Bartolomé de Las Casas y Felipe Guaman Poma de Ayala: el republicanismo de la frontera colonial
Resumen
El artículo presenta el uso que Bartolomé de Las Casas y Felipe Guaman Poma de Ayala realizan del léxico republicano en la frontera colonial. En primer lugar, presenta las torsiones que Las Casas realiza sobre el concepto de libertad republicana para incluir a las gentes singulares que el orbe americano presenta. Para ello se destacan las pretensiones de verdad y validez con el Otro y la democratización del derecho de resistencia. En segundo lugar, se introduce la traducción que realiza Guaman Poma entre la utilidad pública republicana y la reciprocidad andina. En la imaginación política de la crónica mestiza aparece un fondo republicano cuya noción de utilidad pública supone la desprivatización de lo comunitario.
Introducción
La compañía de 168 extraños había concluido su apresurada marcha y esperaba. Una compacta masa humana, cada vez más próxima, les infundía sentimientos encontrados. Algunos hasta se orinaban en los pantalones sin advertirlo (Pizarro 1571, 17). Con sus armas ceremoniales escondidas, esos miles (decenas de miles) de nativos avanzaban lentamente hacia lo que sería uno de los hechos centrales de su conquista. Tras la llegada del Inca Atahualpa con su cohorte, fray Vicente Valverde dejó tras de sí a la exigua compañía y avanzó hacia la compacta guardia que lo rodeaba. Las crónicas occidentales, nativas y mestizas, difieren en qué se dijeron Valverde y el Inca en aquella oportunidad. Sin embargo, hay consenso sobre el despliegue material de los hechos de Cajamarca. Tras un breve intercambio que acontece lejos del grupo de extraños, Valverde da un libro a Atahualpa, quien lo escruta y lo arroja al suelo. Luego, Atahualpa increpa a su interlocutor y este comienza su huida para reagruparse con los suyos que ya dan inicio al ataque contra los nativos.1
Esta encrucijada del 16 de noviembre de 1532 condensa varias modulaciones de una suerte de emboscada de la razón conquistadora porque escenifica la violencia del universalismo ejercido por los conquistadores (cf. Ferrajoli 1992). El apremio con el que Pizarro y sus capitanes instan constantemente a la comparecencia del Inca, junto con la inmediatez de la represión tras el rechazo al requerimiento leído por el dominico Valverde, suscitan lo que llamo una emboscada porque convierten al consentimiento en una excusa odiosa, pero necesaria, de la que hay que desembarazarse más pronto que tarde.2
Sin embargo, hay que notar que dicha emboscada, su unidireccionalidad, se produciría incluso sin la modalidad del requerimiento ni las operaciones militares cuando se dispone de un escenario en el que al Otro se lo convoca a aceptar verdades ajenas sin dilación, pero sobre todo excluyendo la posibilidad de rechazarlas. Mediante un discurso sobre el universalismo abstracto de los derechos fundados en la razón natural se subalterna al Otro delimitando la posibilidad del desacuerdo bajo la amenaza de ser expulsado de lo humano. Un ejemplo temprano de este modo más sutil que adquiere el requerimiento lo encontramos en Relecciones sobre los indios y derecho de guerra (1539) de Francisco de Vitoria. Su argumento sostiene que en una sociedad natural existe el derecho de gentes según el cual se dispone de un derecho universal a viajar y permanecer en tierras ajenas (89-91). La insistencia de los bárbaros en no querer consentir el ejercicio de ambos derechos fundados en la razón los convierte en “adversarios pérfidos” y a tales enemigos se los trata con derecho “despojándolos de sus bienes, reduciéndolos a cautiverio y destituyendo a los antiguos señores y estableciendo a otros en su lugar” (95-96).
Así, el derecho natural y la utilidad pública quedan restringidos por la determinación que de ellas haga la razón natural “europea.” Por lo tanto, aun convocados a formar parte de la humanidad, los impelidos a reconocerse como “americanos” terminan expulsados de la misma por su obcecado empeño en no admitir lo que aquella determina tanto de lo justo natural como de la utilidad pública. Nótese, a su vez, que aceptar las verdades ajenas, presentadas con la brutalidad de Pizarro o la suavidad que exige el derecho de gentes de Vitoria, implica un mismo resultado: la renuncia a considerar racionales o humanas las propias verdades. En suma, el dilema de la emboscada estriba en un convite cuyo rechazo o aceptación suponen ubicarse por fuera de lo humano (Cf. Grosfoguel 2011).
Con todo, la escena no es monocorde. Bajo las condiciones de coerción, de radical inequidad y de intolerable conflicto que rigen en esa zona de contacto, sostiene Mary Louise Pratt, “los pueblos subyugados pueden, sin embargo, determinar (en grados diversos) lo que absorben para sí, cómo lo usan y qué significación le otorgan” (1992, 32). En términos similares Bolívar Echeverría (2000, 51), Boaventura de Sousa Santos (2010, 44, 102) o Silvia Rivera Cusicanqui (2018, 54-55), entre muchos otros,3 afirman que el intento trágico por evadir esa emboscada termina por inspirar la creación de nuevas formas de habitar la frontera colonial.
En este caso, el objetivo del artículo es aportar al campo de estudios de estas lecturas decoloniales una descripción de cómo Bartolomé de Las Casas y Felipe Guaman Poma de Ayala, en tanto pensadores en esa frontera, absorben y transforman los principios políticos del republicanismo presentes en la tradición jurídica altomedieval castellana.4 Es decir, se busca mostrar cómo la defensa de la libertad de los pueblos como fundamento de los límites de la autoridad implica en la frontera colonial romper los límites eurocéntricos del republicanismo. Restituir estos debates tempranos del racismo epistémico desde el republicanismo, resulta productivo no tanto para comprender su carácter antimonárquico y antiliberal en los siglos xviii y xix (Pani 2009, 297), sino, más bien, para identificar cómo en esos siglos se reeditan tensiones raciales anunciadas desde el siglo xvi, pero no resueltas.5
Por lo tanto, esta restitución discute aquellas historizaciones que aun atentas a una lectura decolonial reducen el republicanismo moderno a aquél que Quentin Skinner o J. G. A. Pocock ubican en una parábola que va del Renacimiento Italiano a la guerra de independencia de las trece colonias británicas (Cf. Castro-Gómez 2019. Ajenas al giro decolonial cf. Castro Leiva 2009; Thibaud 2010; Aguilar 2002; Rojas 2009; Avila, 2002, Chust y Frasquet 2003). Restituir estos debates tempranos también polemiza con quienes reconstruyen la génesis del republicanismo hispánico a través de los enfrentamientos de las ciudades aragonesas y castellanas contra los Habsburgo pasando por alto, sin embargo, su circulación en Hispanoamérica durante los siglos xvi y xvii (Entin 2018, 113; Lomné 2008, 45; Gil Pujol 2008, 111-148; Rubiés 1996, 57-81; Centenero de Arce 2012). Finalmente, se discute con la línea de investigación que ve en el republicanismo presente en la frontera colonial andina una modulación de aquella emboscada de la razón conquistadora privándolo de su carácter multiétnico (ver, por ejemplo, Kusch 1952).
Frente a estas lecturas el artículo presenta, en primer término, cómo Bartolomé de Las Casas emplea el término república para referirse tanto a las instituciones políticas cristianas como a las “indias”. Lo singular no es tanto la sinonimia entre república y ciudad libre (Covarrubias 1611, 906), sino que parta de ella para hacer un uso deliberado de expresiones que justifican la libertad republicana y el derecho de resistencia de los amerindios. Es decir, lo destacable es que en la prosa madura de Las Casas la definición de libertad de la tradición romana ―i.e. la ausencia de dominio arbitrario de unos sobre otros― incluya a aquellas gentes cuya prudencia política excedía los márgenes de la razón natural europea. Por ello, aunque Las Casas pareciera simplemente compartir presupuestos políticos con el humanismo cívico del viejo continente, la enunciación de estos en la frontera colonial expresa una creatividad política orientada a producir efectos diversos.
A diferencia de la emboscada de la razón conquistadora, en el pensamiento de Las Casas la libertad de los “indios” tiene corolarios políticos ambivalentes. Por un lado, de sus principios se sigue que a los “indios” debían guardárseles sus estados, leyes, costumbre y libertades si estos renunciaban a todo lo que fuere contra la fe de Castilla. Pero, por otro lado, esa libertad no redunda en un universalismo abstracto porque, a diferencia del ejemplo de Vitoria, para Las Casas la libertad republicana conlleva otorgarles incluso a los “indios” el derecho de resistir la renuncia exigida, creando, al mismo tiempo, la obligación para los conquistadores de aceptarla y salvarse de la condena que implicaba la guerra injusta que habían emprendido. Me distancio aquí de la tesis de Mauricio Beuchot (2003, 65) según la cual lo que diferencia a Las Casas de Vitoria es un grado mayor de radicalidad en el derecho a la libertad. Como ya se ha mencionado más arriba, mientras Vitoria explicita la imposibilidad del rechazo, Las Casas abre un tiempo contencioso de diálogo transcultural (Cf. Gutiérrez 2003, 65). Esta centralidad del concepto de libertad en el argumento lascasiano contribuye en la construcción de un lugar de enunciación muy preciso: los ciudadanos de repúblicas “indias” que se enfrentan legítimamente a los españoles.
El artículo muestra, en segundo término, el uso que Felipe Guaman Poma de Ayala en su Primer nueva corónica y buen gobierno (1615) hace de los corolarios lascasianos (Adorno 1991, 35; 2014, 41-46). En efecto, Las Casas tiene en este miembro de la intelectualidad nativa un hábil lector, pero en el trajinar con las dudas y los principios lascasianos la perspectiva proandina de Guaman Poma no solo busca la restitución de la soberanía o la refutación de las tesis de la guerra justa, sino también radicalizar las inferencias de la prédica lascasiana subvirtiendo los vectores pasado-futuro, atrasado-moderno o pecado-salvación. En Primernueva corónica y buen gobierno se fuerza el lenguaje de los tratados jurídico-políticos para que allí donde solo se deja lugar a la aquiescencia suene un clamoroso y republicano rechazo.
Este uso del marco conceptual ajeno conlleva, sostiene Bolívar Echeverría (2000, 51-56), un mestizaje codigofágico. La metabolización del Otro comienza por golpear el centro de simbolización constitutivo de la cultura con la que alguien se encuentra obligado a coexistir para apropiarse de sus restos sometiéndola, pero también sometiéndose, a una alteración esencial. En el enfrentamiento con la maquinaria institucional de la colonización, la afirmación de la libertad republicana le permite a Las Casas elaborar una profunda crítica, no ya a una forma de gobierno en particular, sino a una noción de libertad basada en un humanismo abstracto que si alberga a la diferencia lo hace, tan solo, para subyugarla. Por su parte, Guaman Poma trabaja con uno de los principios epistemológicos centrales que los escritos lascasianos toman del derecho común: la necesidad de observar la utilidad pública como criterio para garantizar la legitimidad de una determinada ley (Cf. Cárdenas Bunsen 2011, 17). Pero en su traducción la utilidad pública integra, y no rechaza, la organización andina de la vida comunitaria orientada a la preservación de la vida humana y no humana. Para ello, la identificación mestiza de lo útil y lo honesto implica una denuncia de la privatización del mundo que se inicia con la conquista. En suma, la pertinencia que reclama Las Casas para hablar de repúblicas indias permite luego a Guaman Poma traficar en su crónica con un republicanismo multiétnico abierto no solo al diálogo transcultural que demanda el dominico, sino también a una imaginación política andina en la que la ausencia de dominio implica revertir los efectos individualizadores que los tributos, las encomiendas y las reparticiones producían sobre la tierra y el trabajo de las comunidades.
El artículo despliega esta descripción de las discusiones tempranas de los límites eurocéntricos del republicanismo en tres apartados. En “Las Casas y las repúblicas indias” se introducen los elementos centrales del uso lascasiano del concepto de libertad de la tradición republicana en el contexto de la guerra de conquista americana. Una vez hecho esto, en el apartado “El tiempo contencioso” se indaga sobre las ambigüedades en las que incurre Las Casas cuando imagina una república que contenga la conflictiva transculturación que acontece en la frontera colonial del siglo xvi. Finalmente, “Ha de saber su Majestad” presenta la estrategia que sigue Guaman Poma para expresarse dentro de los argumentos del “defensor de los indios” pero desbordándolos a partir de una imaginación política andina. En las “Consideraciones finales” se busca delinear los rasgos perennes del republicanismo de la frontera colonial.
Las Casas y las repúblicas “indias”
Empecemos analizando el republicanismo de Bartolomé de Las Casas. En sus obras, el concepto de república evoca al conjunto de personas organizadas como cuerpo político, más allá de su forma de gobierno concreta. Sin embargo, en este artículo quiero subrayar que cuando denomina repúblicas a las formas de organización política de las poblaciones “indias”, Las Casas no reproduce una sinonimia ingenua, sino que les atribuye libertad política. En sus textos más maduros, como De regia potestate (1559), De Thesauris (1563) y el Tratado de las doce dudas (1564) se va intensificando el uso de expresiones republicanas y constitucionalistas que los aproximan al humanismo cívico de las repúblicas italianas (Cf. Quijano Velasco 2017, 188; Pennington 1970, 149-61). En esta tradición la defensa de la libertad de los pueblos y los ciudadanos se construye a través de la articulación de una serie de principios que van desde el origen popular de la soberanía, hasta la afirmación de la ley y la voluntad de la comunidad como límite a la autoridad (Quijano Velasco 2015, 17). La libertad entendida de este modo implica una participación activa ―concreta, no ideal― de los ciudadanos en el gobierno.6
Por ejemplo, en De regia potestate, escrito hacia 1559 para intervenir en el debate sobre la enajenación en favor de los encomenderos de los territorios americanos,7 se encuentran dos usos del concepto de libertad. Es libre quien “goza de la facultad de usar de su libre albedrío” pero también las personas o pueblos no sujetos a servidumbre arbitraria (RP, 57-58). Este segundo uso de la libertad como no dominio, tomado de la tradición republicana, rebasa los límites que suponía la noción de libertad fundada en el derecho natural que comparte con otros miembros de la Escuela Ibérica de los siglos xvi y xvii.8 Según esta última noción de libertad, usar el libre albedrío es compatible con la condición de servidumbre de quien no participa de la causa eficiente de la ley. En cambio, para la libertad republicana que se recupera en De regia potestate “el pueblo sumiso conserva toda su libertad pues no obedece a la voluntad de un hombre, sino a la disposición de la ley” (73), cuya legitimidad, agrega, depende de que se pida y se consiga el consentimiento del pueblo (76, 95-96).
Este vínculo entre el poder político y la voluntad de la comunidad política se explicita, a su vez, cuando Las Casas emplea el término jurisdicción ―que recoge del derecho romano― en lugar de dominio (Cf. Quijano Velasco 2017, 175; Pereña 1969, xxxviii-xlii; Cárdenas Bunsen 2014, 793-817). Que el soberano disponga de jurisdicción y no de dominio implica que ejerce un poder fundado en dicha voluntad colectiva y no en su propiedad privada. Esto es, que su derecho a la cosa difiere sustancialmente del derecho sobre la cosa que tiene un propietario (otra distinción central en el derecho romano). Por ejemplo, quien es elegido para recibir un beneficio u ocupar una dignidad, aclara Las Casas en De Thesauris (1563), no obtiene un derecho pleno sobre la cosa (317). En De regia potestate emplea el mismo principio cuando afirma que aun cuando los “Reyes acostumbran usar, diciendo mi Imperio, mi Reyno” (RP, 60) no son sino “rectores, prefectos, y administradores del gobierno público [rerum publicarum]” (67) y su jurisdicción se encuentre limitada por sus mismos fundamentos.
De esta tesis Las Casas extrae dos corolarios: que los actos del rey respecto a los bienes comunes demandan “el consentimiento de los naturales interesados” (95); que toda fuerza (interna o externa) y el miedo a dicha fuerza “producen la nulidad de aquello que parece consentido” (74). Esto es, la jurisdicción encuentra su causa eficiente en la voluntad no coaccionada de los pueblos y su causa final en el provecho de este. Lo central del argumento estriba, entonces, en que ambas causas deben concurrir para brindarles legitimidad tanto a las leyes fundamentales originarias como a los actos soberanos subsiguientes en los que se afecte la libertad de los ciudadanos y de la comunidad política.
A su vez, hay que notar que aun cuando Las Casas encuentra en el derecho natural una determinación de la “utilidad común de los gobernados” (74), esos preceptos naturales no son los únicos ni los más eminentes límites de la autoridad política. Junto a ellos, en el mismo nivel de importancia, se encuentra la voluntad de la comunidad (Quijano Velasco 2017, 183). Por ello, la condición de tirano, figura clave en la defensa lascasiana de la libertad política de los “indios”, ya no se adjudica solo a quien subvierte el orden del derecho natural ―como afirma Tomás de Aquino (1265-73, II-II, 42.2)― sino también a quien ejerce un dominio arbitrario. Dice al respecto: “No hay cosa más opuesta a la razón, a la justicia, y a la equidad que privar del todo u parte de sus cosas al poseedor arbitrariamente y sin consentimiento suyo” (RP, 63).
Finalmente, a través del uso de esta noción de libertad como no dominio Las Casas pasa del ámbito individual y al colectivo y explicita la génesis del poder político. En De regia potestate afirma, por un lado, que “la libertad individual es un derecho concedido por Dios como atributo esencial del hombre” (56). Sin embargo, por otro lado, señala que “el individuo encuentra en una ciudad todo lo necesario para vivir socialmente” lo que le impone rigurosas obligaciones “a favor de la ciudad” (69). Por ello, aunque “toda subordinación de los hombres a un príncipe y todo gravamen sobre las cosas comenzase por un pacto voluntario entre los gobernados y el gobernante” (63), deja claro que “la libre voluntad nacional [la de los pueblos] es el único principio inmediato y origen verdadero de la potestad de los reyes” (64). El poder político forma parte de la naturaleza social de la humanidad, pero la determinación de quién lo ejerza depende de la voluntad de cada comunidad política y no de los particulares. En consecuencia, si la libertad primitiva del derecho natural requiere un despliegue colectivo en el ámbito público de la ciudad es porque “hubo pueblos antes que reyes” (65).
En consecuencia, reconocer la libertad política de los pueblos que habitan en ambos márgenes de la frontera colonial produce una serie de efectos que Las Casas se encarga de señalar. El primer lugar, supone negar la pretensión de universalidad y transparencia del patrón cultural de los conquistadores. Recordemos que Las Casas concuerda con Tomás de Aquino cuando este afirma que el derecho natural se compone tanto de los primeros principios como de las conclusiones inmediatas por medio de las cuales la razón natural ordena las cosas a su fin ―en este caso, las relaciones morales de la comunidad política― (Aquino 1265-73, I-II, 91.2, 94; Cárdenas Bunsen 2014, 798). Con todo, el problema que aborda Las Casas radica en que, ya sean de derecho natural o del derecho de gentes,9 las determinaciones de los primeros principios que hacían los pueblos “indios” en América sobrepasan los márgenes del derecho tal como lo concebía la razón natural europea. Estas diferencias, aunque perfectibles, deben tolerarse porque, siguiendo a Escoto, considera que sería peor imponer mediante la violencia una voluntad ajena.10 Así, por ejemplo, en la Apologética historia sumaria (concluida hacia 1560)11 realiza laboriosamente una traducción entre las culturas europeas y las americanas sin censurar las diferencias de estas últimas. Sostiene, entre otras cosas, que por ese mismo derecho natural los “indios” están obligados a defender por las armas sus ritos religiosos. Estas afirmaciones, como veremos en el próximo apartado “El tiempo contencioso,” no redundan en un relativismo como el que critica Víctor Zorrilla (2010), porque no se renuncia a la validez frente al Otro de las propias verdades. La universalidad del derecho natural que imagina Las Casas concede recíprocas pretensiones de verdad, pero también de validez frente al Otro (Dussel 2007, 202; O’Gorman 1967, lxv-lxvii; Todorov 2014, 200).
En segundo lugar, hay que insistir en que “el consentimiento de los naturales interesados” que exige de forma abstracta en De regia potestate es el de los pueblos de Castilla y León, pero también el de las naciones “indias”. Por ello, Las Casas señala en reiteradas ocasiones que un pacto constituye el único modo legítimo de vincular esas repúblicas “indias” al derecho imperial. Por ejemplo, en el Tratado comprobatorio del derecho soberano de 1553 deja en claro que esos Otros disponían no solo de libertad natural (como sostenía la bula Sublimis Deus de 1537), sino también de autonomía política. En efecto, el “imperial e universal principado y señorío de los reyes de Castilla y León sobre Las Indias se compadece tener los reyes y señores naturales de los indios su administración, jurisdicción, derechos y dominio sobre sus pueblos súbditos” (400).
En el Memorial-Sumario a Felipe ii de 1556 Las Casas insiste en que según la ley natural y divina “deben ser llamados y citados y avisados y oídos y que los indios informen de lo que conviene a su derecho” (217). En el Tratado de las doce dudas de 1564 vuelve sobre el mismo punto cuando sostiene que el regente o gobernador de la comunidad política “no puede ser otro sino aquel que toda la sociedad y compañía eligió al principio” (195). Agrega “así lo que es de derecho natural a los hombres, es común, y natural a todos ellos, fieles e infieles, pues todos ellos son de una especie y naturaleza” (196). Por lo tanto, “qualesquiera infieles de qualquiera secta y religión que fueren, justamente tienen y poseen el señorío de sus cosas y de sus estados y dignidades y son reyes de derecho natural, divino y de las gentes” (198). Por lo tanto, infiere que sin pacto “cualquier Rey y señor libre puede por autoridad del derecho natural y divino y aun humano prohibir la entrada en su reyno a cualesquier personas estrañas y no conocidas” (223).
En este argumento hay una notoria inflexión que resulta central para el republicanismo lascasiano. La autoridad del derecho aún humano puede leerse en referencia al ordenamiento jurídico ibérico o, en un sentido diametralmente opuesto, en referencia a que la resistencia de los “indios” está amparada también en un derecho humano producido por la razón natural de estos. Esto desborda a la emboscada de la razón conquistadora porque justifica algo más que la necesidad de oírlos aceptar su nueva condición de súbditos. Cuando afirma “deben ser … avisados y oídos” lo hace sabiendo que ello implica sentirles enunciar en sus múltiples lenguas “lo que conviene a su derecho,” incluso si la falta de la redentora gracia divina los lleva a contradecir las verdades europeas.
En tercer lugar, la comprensión de la autonomía política de Las Casas abre el camino a la consulta popular porque democratiza la causa eficiente de la soberanía cuando no reduce la agencia política a un título privado de los señores.12 En efecto, cabe hacer dos lecturas de la insistencia en la voluntariedad de la jurisdicción. Una, la que, por ejemplo, lleva a cabo Rolena Adorno, cuando resalta que Las Casas solo justifica el carácter necesario y fundante de un pacto entre los reyes de Castilla y León y los descendientes de Atahualpa que resisten la invasión desde Vilcabamba (1991, 39). Dicha exégesis del Tratado de las doce dudas parece limitada porque la comprensión lascasiana de la causa eficiente de la república implica que la agencia política no se reduce a un título privado de los señores, sino que corresponde a toda la comunidad en forma conjunta o individual. Entonces, si el rey de Castilla y León no sustituye a la voluntad del pueblo, tampoco lo hace Titu Cusi Yupanqui ―el Inca que comanda la resistencia desde Vilcabamba―. La conversión del Inca y su corte ―que Las Casas demanda en el Tratado de las doce dudas― ha de servir como ejemplo y no como sucedáneo del consentimiento de los pueblos al “universal señorío” de los reyes de Castilla y León (DD, 191). De hecho, agrega José Cárdenas Bunsen (2014, 806 y ss), Las Casas en sus últimos tratados amplía, pero no confunde, la voluntariedad de la jurisdicción civil a la canónica. Es decir, que el bautismo no comporta la sumisión política.
Así, por ejemplo, la diferencia de Las Casas con respecto a otros defensores del derecho de resistencia en la temprana modernidad (e.g. Stephanus Junius Brutus 1580, cuestión II, 54 y ss; Juan de Mariana 1599, capítulo VI, 112; Vitoria 1539, 115), es que el ejercicio de la resistencia, incluso cuando lo efectúe un particular, no requiere de ninguna declaración específica que los autorice a defender sus estados, leyes, costumbres y libertades. Por ejemplo, en el Tratado de las doce dudas Las Casas infiere que “qualquiera Indio particular justísimamente lo puede hacer [matar y aniquilar a los españoles] por la misma autoridad dormiendo y velando, por detrás o por delante, como quiera que se le ofrezca oportunidad para ello” (249).13 Luego de lo cual agrega “cualquier particular lo puede hacer por la causa general, porque cualquier pueblo, o comunidad, o reyno, puede matar al tirano, ó tiranos por las maneras dichas” (249).14
“Por la misma autoridad,” dice Las Casas, señores y particulares de los pueblos “indios” disponen del derecho de toda república libre a defenderse, resistirse al mal, recuperar lo tomado y, finalmente, punir y castigar (244-246). “La causa general” que habilita y obliga a esta resistencia estriba en que “los Españoles en las Indias mataban, fornicaban, hurtaban, privaban los hombres de su libertad y hacienda” (232), esto es, la apropiación tiránica de la tierra en América y del trabajo de los “indios”. Es tiránica porque los encomenderos violaban la autonomía de los pueblos y se apropiaban de “toda la tierra” para llevarse “cuanto podía sacar de sus Indios” (177). “Y si algunos Indios se ponían a defender su tierra, los Españoles (como son más valientes) los mataban, y los Indios no pudiendo más, se sujetaban” a la condición de esclavitud (178). En consecuencia, aquellos que deben ser oídos no son sólo los grandes curacas, sino los “indios” esclavizados. Aquellos que Guaman Poma llamará medio siglo después los pobres de Jesucristo (Cf. NC, ff. 629[643], 1111[1121], entre otras menciones).15
En síntesis, las recíprocas pretensiones de verdad y de validez que Las Casas defiende en la frontera colonial habilitan una imaginación de la política en la que la luz natural de las gentes “indias” también ordena las cosas a su fin y, en consecuencia, crea el derecho y la obligación de defenderlo frente a los atropellos de los extranjeros. Esto, sumado a la democratización de la causa eficiente, abre un tiempo contencioso e imprescriptible (243) en el que el reconocimiento de la libertad como no dominio debe albergar también a las gentes singulares que el orbe americano presenta.
El tiempo contencioso
Ciertas lecturas críticas señalan que cuando Las Casas traduce patrones culturales recluye a lo americano en un tiempo pasado (Cf. Lamana 2019, 47-53; Todorov 2014, 179-180).16 Por ejemplo, en la mencionada Apologética historia, invita al lector europeo a reconocer en esas gentes patrones culturales que, aunque superados por la maduración histórica, resultan similares a los de los antepasados europeos. Su “apología,” por lo tanto, se construye sobre una teleología que va del pasado al futuro, de lo atrasado a lo moderno, del pecado a la salvación que bien podría haber compartido Ginés de Sepúlveda: “¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir en bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo” (1547, 133). Dicho de otro modo, si el discurso de Las Casas reprodujera dicho confinamiento de lo americano en el pasado, sin importar los meandros de sus buenas intenciones, quedaría encerrado en una variación de la pretensión de transparencia y universalidad que rige la escena de Cajamarca descrita en la introducción.
No obstante, considero que la inversión radical de la antinomia civilizado-bárbaro que lleva a cabo Las Casas no puede leerse de forma separada, como hacen estas críticas, de su uso del léxico republicano que se presentó en el apartado anterior. En particular, porque en el discurso lascasiano la voluntariedad de la jurisdicción, sea civil o canónica (Cf. Cardenas Bunsen 2014, 808), abre un tiempo presente abigarrado en el que conviven diversas culturas cuyas legítimas pretensiones de validez recíprocas desestabilizan constantemente la frontera temporal que señalan sus críticos.
En efecto, si el universalismo imperial ha de vérselas con los derechos soberanos de las repúblicas “indias”, no debiera pasarse por alto que el universalismo papal ha de aceptar que su jurisdicción también es voluntaria. Ambos argumentos se encuentran trabados y funcionan de forma conjunta. En consecuencia, los desacuerdos en la determinación del derecho natural no justifican la guerra justa. Más aun, como ya vimos, tanto del derecho divino y natural como del humano de las repúblicas “indias” se infiere el derecho y el deber de rechazar lo que se les predica. “La razón es porque la conciencia errónea, mientras no se depone, obliga igualmente como la buena” (AP, II, 242).17 La falta de una jurisdicción en esta tierra para resolver estas disputas temporales o espirituales convierte a la imposición de los españoles en un crimen contra la voluntad divina.
Así, por ejemplo, en el Tratado sobre los indios que se han hecho esclavos de 1552 se infiere que “la circunstancia de que los Indios eran idólatras no basta para justificar la guerra activa contra ellos, porque Dios se ha reservado á sí mismo el juicio de aquel error” (10).18 Más aun, tampoco los sacrificios humanos ni los pecados de sodomía bastan para justificar la guerra, pues Dios “no ha dado jamás comisiones á los gobiernos de un país para castigar pecados semejantes de los hombres habitantes en otro que tenga jueces y superiores capaces de regir y castigar los desórdenes” (11). Más adelante, en la Apologética historia vuelve sobre el mismo punto,
Aunque ofrecer sacrificio a Dios sea de ley natural, pero las cosas en qué o de qué se deba ofrecer sacrificio, no es de ley natural, sino déjase a la determinación de los hombres, o de toda la comunidad … Esto se prueba, lo primero, porque todo aquello que en común es de ley natural, la determinación queda remitida al derecho positivo (AP, II, 44).
Frente al tiempo urgente del requerimiento, o el paternalismo de los ideales renacentistas de Ginés de Sepúlveda (Zavala 1977, 72), Las Casas imagina un tiempo presente que, como muchos autoras y autores han reseñado, demanda un diálogo.19 No obstante, dadas las radicales diferencias entre los patrones culturales que Las Casas mismo reseña y legitima, ese diálogo tiene un carácter “contencioso” tanto evangélica como políticamente. Por ello, en este tiempo, y a diferencia del ejemplo de Francisco de Vitoria al que se hizo mención en la introducción, se concede al Otro la pretensión de verdad y de validez. Es decir, sin renunciar a hacer válidas frente al Otro las propias verdades, se le deja la posibilidad de insistir en las suyas (recíproca pretensión de validez) y, en consecuencia, no admitir las ajenas. Todo lo cual implica estar “dispuesto tanto a dar como a recibir” (Gutiérrez 2003, 275-276). Este desplazamiento es central para caracterizar el republicanismo de Las Casas. Recordemos que, si los naturales interesados tienen que consentir la jurisdicción política o religiosa y ello incluye, claro está, a comunidades culturalmente diversas, resulta insoslayable que la zona de contacto está atravesada por un conflicto sobre la determinación del bien común ―i.e. fin y límite, a la vez, de la jurisdicción― en tanto las prácticas transculturales lo ponen en discusión de forma constante.
En Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión (1534, 82) Las Casas vincula la libertad con el diálogo transcultural. El conocimiento “requiere tener tiempo” para que, libre de cualquier violencia, se acepten nuevas verdades (84). La libertad del consentimiento demanda “llegar al conocimiento de una verdad inteligible, procediendo de una cosa conocida a otra desconocida por medio del discurso de la razón” (81-82). Esto significa que no puede aceptarse como válido universalmente lo desconocido. Por ello, concluye, el conocimiento universal de unos debe ceder en la frontera colonial ante el juicio particular de los otros si lo “universalmente malo” se lo acepta “bajo la especie de un bien” (82-83). En la Apologética historia, al final de su vida, insiste sobre el mismo principio de justicia epistémica (cf. Birondo 2020, 6), si los idólatras tienen derecho a defender su culto es porque su voluntad “fue hacer sacrificio a solo Dios verdadero, porque … ninguno ofreció sacrificio sino a Dios verdadero, o a aquel Dios que tuvo o fingió tener por verdadero” (AP, I, 251).
En Del único modo la evangelización pacífica durante el cristianismo primitivo ejemplifica las prácticas necesarias para que se llegue libremente a la aceptación de validez de las verdades ajenas. Lo notable es cómo en el Tratado de las doce dudas esos ejemplos evangélicos sirven para delinear las prácticas políticas civiles que hagan posible el consentimiento de la soberanía, es decir, el pacto entre los herederos de Atahualpa y la corona de Castilla y León. “La orden de derecho natural y divino requería ―dice Las Casas― que la entrada en aquellos reynos fuese despacio y no apresurada” (DD, 222). Para ello hay que avisar, ganar la benevolencia del Otro con el ejemplo de una vida acorde a los principios que se predican, esperando la “licencia, tácita o expresa, de los Reyes naturales y de los pueblos” para así, finalmente, predicar las verdades de la religión (223). Es decir, pasar “de una cosa conocida a otra desconocida” una vez que la coherencia entre los principios éticos y las prácticas políticas y el tiempo vuelven cognoscibles y apetecibles las verdades nuevas.
Esta imaginación de un tiempo para el diálogo no pierde su carácter contencioso porque en un espacio reconocido abiertamente como transcultural (i.e. en el que conviven juicios diversos y legítimos sobre las mismas cosas) el bautismo o el pacto político no implican un punto de arribo o de pacificación definitiva. Por ejemplo, en el Tratado de las doce dudas, el pacto constitucional implica que el Rey de España debe “prometer el buen gobierno de aquellas gentes y prometa de guardarles sus leyes, fueros y costumbre que no fuesen contra fe y religión cristiana” (DD, 323). Es decir, que esas gentes, teniendo el derecho a salir con sus fuerzas armadas contra todo aquel que intente privarles de tal culto deben terminar por aceptar la cruz de Cristo y el fin de sus sacrificios. A pesar de lo cual, Las Casas también afirma que aun cuando las “naciones del Perú hubieran reconocido al Rey de Castilla y León por superior” pueden legítimamente “mover guerra contra los españoles … por guerra satisfacerse de los daños e injurias que de ellos han recibido” (251).
En suma, negar la universalidad de las jurisdicciones temporal y espiritual de los españoles sirve para expandir los límites de lo humano, fundamentar el derecho al desacuerdo y, en definitiva, dejar al desnudo la emboscada de la razón conquistadora. En el acto de develarla termina por subvertir, a su vez, las implicaciones prácticas del léxico republicano que emplea. En la obra de Las Casas, el republicanismo se enfrenta al desafío de concebir una libertad como no dominio una vez que han estallado los marcos de referencia del derecho natural y de la causa eficiente de la república. Al refutar el dualismo primitivo-bárbaro, que sostiene los racismos epistémicos posteriores, subvierte la racionalidad moderna europea que pretende determinar lo humano a partir de sí misma. De lo que se sigue una profunda crítica, no ya a un gobierno en particular, sino a una noción de libertad basada en un humanismo abstracto que si alberga a la diferencia lo hace, tan solo, para subyugarla.
“Ha de saber vuestra Majestad”
En la cosmovisión andina ―explica Zenón Depaz Toledo (2014)― las potencialidades de la renovación no derivan de lo que “aún no es,” sino de lo que “aún es” pero en estado de dispersión. En la frontera colonial tal dispersión incluye a los elementos constitutivos del mundo cultural andino, pero también del europeo. Por ello, para resolver la emboscada de la razón conquistadora que se describe en la introducción la estrategia que sigue Felipe Guaman Poma de Ayala en su Nueva corónica y buen gobierno de 1615 consiste, en parte, en emplear el marco conceptual disponible en una de las utopías renacentistas que, según las caracteriza Bolívar Echeverría, “intentan construir sociedades híbridas o sincréticas y convertir así el sangriento ‘encuentro de los dos mundos’ en una oportunidad de salvación recíproca de un mundo por el otro” (2000, 62). En efecto, Guaman Poma emplea de forma crítica el argumento del Tratado de las doce dudas (1564) de Las Casas como plataforma para argumentar en favor de la autonomía de los Andes (Adorno 1991, 42; Lohmann Villena 1966, 21-89).
Aunque coincidamos con Rolena Adorno cuando insta a reconocer en la crónica la presencia de los argumentos hispánicos en contra de la guerra de conquista, aquí estamos indagando la transformación del republicanismo al enunciarse en la frontera colonial. Ya vimos que Las Casas reclama a los españoles que reconozcan que la libertad como no dominio debe albergar a las gentes singulares. Ahora bien, ¿cómo metaboliza este mismo principio la crónica de Guaman Poma? ¿Cómo identificar esa codigofagia entre una libertad republicana y otra andina sin limitarse a rastrear reiteraciones simétricas de formas conceptuales? Para responder a estos interrogantes deberíamos advertir que la crónica de Guaman Poma emplea el marco conceptual del Tratado de las doce dudas para identificar el fondo tiránico de la conquista, pero introduce notorias disyunciones.
En primer término, como no se trata de autores contemporáneos, sus estrategias no son idénticas. En los cincuenta años que separan su crónica del tratado lascasiano, puntualiza Rolena Adorno, desaparece “la esperanza para el Estado neoinca que [Titu Cusi Yupanqui y Tupac Amaru] habían tratado de establecer y mantener en Vilcabamba” (1991, 39). Por ello, en la “dramatización” guamanpomiana de la hipótesis, el pacto que, según Las Casas, saldaría el conflicto ya ha sido celebrado entre Don Martín de Ayala y Francisco Pizarro. De modo que el núcleo problemático no se cierne, exclusivamente, en el respeto y restitución de los derechos soberanos como pasos previos y necesarios a un pacto legítimo, sino en justificar la libertad que fundamente la resistencia una vez que ese acto ha sido consumado. Así, y más allá de que, por las razonas expuestas en los apartados anteriores, no coincido con la lectura “monárquica” del tratado lascasiano que lleva a cabo Adorno, es cierto que Guaman Poma pone en el centro de análisis “si a la totalidad de los ciudadanos andinos no se les ha negado unos derechos de tipo más fundamental” (1991, 39). Al hacerlo, no recurre exclusivamente a los principios primero y segundo del tratado lascasiano sobre la soberanía de los infieles y sus efectos jurídicos en los extranjeros, sino que, como mostraremos más adelante, recurre también al séptimo sobre las leyes, fueros o costumbres que debían guardárseles a los amerindios. Como vimos, este principio es clave en la restitución del republicanismo de Las Casas porque condensa tanto la necesidad del consentimiento como la posibilidad de que los indios hagan la guerra a los españoles para resarcir las injusticias.
En segundo lugar, hay que notar una disyunción metodológica. Aunque parece imitar la respuesta lascasiana a la exotización del nuevo orbe traduciendo ambos patrones culturales, lo que a primera vista parece sincretismo, expresa, en cambio, tensión y agonismo (Rivera Cusicanqui 2015, 245-249). Guaman Poma da un giro decolonial cuando no refuerza la pretensión de universalidad y transparencia del patrón cultural dominante, pero también al negar que la narración europea de los acontecimientos sea la única válida para hacer comprensible lo que estaba ocurriendo (Lamana 2019, 100-102). En efecto, quiero mostrar que en la corónica la traducción entre patrones culturales desborda la linealidad del tiempo regida por los vectores pasado-futuro, atrasado-moderno y pecado-salvación, pero también que cuando compara no iguala, sino que hace irrumpir el pasado andino como una persistencia de prácticas a partir de las cuales dar sentido al presente e imaginar la emancipación en el futuro.
Por ejemplo, en el capítulo dedicado a las ordenanzas y el gobierno dispuesto por Topa Inga Yupanqui, Guaman Poma parece equiparar tanto las instituciones del Tahuantinsuyu con las castellanas como los efectos de aquellas con los esperables de la fe cristiana (NC, ff. 182 [184] y ss.). Sin embargo, dicha comparación no desemboca en la necesidad de un tiempo que, aunque contencioso, se rija por la lógica de la espera y la promesa de la redención de lo andino por parte de lo cristiano. Al contrario, Guaman Poma insiste en que “todo escribo para que con lo bueno sea servido Dios y de lo malo se enmienden los cristianos y se arrepientan de sus pecados” (f. 193 [195]). Concretamente, pecados en los que incurren cuando sus prácticas transforman su doctrina en una mentira. En el Tratado de las doce dudas esta incoherencia era un obstáculo para la conversión y sumisión de los indios. “Piensan que les mentimos,” dice Las Casas (265). En la crónica de Guaman Poma, en cambio, tal denuncia sirve para recuperar la validez de las costumbres ancestrales andinas que la conquista desestructuraría incluso con la coherencia ética que el dominico exige. Queda entonces al descubierto que el objetivo de Guaman Poma es mostrar que la conquista pone al revés “la gran misericordia que había en este reino,” pero también que esa misericordia no la han tenido “en toda Castilla ni lo tendrán por ser tan bellaca gente” (f. 232 [234]). Mientras las mujeres andinas tenían tierras, las “españolas que tienen fuerza [pero no se les da tierra], por no trabajar se hacen pobres y piden limosna como ciega, o vieja de ochenta años” (f. 222 [224]).
En tercer lugar, si bien emplea el léxico del Tratado de las doce dudas para identificar el fondo tiránico de la conquista e imaginar un plan de reforma —como señala Rolena Adorno (1992, 346-374)—, va a caracterizarla de un modo diverso. En la corónica la “utilidad pública” no encuentra en la “misericordiosa” reciprocidad su sinónimo, sino un homónimo que esconde un antagonismo. Esta disyunción se expresa con claridad cuando Guaman Poma tensiona el principio séptimo del Tratado de las doce dudas, según el cual el orden del derecho natural, divino y humano establecía que la entrada en las Indias debía concluir con un pacto en el que correspondía “guardarles [a los indios] sus estados, leyes, costumbre y libertades que no sean ni fueren contra nuestra fe [cristiana]” (DD, 225). En el apartado anterior veíamos que este principio resulta clave para la comprensión de la crítica republicana de Las Casas a la administración colonial porque condensa el carácter contencioso del tiempo presente tal como lo imagina el dominico. En la “2da conclusión a la tercera duda” Las Casas sostiene que la tiranía de los españoles se produce cuando vulneran el mentado principio séptimo y, en consecuencia, instituyen un gobierno para apropiarse del trabajo de los indios. En cambio, señala Las Casas, “toda gobernación de gente libre se ha de enderezar al bien temporal o espiritual de los gobernados” (263). Se prueba que la tiranía afecta a la utilidad pública cuando “los hombres se consumen y se mueren en lugar de multiplicarse” (264). En un sentido homónimo, Guaman Poma se lamenta porque en este mundo al revés resulta imposible la multiplicación de los indios, pero agrega una disyunción al recordar que el pasado en el que “todos comían en la plaza pública” (NC, f. 66) se invierte en un presente en el que los indios se acaban porque “todos son ladrones y todos comen a la costa de los pobres indios” (f. 978 [996]).
Así, Guaman Poma se ubica en el lugar de los bautizados e injuriados que deja disponible Las Casas en su tratado. Pero con ese agregado (“todos comían en la plaza pública”) marca la diferencia con la utilidad pública lascasiana. Cuando intenta traducir las pautas rituales que daban curso a compromisos mutuos (Depaz Toledo 2014) en términos de vínculos jurídicos entre gobernantes y gobernados, la tiranía se produce cuando los soberbiosos se apropian individualmente del trabajo comunitario. En términos contemporáneos diríamos “lo privatizan.” “El enemigo es la soberbia” ―dice un Guaman Poma (f. 936 [950])― porque esta afecta la autonomía y la autosuficiencia de las comunidades cuando sin amor ni caridad se acomete contra los pobres indios bloqueando “al abastecimiento y a la reproducción material de las comunidades y pueblos” (Rivera Cusicanqui 2018, 47)
En consecuencia, la reversión de la tiranía no demanda solo la restitución de la soberanía, sino también volver al sistema de reciprocidad que regía los intercambios en los espacios andinos. Según la narración de la Nueva corónica las comunidades pierden su libertad cuando los servicios que demanda la reciprocidad se reemplazan por el tributo que enajena el valor y se desentiende de la reproducción de la vida. Así, aunque lo exprese a través del léxico del Tratado de las doce dudas, el proyecto político de la corónica gira en torno a la desindividualización de la tierra y del trabajo que producían los tributos, encomiendas y reparticiones.
Este vínculo entre tiranía y privatización se aprecia, por ejemplo, en los nueve sermones que los soberbiosos curas doctrinantes dirigen a comunidades de indios. Guaman Poma denuncia en castellano que “dichos padres y curas […] mezcla el sermón de su hacienda y rescates y otras ocupaciones” (NC, f. 610 [611]). Pero en quechua explicita al lector textual y visual andino que la “doctrina” se mezcla con la “hacienda” como dispositivo de apropiación del trabajo de los ayllus. El sermón en quechua traducido por Jan Szeminski dice: “Trabajarás bien lo que he mandado. … Esto es lo que el día de hoy os manda en el Evangelio.”20 Lo mismo ocurre en el “capítulo de la pregunta” de la crónica. Allí Guaman Poma simula una entrevista en la que el rey, con afectada ignorancia, consulta al “autor Ayala” sobre las injusticias que padecen los “pobres indios.” La impostura del rey queda al descubierto cuando el “autor Ayala” dice “ha de saber vuestra Majestad” que “sin los indios vuestra Majestad no vale cosa, porque se acuerde que Castilla es Castilla por los indios” (NC, f. 964 [982]). Aquí reitera un principio presente en el derecho castellano.21 Sin embargo, lo emplea para hacer saber a su majestad que la multiplicación de los indios —i.e. la utilidad pública que legitime el gobierno— implica que cese la apropiación arbitraria y que se les deje tener la hacienda de comunidad (sapsi) (NC, f. 963 [977]) en la que los servicios que prestaban a los oficiales los dejaban libres (f. 338 [340]).
Por decirlo en otras palabras, la noción republicana de utilidad pública en la crónica mestiza de Guaman Poma remite a la determinación amerindia del derecho natural según la cual se debe restituir lo robado, pero no para que ahora los pueblos consientan el tributo que expropia su trabajo y los esclaviza. Según Las Casas, en el pacto que debe producirse para legalizar el gobierno de las Indias los señores de Castilla deben prometer el buen gobierno y los pueblos indios “ofreciesen libremente, sin fuerza ni miedo, alguna obra y fidelidad a sus altezas y algún tributo en señal del señorío universal” (DD, 225). En cambio, para Guaman Poma: “dice tributario, quiere decir esclavo en gran daño de los pobres cristianos indios” (NC, f. 338 [340]); “quien dijere tributo o tasa peca mortalmente porque de libre le hace esclavo” (f. 888 [902]).
Finalmente, sin refugiarse en una sustancialización del pasado, Guaman Poma identifica que el problema de los soberbiosos no es racial. En las descripciones del desorden colonial en la sección de Buen Gobierno, el pecado no se atribuye según una lógica racial (Lamana 2019, 100-102) o egocéntrica (Todorov 2014, 181) que aun invertida de forma radical sesga los análisis de Las Casas. Sean españoles o indios, el desprecio por el Otro que introduce la conquista desbarata la organización de la vida comunitaria orientada a multiplicar las gentes, hacerlas ricas y, en consecuencia, aumentar la fuerza del reino (NC, f. 960 [999]). Tanto el rey, como los españoles, los caciques principales, criollos o mestizos en connivencia con los funcionarios del sistema colonial incurren en el pecado de la soberbia cuando “les quita sus haciendas a los indios y a las indias, y les azota con color de la doctrina y la misa” (f. 1130 [1140]).
Estos soberbiosos son malditos porque representan los vectores más eficaces de presión que ejerce la sociedad colonial sobre la población andina (Cf. Husson 2001, 132). La cuestión, por lo tanto, rebasa el dualismo racial y se dirige a evitar una mediación excluyente, violenta, sin articulación que, como dije, impone la privatización de la vida comunitaria. En el cierre de la historia de los padres y curas de doctrina afirma siguiente:
Que los dichos padres doctrinantes extranjeros […] no se pueden llamarse propietario […] todos son ínterin porque solo los indios son propietarios legítimos que Dios plantó en este reino […] Aunque por parte de su madre es propietario el mestizo y mulato, ha de saberse de qué parcialidad y ayllo, y éstos han de asistir en las ciudades (NC, f. 657 [671]).
Allí aparece, por un lado, una reverberación de las recomendaciones del virrey Francisco de Toledo a Felipe II sobre los mestizajes jurídico-políticos en 1574. Para el reformador colonial la persistencia de las instituciones andinas representa un riesgo porque esos mestizos ―afirma― “no dejan de tener pretensiones juzgando que por parte de las madres es suya la tierra y que sus padres la ganaron y conquistaron” (Toledo 1921, 338). Pero, en su refutación, Guaman Poma rechaza solo al mestizo que “no se sabe” a qué parcialidad pertenece. Mejor dicho, que no se inserta en el entramado de relaciones, de compromisos mutuos, que permita articular la multiplicidad de elementos antagónicos, pero complementarios, de la frontera colonial siguiendo las pautas de la misericordia que regían el pasado andino. Por otro lado, se hace notar la centralidad que Guaman Poma atribuye a los “cabildos,” las asambleas de los pueblos, indios y mestizos, que piden justicia (NC, f. 655 [669]).22 Lo que en el léxico republicano configura el compromiso de los ciudadanos con la vida activa para el gobierno de los asuntos públicos, en la versión andina adquiere un cariz plebeyo al poner en el centro de la plaza pública a los indios y las “indias” “pobres de Jesucristo.”
En suma, en la metabolización del Tratado de las doce dudas se introduce una serie de disyunciones producto del modo en el que Guaman Poma sacude sus elementos republicanos ―en particular el de libertad como ausencia de dominio y la utilidad pública― para hacerlos dar cuenta de los conflictos de la zona de contacto. Aunque coincide con Las Casas en la crítica del dominio arbitrario colonial, desde su perspectiva culturalmente mestiza, la tiranía no se produce por la falta de acto jurídico puntual de consentimiento, sino por el desbaratamiento de los espacios de articulación e integración de la vida comunitaria.
Consideraciones finales
En el artículo se ensayó una lectura de la filosofía política que emerge en la zona de contacto de la conquista de América en respuesta a la emboscada de la razón conquistadora. Esto es, de los argumentos con los que se buscó resistir tanto a la pretensión de transparencia del patrón cultural dominador como a la universalidad de unos derechos sostenidos en la ambigüedad de un género humano concebido a la medida de las culturas del continente europeo. Al efecto, se restituyeron las convergencias y disyunciones entre los textos de Bartolomé de Las Casas y Felipe Guaman Poma de Ayala. Para ello la presentación del republicanismo lascasiano ofició de puerta de entrada para una lectura de las propuestas de reforma colonial de la Nueva corónica no sometidas a la lógica de la traducción literal de tradiciones inmodificables.
La lectura del uso que ambos hacen de los argumentos republicanos para la crítica de los racismos epistémicos en ciernes, del dominio arbitrario al que se somete a la población amerindia y, finalmente, a la privatización de los bienes comunes nos permite delinear una lección fundamental para la tradición republicana en América Latina. Más aun, cuando la matriz racial del patrón de poder que emerge con la colonia, según la célebre formulación de Aníbal Quijano, se sostiene más allá de los tiempos en los que estos autores se expresaron (Quijano 2014). El republicanismo emerge en la frontera colonial del siglo xvi y xvii como la teoría política de un tiempo contencioso en el que se multiplican juicios diversos, legítimos y antagónicos sobre las mismas cosas. Tal multiplicación y diversidad, desde la perspectiva de ambos pensadores fronterizos, implican una ganancia en posibilidades de antagónica complementariedad. Por lo tanto, el compromiso republicano con la noción de libertad como no dominio en la frontera colonial supone la universalización concreta de lo humano y afrontar las condiciones de coerción y de radical inequidad en las que se despliega la vida política comunitaria. O, lo que es lo mismo, ese compromiso implica la resistencia a los tiempos urgentes de quienes ven en la expresión pública y tumultuosa de los más desfavorecidos una presencia odiosa de la que desembarazarse.
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1 Para la reconstrucción material de la escena de Cajamarca sigo a Gonzalo Lamana (2008, 27-64), para más información ver también el trabajo de Sabine MacCormack (1991).
2 Sobre las circunstancias anteriores a los hechos de Cajamarca, ver Rostworowski (2015, 198); para un análisis descripción del requerimiento ver Zavala (1977, 30 y ss).
3 Ver también el trabajo de Sandro Mezzadra y Brett Neilson (2017); Walter D. Mignolo (2012).
4 Estos son “el origen popular del poder del gobernante, el bien común como el fin de la sociedad, la ley y la voluntad de la comunidad como límite a la autoridad, la búsqueda de la participación de la república en el gobierno y la defensa de la libertad de los pueblos y ciudadanos” (Quijano Velasco 2015, 17).
5 Realicé un análisis de la emergencia de esta tensión racial en el republicanismo de Simón Bolívar en Fernández Peychaux (2017).
6 Ver la distinción que realiza Pocock entre el lenguaje jurídico y el republicano (1985, 40 y ss).
7 Cito De regia potestate según la edición incluida en la Colección de las obras de D. Bartolomé de Las Casas. Tomo Segundo (París, 1822) que lleva por título “Sobre la potestad soberana de los reyes para enajenar vasallos, pueblos y jurisdicciones” (49-111). En adelante me referiré a ella como RP.
8 El concepto de Escuela Ibérica remite a un ámbito intelectual más amplio que la Escuela de Salamanca y, a su vez, trasciende los límites de Castilla (Calafate y Mandado 2014).
9 En De regia potestate las conclusiones inmediatas forman parte del derecho de gentes, mientras que en el Tratado de las doce dudas lo hacen del derecho natural. Cito el Tratado de las doce dudas según la edición incluida en la Colección de las obras de D. Bartolomé de Las Casas. Tomo Segundo (París, 1822) que lleva por título “Respuesta de Don fray Bartolomé de Las Casas, a la consulta que se le hizo sobre los sucesos de la conquista del Perú en 1564.” En adelante DD. Sobre el derecho natural en DD, ver página 202.
10 Para más información sobre esta tolerancia frente al error moral ver Aspe Armella (2008).
11 En adelante AP.
12 Sobre el carácter democrático de la comprensión lascasiana de la soberanía ver Pereña (1969, xii).
13 Las cursivas son añadidas.
14 Las cursivas son añadidas.
15 Cito la edición de Franklin Pease G.Y de la editorial Fondo de Cultura Económica mencionando los folios del manuscrito original que se indican en su margen izquierdo.
16 Sobre la centralidad del tiempo en el mundo colonial moderno, ver Mignolo (2011, 152).
17 Las Casas sostiene el mismo argumento en el capítulo 35 de la Apología, o declaración y defensa universal de los derechos del hombre y de los pueblos de 1552-1553.
18 Cito el tratado según la edición incluida en la Colección de las obras de D. Bartolomé de Las Casas. Tomo Segundo (París, 1822) que lleva por título “Sobre la libertad de los indios que se hallaban reducidos a la clase de esclavos.”
19 Recurro a la Dussel (2007, 202) se refiere a un tiempo de “espera de la maduración histórica del otro”; Antonio Maravall (1974, 311-88) lo considera de un relativismo cultural secularizado; Ramón-Jesús Queraltó Moreno (1976, 280) hace referencia a la tolerancia religiosa; Gustavo Gutiérrez (2003, 261-67) de una defensa de la libertad religiosa; Virginia Aspe Armella (2008, 81) de “genuino pluralismo de culturas ancestrales”; Noell Birondo (2020, 5) señala una “caridad hermenéutica radical”; finalmente Todorov rescata una suerte de perspectivismo (2014, 200).
20 Traducción de Jan Szeminski en NC, vol. III, 213.
21 “El tesoro es el pueblo y sin pueblo no hay tesoro” le dicen las Cortes a Juan II en 1439 (Colmeiro 1873, 249).
22 Sobre la centralidad de los cabildos ver Fernández Peychaux (2019, 97-124).
Diego Fernández Peychaux
es investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas y del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.