilidad de que se manifieste una coincidencia entre el concepto y su objeto. Entonces, a mí me parece muy interesante ese abordaje, porque la negatividad adorniana trabaja justamente sobre esa posibilidad de un desquicio que deja de lado la completud metafísica. Quizás lo que sería ontológico en los acontecimientos, de algo que no se completa, que se asoma a un abismo, que no está terminado. Y que puede aventurarse en muchas verdades sobre eso pero no, la verdad.

Ivana Bentes: Volveré a la discusión de la lucha de clases. Porque eso es algo que fue muy discutido últimamente, incluso en relación a los límites del Partido dos Trabalhadores en Brasil. Hubo una dificultad muy grande para el PT, en Brasil, de entender cuáles son los nuevos trabajadores del mundo contemporáneo, un gran desfasaje en relación a eso. Porque, ¿quiénes son hoy los trabajadores de un ‘Partido dos Trabalhadores’ urbano? Ya no son los que vienen de la fábrica, del fordismo, de la línea de ensamblaje; pero la idea de la lucha de clases aún trabaja mucho con la sobredeterminación económica de clases muy definidas. Solo que, hoy en día, las clases enloquecieron: hay grupos provenientes de determinados clases sociales que se identifican con el imaginario de otros grupos. Esa movilidad es un problema hoy, como en el caso de los saqueos — por ejemplo, ha habido una huelga de la policía en Espírito Santo. Y los saqueos que hubo no eran saqueos de comida, eran saqueos de las tiendas de iPhones, computadoras, o sea: los deseos cambiaron. Me parece que esa es una discusión importante. Tenemos que pensar si la ideas de sobredeterminación de clases no han alcanzado un límite. Toda la discusión que fue desarrollada desde el Mayo Francés — Foucault, Deleuze: claro que es importante la cuestión económica, pero ¿hasta qué punto ella da cuenta de esos deseos desterritorializados que están más allá de la sobredeterminación económica? Porque, sino seguimos siendo tan fordistas como, por ejemplo, la Presidenta Dilma en Brasil. Ahí, todo el ideario del PT estuvo basado en la discusión en torno a la redistribución de la plusvalía y a la cuestión económica. La redistribución de la plusvalía y la salida de esos sectores de la miseria y del hambre hacia cierto confort económico por sí solas, y por el origen de clase de esos trabajadores, iban a generar una relación de identificación con el PT. No fue lo que aconteció en Brasil: en el momento en que esos sectores salieron de su grupo social hacia otro, cambiaron también de ideario y de deseos. Entonces, ¿cómo la cuestión de la lucha de clases puede seguir dando cuenta de esas movilidades, de esos deslocamientos de deseos? Si pensamos en quién es hoy ese nuevo trabajador urbano, vemos que son autónomos, son personas que nunca tuvieron una relación de trabajo clásica, fordista. Ese es un gran desafío para la izquierda contemporánea.

Mariana Castro: Yo no voy a hacer un análisis muy … nada, soy simplemente una maestra, y me tocó trabajar en Argentina en el momento de los saqueos. La escuela donde yo trabajaba estaba en medio de una villa miseria, y al lado había una gran montaña donde todos los supermercados vaciaban todas las noches toda la mercadería que no servía. Obviamente, desgraciadamente, la mayoría de los chicos que concurrían a la escuela, donde les hacían el desayuno con un pedazo de pan y algo de agua caliente que simulaba un mate cocido, en la noche trataban de comer de eso que había allí. Unos años después –en el medio me casé, me vine para acá– en pleno gobierno kirchnerista, en una marcha de un 24 de marzo, me encontré con un compañera. Entonces, hablando, charlando, que qué suerte, qué bueno que eso acá está fortaleciéndose, que todos los grupos, cómo se están rearmando, me dice: eso es una revolución, compañera. Porque ese chico, ¿te acordás de él? ¿qué se desmayaba? Bueno, ese chico está militando, tuvo la madre la suerte de encontrar un grupo que le ayudó a poner la denuncia al padre que la golpeaba desde los quince años, lograron salir de la situación de emergencia en la que estaban y tienen una red de contención que antes no tenían. Bueno, si esto no es una revolución, ¿qué es? Para mucha gente que no era clase media, esto fue una revolución, el kirchnerismo. Por ahí es como decía Chávez, que la revolución no es una revolución sino que se va reinventando en cada lugar de acuerdo a sus características. Para mí, en muchos de sus aspectos, sí fue una gran revolución el kirchnerismo.

Alejandro Kaufman: Ahí hay algunos temas, atravesándonos, y es dificil asirlos. Juntando varias cosas que estuvimos diciendo: el concepto de revolución es un concepto que estaba articulado con el de crecimiento. En Marx es así: la revolución se hace posible gracias al crecimiento, y la burguesía trababa el crecimiento. Esas son cosas que han caducado completamente. Como el tema del consumo, que aparece en la década del sesenta. Aparece en Lefebvre con la sociedad burocrática del consumo dirigido, en un momento anterior se correlacionaba más con el New Deal norteamericano, con una gobernabilidad igualitaria, pero después se empieza a pensar en el consumo como un factor de organización de la sociedad capitalista, de una manera sistematizada. Ahí se incrementan unas cuestiones cuantitativas que dan lugar a otro tipo de fenómenos, que es lo que hace que no haya ya hambre sino demanda de un producto. Y entonces entra esa discusión, que fue muy lesiva para el kirchnerismo, para Correa también, para varios de los movimientos latinoamericanos, que es el problema del crecimiento. Sobre eso hay una mirada rousseauniana — recordemos, siendo historiadores: es concomitante la aparición del concepto de consumo con los primeros momentos, neomalthusianos pero primeros en esa época, de crisis de los recursos. El informe del Club de Roma es contemporáneo de los trabajos de Lefebvre sobre la ciudad y sobre la sociedad del consumo. Ahí empieza una situación, que ahora está desplegada, donde gobernar ya no es disciplinar la opresión para producir, sino que es disciplinar la situación de un naufragio. Piensen en cómo aparece en el macrismo el tema de disciplinar el uso del aire acondicionado, disciplinar la sociedad del cosumo con un dejo ecológico, los animales que aparecen en los billetes. En la Argentina, cambiaron las estampillas, y en lugar de tener historia pasaron a tener animales. Y eso no ha sido comprendido por muchos, pero ahí hay un acoplamiento entre el problema de la crisis ambiental, el problema de los recursos, el problema ecológico –de manera tonta, torpe– pero no es un mero capricho. Entonces hay una pregunta para hacerse, que es: ¿qué otra cosa puede hacer un gobierno popular, latinoamericano, que crecer? Ahí la disputa empieza a ser, yo sigo creciendo, ustedes, los países desarrollados, ¡ajusten ustedes, que son los principales responsables! Y ahí aparece China, que está haciendo un verdadero desastre. Aparece todo un escenario donde el concepto de revolución ya no es un concepto afirmativo, porque, al haber un naufragio, implica otra relación con las esperanzas, con las expectativas, con lo edificante, con la ética — una situación de necesidad radical donde todos tenemos que bajar el aire acondicionado porque sino, nos morimos todos. No es que esto tengo una total determinación ahí, pero es lo que se está discutiendo, por más que sea de un modo ingénuo. Y por otro lado, están los que plantean, en el capitalismo más avanzado: si esto se arruina, no importa, nos vamos a otro lado, que funciona como una fantasía operativa, ya que el primer paso de esa fantasía es acumular toda la riqueza en pocas manos, como para poder invertir en el megaemprendimiento de la supervivencia de una minoría. Entonces, ¿cómo construir una mirada crítica sobre la gobernanza del consumo? Porque, en primera instancia, uno lo toma simplemente como un derroche, como una especie de avidez, pero es más complicado que eso.

Javier Trímboli: Ahí está el tema. A ver, ¿cómo decirlo? Si a mí, y creo que podría no hablar sólo en primera persona, por algo me interesó el kirchnerismo, y por algo me interesa el peronismo, no es por el consumo. Es por otra cosa. Y por la gobernanza tampoco. Que indefectiblemente van con él, con peronismo -incluso con el menemismo- y con el kirchnerismo, pero no es por este motivo que uno se metió en todo esto después de venir por otros andariveles. La implicación que produjo en muchos el kirchnerismo tuvo que ver con un exceso en relación con el consumo. Por eso incluso la palabra ‘fiesta’ en la boca de un enemigo como es Carlos Pagni y el diario La Nación me parece muy interesante, porque da cuenta con ella de algo de ese exceso. Consumo empujado por el Estado y la política, consumo de quienes no lo merecen, consumo de vagos, consumo que traba el crecimiento. Fiesta entonces y también revolución, no como algo definido, sino como un problema, una sombra o algo que acecha y no termina de ser claro. Que la compañera a través de la conversación que nos cuenta lo trae afirmativamente, le da una presencia entera, pero es probable que rápido, mañana, se nos aparezca de otra manera. Que, inestable, se desarme. Porque fue ese exceso que nos convocó y no obedeció a ninguna necesidad, de ésas que permiten que los acontecimientos se inscriban seguros en un sentido. Furet, que fue comunista, cuando piensa en la Revolución Francesa deja entrever que no hacía falta tanto sacrificio. Que Inglaterra llegó a ser lo que era a mediados del siglo XIX sin pasar por los trastornos de una revolución tan cruenta, ni por el terror ni por las guerras napoleónicas que estragaron al continente entero. Eric Hobsbawm en Ecos de la marsellesa, que reúne unas clases que dicta en 1989, cuando están preparándose los festejos por los 200 año de la Revolución Francesa, discute contra estas ideas que están en boga y que tienen en Furet a uno de sus exponentes. [7] Bastante dolorido por cierto, Hobsbawm casi que no puede creer las palabras del primer ministro socialista, Michel Rocard, que señala que hay que aprender de la revolución que se conmemora que no vale la pena hacer cosas como ésas, que costó mucho y que en nombre del progreso los franceses se la podrían haber ahorrado. Y, me parece, es todo eso lo que vuelve interesante a la política: el desvío, la malversación de lo que tiene un sentido ya consagrado y fuera de discusión.

Por otro lado, lo del anacronismo tal como lo planteás, Ticio, es fenomenal. Sólo agrego que el 2001 es un festival de tiempo desquiciado que se revela. Lo que trae Fradkin a propósito del motín, lo liga al siglo XVII, como una emergencia de un tiempo que se entendía para siempre pretérito. En medio de la protesta del miércoles 19 por la noche, cuando lo que domina es la cacerola y si se quiere la presencia de la clase media porteña, antipolítica, quienes están presentes son las Madres de Plaza de Mayo, es en particular Hebe de Bonafini con todo lo que significa y liga con otra época. También el desquicio es suponer, como se supuso en esos días, que el peronismo era sólo un partido de gobierno y nada más.

Entre signos de pregunta pone Fradkin lo de la lucha de clases, en lo que a mi entender es uno de los inicios de este momento político que nos interesa. Me parece que es un desafío volver a pensar las clases en sociedades posfordistas. Por mi parte venía escribiendo de manera torpe, a propósito de la diferencia pueblo/multitud, pensando en la posibilidad de narrar de alguna manera lo que ocurrió en estos años y sirviéndome de la lectura que hice de Gramática de la multitud de Paolo Virno. [8] Pero me pareció que no iba bien por ese lado, señalar desde esa perspectiva el equívoco del kirchnerismo que en buena medida soñó con la posibilidad de constituir nuevamente un pueblo. Tampoco me convencería hacer de todo esto una épica del pueblo, no ayudaría a pensar. En verdad, no me parece adecuada y tampoco justa la idea de un pueblo que protagoniza todo este momento, así como tampoco la de una multitud que fuga del Estado, porque lo que sucedió fue otra cosa. De todas maneras y por todo esto me parece que es un desafío fenomenal el de pensar el tema de las clases. Las transformaciones radicales en el mundo del trabajo hicieron de las clases populares otra cosa, de eso no hay duda. Ahora, la clase dominante sigue existiendo. En términos económicos, culturales, en su capacidad para plegarse a la época y a las tecnologías. Ese es un núcleo duro, lo que dispone todo lo demás y coloca bajo su influjo a una parte sustantiva, mucho mayor de la sociedad. Por eso me interesa nombrar a ese macizo conservador-liberal argentino que prestó consenso a la última dictadura, al golpe del 30 y del 55. Yo ahí no veo mucho cambio, eso se sigue manteniendo. Lees declaraciones, palabras de dirigentes socialistas de derecha de 1956, de Américo Ghioldi por ejemplo, y no es muy distinto, más allá del uso de la lengua, de ciertos giros, de lo que dice Macri o Carrió. Lo mismo si vas hacia el Centenario. Esa larga permanencia desactiva la impresión de que revolución y lucha de clases son cuestiones tan sólo añejas y por lo tanto anticuadas.

NOTAS

  1. Raúl Fradkin, Cosecharás tu siembra. Notas sobre la rebelión popular argentina de diciembre de 2001. Buenos Aires: Prometeo, 2002.
  2. Mariano Pacheco, De Cutral Có a Puente Pueyrredón. Buenos Aires: El Colectivo, 2010.
  3. Maristella Svampa, Entre la ruta y el barrio. La experiencia de las organizaciones piqueteras. Buenos Aires: Biblos, 2004.
  4. Silvia Schwarzböck, Los espantos. Estética y posdictadura. Buenos Aires: Cuarenta Ríos, 2016.
  5. Isabelle Stengers, En tiempos de catástrofes. Cómo resistir a la barbarie que viene. Buenos Aires: Futuro Anterior, 2017.
  6. Rodolfo Walsh, ¿Quién mató a Rosendo? Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 1969.
  7. Eric J. Hobsbawm, Los ecos de la Marsellesa. Barcelona: Crítica, 1992.
  8. Paolo Virno, Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporánea. Madrid: Traficantes de Sueños, 2001.
Javier Trímboli
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fue asesor historiográfico de la Televisión Pública y fundador del Archivo Histórico de Radio Televisión Argentina, lanzado en 2015. Es autor de los libros Sublunar. Entre el kirchnerismo y la revolución (Cuarenta Ríos, 2017), Espía vuestro cuello (Crackup, 2012), Mil novecientos cuatro: por el camino de Bialet Massé (Colihue, 1999) y de Los ríos profundos. Hugo del Carril/Alfredo Varela: un detalle en la historia del peronismo y de la izquierda (Eudeba, 2015, en colaboración con Guillermo Korn). Ha editado las colecciones La izquierda en la Argentina (1998), Discutir Halperín (1997) y Pensar la Argentina (1994.Colaborador frecuente en las revistas Crisis, Le Monde Diplomatique, Otra Parte y Kilómetro 111, también se ha desempeñado como colaborador de documentales televisivos y cinematográficos, entre los cuales se destacan los veintiseis capítulos de la colección Huellas de un siglo (2010) y la mini-serie Guerra Guasú (2012, dedicada a la Guerra de La Triple Alianza (1865–1870). Actualmente es docente en la Universidad Nacional de General Sarmiento y en FLACSO.