Negritud ecuatoriana y la poética de resistencia y solidaridad en Juyungo de Adalberto Ortiz
En 1943 Adalberto Ortiz publica Juyungo: historia de un negro, una isla y otros negros, novela que explora la experiencia de permanecer por fuera del imaginario de la nación ecuatoriana, o como indica el protagonista de la novela, Ascensión Lastre, la “brutal soledad cósmica” que representa la exclusión física y simbólica de la nación. Como otros escritores de la Generación del 30, Ortiz critica la injusticia social que afecta a aquellos marginados por el proyecto de modernización nacional. Pero a diferencia de este grupo de intelectuales, Ortiz confronta la retórica étnico-racial, la cual posiciona la figura del indígena como eje del discurso de modernización mientras elimina al afrodescendiente de la narrativa histórica del Ecuador. Este estudio explora discursos de raza, nación e identidad nacional en Ecuador a partir del análisis de la novela Juyungo de Adalberto Ortiz. Mi análisis propone que, en Juyungo, Ortiz logra articular una negritud ecuatoriana a partir de la recuperación del legado de resistencia y solidaridad de la comunidad multiétnica y multirracial esmeraldeña. Su protagonista, Ascensión Lastre, conocido también como “Juyungo”, representa el vínculo ancestral entre las comunidades afrodescendientes e indígenas que han caracterizado la experiencia de los habitantes de la región, así como la compleja posición que ambas comunidades han ocupado como parte del proyecto cultural, político y económico de la nación ecuatoriana. Considero la novela de Ortiz como un texto fundamental para explorar nociones de negritud en Ecuador; especialmente en la actualidad, momento en que la hipervisibilidad de los afrodescendientes que conlleva su reconocimiento constitucional ha puesto en cuestionamiento la narrativa de origen de esta nación andina provocando numerosas polémicas y debates públicos.
Explorando la negritud ecuatoriana
En septiembre del año 2011, el diario ecuatoriano El Telégrafo publica una columna de opinión en donde indica que el aumento de la presencia de los afrodescendientes en Ecuador es el resultado de la reciente ola de inmigración de países como Cuba, Brasil, y Nigeria. El autor argumenta que, en 1810, la mayoría de los habitantes de la provincia de Quito eran “blancos e indígenas” mientras que los “pardos y negros esclavos” representaban una escasa minoría.i El reportero relaciona así la afrodescendencia con una identidad ajena, distante y diametralmente opuesta a la tradicional identidad indo-hispana en que se sostiene el imaginario étnico-racial de Ecuador. El cuestionamiento del reportero hace alusión al resultado del censo del año 2010, el cual reportó que el número de afrodescendientes que se identificaban como tal no solo había aumentado en más del doble en relación con el último registro nacional, sino que sobrepasaba en número a los pueblos y nacionalidades indígenas.ii
El reposicionamiento de los afrodescendientes en el escenario nacional tomó por sorpresa a la sociedad ecuatoriana, acostumbrada a señalar a los indígenas no solo como el otro racial de la nación, sino como la causa principal del retraso y la inestabilidad del país. Esta percepción histórica se hizo evidente durante las manifestaciones lideradas por grupos indígenas que tuvieron lugar a principios de la década del 90, las cuales fueron fuertemente criticadas por las autoridades y calificadas por estos como “una amenaza para el futuro de la nación” (Guerrero 1997, 556). A pesar del rechazo por parte del gobierno, la presencia de las comunidades indígenas en el escenario nacional no solo tendría un impacto significativo para el avance de demandas políticas de los pueblos y nacionalidades indígenas, sino también para el avance de las demandas por el reconocimiento constitucional de los afrodescendientes; las mismas que serían alcanzadas solo dos décadas más tardeiii.
Las opiniones de los críticos apuntan a que las dificultades que han encontrado los afrodescendientes en la América Latina para ser reconocidos como grupo étnico se debe a la naturaleza de su modelo multicultural, el cual, con la excepción de Brasil y la región del Caribe, desconoce la presencia histórica de las comunidades afro-hispanas. Esta problemática es un esquema generalizado por lo que en muchas ocasiones las demandas por el reconocimiento de los afrodescendientes no solo se han considerado ilegítimas, sino que han obligado a estas comunidades a articular una identidad que se adhiera a un proyecto político y cultural mediado por una forma institucionalizada de indigeneidad.iv La “indianización” de las demandas de los afrodescendientes no solo representa la negación de su presencia histórica, sino también del legado de solidaridad y resistencia entre las comunidades afrodescendientes e indígenas.
El cuestionamiento de la presencia histórica de los afrodescendientes que presenta el modelo multicultural ha hecho que críticos como Muteba Rahier consideren las políticas multiculturales en Ecuador como un modelo que “reinscribe el orden racial dominante a través de una nueva narrativa nacional” (2014, 3). Para Lucero, la implementación de políticas multiculturales en Ecuador tiene como propósito revitalizar un modelo de gobierno populista que, junto con la creación de una imagen más tolerante de Ecuador, busca neutralizar la oposición de las clases populares a la implementación de políticas neoliberales (2013, 25). Según Walsh (2012b, 16), el modelo multicultural ecuatoriano reposiciona a los afrodescendientes en relación con un proyecto capitalista global que integra a las minorías dentro de un marco anclado por la diferencia colonial. Como señalan estos críticos, el discurso multicultural actual, como nueva narrativa de la nación ecuatoriana, pone en evidencia la inestabilidad del proyecto político, ideológico y cultural en el que se sustenta la idea de ecuatorianeidad. ¿Pero cuál es esta narrativa y qué papel tienen los afrodescendientes en la construcción de la identidad ecuatoriana?
De acuerdo con Trouillot (1995, 16) el momento histórico que una comunidad elige como principio de su memoria colectiva tiene directa relación con cómo se imagina esa comunidad y por lo mismo contiene, o hace referencia, a los intereses específicos de quienes mantienen el poder. Para la elite criolla ecuatoriana de la segunda mitad del siglo XIX, este momento histórico se construye a partir de la recuperación de un pasado ancestral pre-incaico y de su subsecuente difusión a través del tropo de la conversión (religiosa) del indígena como alegoría de integración nacional.v La institucionalización del tropo de la conversión del indígena reafirma el valor civilizatorio de la tradición hispana mientras que la exclusión del afrodescendiente de la narrativa fundacional de Ecuador permite que la elite intelectual y política reafirme una identidad ligada a la percepción de la superioridad blanca-europea.
Como indica Sommer en su texto seminal Ficciones fundacionales. las novelas nacionales de América Latina (1991), la creación de una narrativa de origen de la nación está directamente relacionada con el establecimiento de ideologías públicas que, en el caso de Ecuador, propone la conversión del indígena como una forma de justificar la dominación y el control sobre estas comunidades por parte de los hacendados y las autoridades locales. El posicionamiento del indígena como paradigma de la diferencia se traduce en lo que Mignolo (2000, 68) describe como “colonialismo interno” por cuanto se adopta el modelo europeo como referente cultural mientras el imaginario racial se articula a partir de las diferencias internas con las poblaciones históricamente marginadas. Como resultado, ideas de nación, desarrollo y progreso serán traducidas en términos raciales para establecer una fórmula de ciudadanía que Rahier (2014, 75) describe como “una ideología biológica de la identidad nacional”.
Junto con el traspaso del control de las comunidades indígenas a manos de hacendados y autoridades locales, el ingreso de Ecuador al mercado global marca el comienzo de la implementación del modelo de agricultura de exportación como parte fundamental del proyecto de modernización nacional. La concentración del terreno productivo en el reducido núcleo de la oligarquía terrateniente obliga a campesinos y comuneros a abandonar sus tierras y someterse al sistema de la hacienda y el concertaje (Ayala Mora 1995, 49).vi Al momento de la expansión de la agricultura de exportación, las comunidades afrodescendientes de la costa del Pacífico en el norte de Ecuador y el sur de Colombia, se habían establecido en la región como una comunidad multiétnica fronteriza cuya autonomía dependía del libre acceso a la tierra para la extracción y comercialización de productos locales.
Según Leal-León (2016, 19), el particular vínculo que la comunidad afrodescendiente establece con el territorio contribuye al desarrollo de una identidad local que aparece tanto del control sobre el trabajo, así como de sus propias vidas. Sin embargo, la autonomía sobre el trabajo que alcanzan las comunidades afrodescendientes de la región se vería amenazada bajo la presión que ejerce el estado para incorporar a la población al modelo económico dominante. Tanto la presión estatal como la marginación de los habitantes de la región por parte del gobierno contribuyen a la formación de movimientos campesinos que se organizan para mantener el dominio sobre el territorio y proteger el modelo local de subsistencia, autonomía y colaboración que hasta entonces había caracterizado el diario vivir de las comunidades afrodescendientes e indígenas de la región. La historiadora Nicola Foote (2010, 84) ha señalado que la participación de afrodescendientes e indígenas de la región de Esmeraldas en el movimiento popular campesino de fines del siglo XIX resulta de la promesa de abolición del concertaje y redistribución de las tierras que difunden los líderes del partido liberal como una estrategia para alcanzar el apoyo popular; un acuerdo que a su vez garantizaba la disposición de mano de obra para los terratenientes de la región costera. Según Antón-Sánchez (2012, 18), la participación de afrodescendientes en montoneras no solo resulta de la conciencia que adquiere la comunidad afrodescendiente sobre su posición marginal al interior de la nación ecuatoriana, sino también de la aspiración de adquirir derechos ciudadanos que hasta entonces les habían sido negados. Aunque ambos estudios subrayan la importancia tanto de la participación de afrodescendientes en las campañas militares que llevarían al poder al gobierno Liberal como su lucha por la autonomía, ha habido menos énfasis por explorar la participación de las comunidades afrodescendientes e indígenas en los movimientos campesinos en relación con el legado de resistencia y solidaridad que ha caracterizado a la comunidad esmeraldeña desde sus orígenes.
Descrita en las crónicas españolas como “República Zamba”, la región conocida en la actualidad como Esmeraldas se origina a mediados del siglo XVI como resultado de la unión de africanos e indígenas libres y la colaboración conjunta para la defensa y protección ante la esclavitud y otras formas de servidumbre impuestas por los colonizadores españoles.vii Según Sánchez- Godoy (2012, 169), la capacidad que demuestran africanos, amerindios y sus descendientes para ejercer soberanía territorial y autonomía política supone el establecimiento del modelo alternativo de conocimiento y autoridad así como la articulación de una subjetividad afro-indígena, todo lo cual ponía en evidencia el proyecto colonial como una empresa de exclusión, violencia y deshumanización. La presencia de una comunidad multiétnica liderada por africanos no solo cuestionaba la legitimidad de la misión civilizadora de la Corona española, sino que representaba una amenaza significativa para imposición de la lógica racial impuesta por la empresa colonial. Como ocurriría con los asentamientos afro-indígenas de lo que hoy es Perú y Colombia, las autoridades españolas reaccionaron a la amenaza que presentaba la autonomía de las comunidades afro-indígenas a través de la promulgación de legislación para su segmentación y la estricta vigilancia de las relaciones interétnicas. A pesar de la persistencia de una conciencia afro-indígena contenida en las prácticas culturales de los habitantes de la región de Esmeraldas, las autoridades coloniales continuaron sancionando la alianza y resistencia de las comunidades afrodescendientes e indígenas por medio de la difusión del miedo del otro racial.
Prieto (2004, 110), señala que las autoridades españolas consideraban la oposición indígena a instituciones como el tributo y la encomienda como actos subversivos que sembraban temor entre la población (110). Con la creación de la república, el miedo a las comunidades indígenas seguiría siendo parte del discurso de las autoridades, las cuales percibían la resistencia indígena como parte de “el carácter rebelde de su raza”. En efecto, los “levantamientos indígenas” de Cañar (1862) Guano (1868) y Daquilema (1872), entre otros, fueron reprimidos con una fuerte ofensiva militar y sus líderes condenados a muerte (López-Ocón 1986, 127). El miedo de la elite a la oposición indígena se transformaría en uno de los temas principales en la producción literaria decimonónica. Novelas como Cumandá: un drama entre salvajes (1877), no solo reafirman la percepción del indígena como un sujeto “salvaje”, sino que buscan justificar su dominación y control.viii
El control y la supervisión de los sujetos indígenas como premisa central del imaginario nacional difundido por intelectuales y políticos conservadores durante la segunda mitad del siglo diecinueve se convertiría en eje del proyecto nacional de modernización liderado por el gobierno liberal a principios del siglo veinte a través del discurso de asimilación. Así, el establecimiento del tropo de la dominación indígena que se habría utilizado para reafirmar el poder político de la elite latifundista criolla de la sierra sería reproducido por el gobierno liberal como una forma de transferir el poder a la aristocracia mercantil y bancaria. Con la consolidación del tropo de la dominación indígena como eje del imaginario de la nación moderna, la presencia de afrodescendientes esmeraldeños a la cabeza del movimiento campesino no solo será percibido como una amenaza para los intereses políticos y económicos de la élite criolla y comercial, sino como una disrupción de la lógica racial en las cuales se sostiene la idea de nación y e identidad nacional.
Como consecuencia, entre 1913 y 1916 el gobierno ecuatoriano desplegaría fuerzas militares por tierra y por mar hacia la región de Esmeraldas bajo el pretexto de controlar grupos insurgentes y asegurar la estabilidad del país. El bombardeo de la ciudad de Esmeraldas es descrito por Ortiz en Juyungo como “un combate sangriento”, “[una] carnicería…en donde palizadas de muertos bajaban por el río” (1957, 57). Aunque la ocupación militar de la región de Esmeraldas se transformaría en la guerra civil más larga de la historia de Ecuador, esta será eliminada de los registros históricos junto con el trauma y la devastación experimentada por la comunidad. Aunque la intervención militar en la región de Esmeraldas consigue desarticular el movimiento popular campesino, la militarización de la región conlleva la criminalización de los afrodescendientes por medio de la difusión del mito del hombre negro como un sujeto criminal y violento. Según Foote (2010, 90) informes oficiales publicados durante este periodo condenan la participación de los esmeraldeños en el movimiento campesino como un «acto ilegal» al mismo tiempo que representa a los sujetos negros como una «raza peligrosa». La difusión de una narrativa que describe al afrodescendiente como una amenaza para la población, el progreso y la moral del país no solo contribuye a su exclusión social, sino también a la deslegitimación de sus demandas políticas.
Mientras que la difusión de la narrativa de violencia del hombre negro por parte del gobierno liberal buscar promover miedo del afrodescendiente, la implementación de la retórica de “el problema indígena” busca implementar reformas políticas que tienen como objetivo reglamentar la mano de obra indígena. Por ejemplo, en la Constitución de 1906 y de 1938 el gobierno ecuatoriano establece una serie de estatutos legales para regular a la raza “india” y a la raza “montuvia”; categorías que hacen referencia grupos poblacionales de la sierra y de la costa (Foote 2006, 265; Prieto 2004, 44). La creación de una fuerza laboral racializada no solo establece un principio para la explotación de indígenas y otros sujetos de color basado en una jerarquía racial; al mismo tiempo reafirma la exclusión del afrodescendiente por medio de su exclusión del vocabulario social, cultural y político de la nación. La clasificación del “indio” y del “montuvio” en grupos étnicos racializados forma parte de las políticas orientadas a la asimilación del otro racial, en particular del otro indígena, a la cultura nacional. Bajo esta premisa, intelectuales como Jorge Icaza, Pío Jaramillo y Leopoldo Benites Vinueza introducen a la conciencia nacional la responsabilidad del estado de “proteger” al indio ecuatoriano, un discurso que a su vez reafirma la falta de autonomía política y capacidad intelectual del indígena.ix
Mientras que la retórica de asimilación del indígena alude a su inferioridad racial, intelectuales como Benjamín Carrión se enfocaría en la celebración del mundo indígena pre-hispánico y de su difusión como parte de la narrativa nacional popular bajo el concepto de la indo-hispania. Carrión, uno de los más intelectuales emblemáticos de Ecuador, encuentra inspiración en la producción intelectual del siglo XIX, particularmente de la producción literaria de Juan León Mera. El poema épico «La virgen del sol: leyenda indiana” (1861), escrito por León Mera, glorifica la resistencia de los príncipes incas, Rumiñahui y Atahualpa, contra los conquistadores españoles; un tema que reaparece en el ensayo seminal de Carrión «Atahualpa» (1934). En este ensayo, Carrión describe en profundidad el concepto de la indo-hispania, expone los principios fundamentales que definen a Ecuador como una nación de origen indígena y reafirma el pasado ancestral de Ecuador como “un símbolo de prestigio cultural y autenticidad histórica de la nación ecuatoriana” (Grijalva 2014, 13) x. La reconfiguración simbólica de la nación ecuatoriana bajo la idea de la indo-hispania se oficializa con la creación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1944 como un organismo estatal que Carrión lidera y que asume el papel de “preservar y rescatar la patria a través de la cultura” (Polo-Bonilla 2002, 38). El modelo cultural que defiende Carrión encuentra un referente en el proyecto cultural popular que promueve el político e intelectual mexicano José Vasconcelos; un relato que contribuye a vincular Ecuador con un imaginario latinoamericano que continúa justificando la superioridad de la identidad racial y la tradición europea.
Las contradicciones que presenta la narrativa de modernización nacional se verían reflejadas en la producción literaria de este periodo y su reinscripción de una lógica racial que que promueve «una forma racializada de inclusión subordinada» (Appelbaum 2003, 5). Textos como Los que se van: cuentos del cholo y del montubio (1930), Huasipungo (1934) y Cholos (1937) denuncian la explotación y abuso de campesinos y trabajadores al mismo tiempo que presentan a personajes indígenas, afrodescendientes e individuos de color por medio del lenguaje opresivo del otro racializado. La retórica nacional de dominación y exclusión del otro racial es cuestionada por Ortiz en Juyungo a través una poética de resistencia y solidaridad. Juyungo no solo ofrece una propuesta intelectual antirracista, sino que lo hace en un momento en que la exclusión del afrodescendiente y la asimilación del indígena aparecen como mecanismos centrales en las campañas estatales de modernización nacional.
Poética de resistencia y solidaridad en Juyungo
La propuesta narrativa de Ortiz en Juyungo busca cuestionar las narrativas históricas y literarias que han contribuido a posicionar la figura del afrodescendiente y del indígena como parte de una frontera simbólica desde donde reafirmar ideas de civilización, cultura nacional y modernidad. Para Ortiz, esto significa reconocer el legado de violencia colonial y la exclusión que supone el proyecto nacional. Como miembro del emergente grupo de intelectuales más tarde conocido como Grupo de Guayaquil, Ortiz asume el desafío de expandir los límites que definen la nación por medio de la recuperación de la historia de resistencia y solidaridad de la comunidad esmeraldeña; una comunidad que el autor consideraba como propia.
Ortiz nace en la ciudad de Esmeraldas en 1914, pero su familia se marcha a la ciudad de Guayaquil escapando del caos y la devastación que sobreviene con la ocupación militar de la región. Durante su juventud, Ortiz se traslada a Quito para completar sus estudios superiores y desde entonces permanece en un constante peregrinar entre Guayaquil, centro económico, Quito, Capital cultural, y Esmeraldas, su ciudad natal. La experiencia de desarraigo y constante vaivén que experimenta Ortiz se vería reflejada en su aguda percepción de la jerarquía racial imperante y de la división social que le acompaña. Este entendimiento aparece plasmado en una entrevista citada con frecuencia en donde el autor indica: “yo no soy negro ciento por ciento, yo soy mestizo, y me he criado en un ambiente de blancos (Calderón Chico 1991, 128). Las diferentes categorías étnicas, culturales y raciales que Ortiz utiliza para su identificación no solo problematizan la noción de identidad nacional, sino que buscan transgredir sus límites para exponer el carácter excluyente de la retórica nacional. La declaración de Ortiz retrata la importancia de su posición como intelectual afrodescendiente en Ecuador ante la persistencia de una narrativa racializada de los sujetos nacionales.
Ortiz se inicia como escritor inspirado por la poesía negrista que surge en las Antillas-hispanas y por el movimiento de la Négritude que se extiende desde el Caribe (Ortiz-Veloz 1997, 487). El diálogo transnacional que Ortiz establece con la producción intelectual caribeña sería fundamental para imaginar la diáspora africana en Ecuador, así como para el desarrollo de una poética que le permite acceder a un relato histórico de la nación ecuatoriana por fuera del discurso colonial nacionalista. Además de recuperar la herencia africana para la celebración de una identidad negra criolla, Ortiz ofrece una perspectiva crítica de las comunidades afrodescendientes que, como indica el autor, es parte de su indagación personal para: “recordar lo olvidado y recuperar una identidad que se me había negado” (Ortiz-Veloz 1997, 488). En consecuencia, si en su poesía Ortiz aspira a “poblar imaginariamente una geografía marginal” (Ortega 1997, 106), en su prosa el autor refleja su compromiso social desde una militancia política impulsada por el deseo de transformar Ecuador en un país más justo; o en palabras del autor, de alcanzar una “nacionalidad nunca lograda” (Ortiz 1997, 297).
Una mirada general a la novela de Ortiz es útil para entender su proyecto narrativo. Juyungo narra la vida de Ascensión Lastre durante su niñez en la región de Esmeraldas hasta su muerte prematura en la guerra fronteriza con Perú en 1941. La novela comienza describiendo la desgastada relación que mantiene Ascensión con su padre, Gumersindo, cuyas demandas y malos tratos hacia su hijo empuja a Ascensión a dejar el seno familiar. Ascensión, todavía un niño, es recibido por la comunidad indígena Cayapa, donde crece bajo su cuidado y protección. Cuando alcanza la mayoría de edad, Ascensión deja la comunidad Cayapa para trabajar como campesino recolector y más tarde como obrero pero el pago no es suficiente para sobrevivir. Durante este tiempo, Ascensión experimenta abuso y explotación y finalmente es despedido cuando decide unirse al sindicato para exigir mejoras en las condiciones de trabajo. Desilusionado por la explotación de sus supervisores y la corrupción de las autoridades locales, Ascensión decide regresar a Esmeraldas y unirse a la comunidad multiétnica de Pepepán, en donde forma una familia y encuentra estabilidad y camaradería.
El retorno de Ascensión y su integración a Pepepán alude al legado de autonomía y cooperación de la comunidad multiétnica de Esmeraldas y demuestra la importancia de este vínculo inter-étnico en la confrontación de la opresión, la marginación y la discriminación. Las visiones que Ascensión tiene de su tío, el capitán Lastre, aluden al misterio y heroísmo que permea el relato de la Revolución Conchista mientras que su encuentro con los estudiantes Nelson Diaz y Antonio Angulo le ofrece a Ascensión una visión de la lucha proletaria. Sin embargo, la permanencia de Ascensión junto a la comunidad indígena cayapa y más tarde la comunidad multiétnica de Pepepán aparecen como los principales espacios que le otorgan a Ascensión un sentido de pertenencia que hasta entonces no había logrado encontrar. Hacia el final de la novela, una serie de eventos hacen que la comunidad de Pepepán se desintegre. El territorio es traspasado a un inversionista alemán, el hijo de Ascensión y el patriarca de Pepepán mueren en un incendio y la esposa de Ascensión cae enferma. Envuelto en una “soledad cósmica” Ascensión se enlista en el ejército cuando estalla la guerra con Perú. Ya en la frontera enemiga, Ascensión y los demás soldados son abandonados por el gobierno ecuatoriano sin reservas ni municiones ante una evidente derrota contra Perú. Obligado a confrontar la posibilidad de morir en combate o por inanición, Ascensión es acribillado cuando decide cruzar la frontera en busca de alimento. Ortiz presenta a Ecuador como una nación fragmentada por un gobierno corrupto y un sistema de explotación racializado que, bajo la complicidad de las autoridades, empuja a la mayor parte de los ciudadanos al margen de la nación. La novela advierte al lector sobre la prevalencia de un capitalismo corrupto que despoja a los sujetos de su tierra, su trabajo y su familia hasta transformarlos en cuerpos marcados por la violencia, la exclusión y la soledad.
La expoliación impuesta por el proyecto político y económico hegemónico aparece en contraste con la autonomía, resistencia y solidaridad que representa la comunidad de Pepepán y Cayapa. Aunque estas comunidades existen en un espacio marginal, ambas representan formas en que las comunidades afrodescendientes e indígenas cuestionan discursos de exclusión, dominación y violencia. El espíritu de resistencia e independencia de africanos y amerindios libres que da origen a la comunidad de Esmeraldas aparece plasmado en el sentido de cooperación y capacidad de autonomía de la comunidad de Pepepán. Como parte de este legado, la comunidad de Pepepán constituye un ejemplo de la permanencia de espacios de emancipación afro-indígena en el contexto de un sistema político y social opresivo y restrictivo. A pesar de su condición subalterna, la comunidad Pepepán representa autonomía territorial y simbólica, así como la presencia de una subjetividad afro-indígena que permanece presente entre los miembros de la comunidad. En este espacio, Cristobalina, la hija mayor del Don Clemente Ayoví, aparece como contenedora de los saberes afro-indígenas de la medicina natural mientras que su padre, Don Clemente, quien es honrado como un individuo «leído y escribido», desafía la historia oficial como contenedor de la memoria histórica y cultural Esmeraldeña. Como fecundo narrador de la memoria local, las historias de Don Clemente Ayoví proveen de cohesión y alivio a la comunidad afrodescendiente ante la fragmentación y violencia que impone la condición colonial.
La presencia de Pepepán, como un espacio de autonomía, propone validar un espacio de conocimiento que el crítico afro-ecuatoriano Juan García describe como “Casa adentro”. Según García, “Casa adentro” supone un proceso de coexistencia que permite “establecer lazos de pertenencia, construir una memoria colectiva y pensar con lo que nos dijeron que no era conocimiento” (en Walsh, 2012a, 51). La comunidad multiétnica esmeraldeña aparece entonces como un espacio de conocimiento que no obedece a una herencia eurocéntrica y por lo tanto desafía la persistencia del discurso colonizador reinscrito en la retórica nacional. Reconocer la comunidad esmeraldeña en Pepepán es reconocer una forma de conocimiento que refleja la diversidad de la sabiduría ancestral que puebla su imaginario.
El proceso de reflexionar sobre la historia de la comunidad esmeraldeña incorporando saberes considerados como marginales también significa que la subjetividad afro-indígena se torna central en el proceso de cuestionar las jerarquías raciales impuestas por la retórica nacional. Por esta razón, el encuentro entre Ascensión y la comunidad cayapa es particularmente significativo por cuanto cuestiona la posición marginal que tanto afrodescendientes como indígenas han ocupado como parte del imaginario nacional. La relación que Ascensión establece con la comunidad cayapa le permite establecer formas colectivas de pertenencia que implican un viaje “casa adentro”; un proceso que simboliza la alianza histórica que ha hecho posible la sobrevivencia y permanencia de la comunidad de Esmeraldas:
Luego de haber llegado, [a Ascensión] comenzó a picarle la curiosidad de averiguar las costumbres de esa gente tan rara (…). Sin sentirlo se iba adaptando a esa vida. Con ellos en los bosques aprendió a labrar finas canoas, batear para lavar, hacer canastillos para moler maíz, molinillos para moler cacao y otros utensilios. Perfeccionó el tejido de abanicos de paja (…). Plantó yucales y maizales, con sus ya duras manos. Cultivó la tierra (…). Y el idioma cayapa se le metió en el cuerpo como aire de la mañana (…). Admiró la limpieza de sus casas…Y aprobó mentalmente la idea cayapa de tener siempre ordenados los trastos. (Ortiz 1957, 18–19)
En el acto de re-imaginarse como parte del otro racial de la nación, Ortiz hace posible pensar en la otredad como un espacio alternativo desde donde resistir discursos de dominación y exclusión, establecer un sentido de pertenencia y construir una memoria colectiva. Con un propósito similar en mente, Ortiz inicia cada capítulo de su novela con una invitación al lector a ocupar un espacio por fuera del relato oficial de la nación; un espacio que el autor denomina como el “Oído y ojo de la selva”:
De la selva profunda emergieron ébanos soberbios de nocturnos corazones, testigos sin lengua de las hazañas de algún negro cimarrón. Los blancos dijeron muchas cosas. Los blancos hicieron peores cosas. Hasta los cayapas prescribieron “donde entierra Juyungo no entierra cayapa”. A poco pian con pian, marimba sobre marimba. Pero algún día brotarán de aquí, de allá y de más allá, cien mil como aquel lejano Zumbí de los Palmares. (15)
La presencia histórica de afrodescendientes en la región de Esmeraldas, personificada en la comunidad cimarrona de Palmares en Brasil, cuestiona el discurso de dominación colonial por medio del reconocimiento de un legado de resistencia y lucha anticolonial que se extiende a lo largo de Latinoamérica.xi De forma similar, el testimonio de dos generaciones de esmeraldeños, Ascensión Lastre y su padre Gumersindo Lastre, proponen cuestionar la narrativa de violencia y exclusión impuesta sobre los afrodescendientes tras la ocupación militar de la región. Las demandas de los campesinos esmeraldeños por la soberanía territorial y el legitimo control sobre el trabajo han sido tradicionalmente excluidas de los registros históricos y, en su lugar, se ha instalado el mito del alzamiento armado conocido como la Revolución Conchista.xii De hecho, el énfasis en la figura del general Carlos Concha, notable latifundista y ex–gobernador de la provincia de Esmeraldas, no solo ha servido para invisibilizar el importante rol que tienen los afro-esmeraldeños en la llegada al poder del partido liberal, sino que demuestra el grado de prejuicio racial que abundaba entre la elite conservadora y liberal.
La devastación y la marcada precariedad que provoca la intervención armada de la región es descrita brevemente por Ortiz en Juyungo como eventos de tragedia y muerte que “corrían aún frescos por las bocas de negros maduros” (1957, 57). El impacto emocional y psicológico que la guerra civil tiene en la población esmeraldeña se hace presente en el testimonio de Gumersindo, el padre de Ascensión. Gumersindo es descrito como un individuo vulnerable y lleno de angustia, quien permanece en constante reflexión no solo acerca de su pasado, sino del destino de su hijo; una mirada que lo distancia del partidismo político para entender la guerra como la perpetuación de la violencia colonial:
“Gumersindo se acordaba que antes [de la Revolución Conchista] lavó oro para los ingleses de Playa Rica: batiendo las arenas con una batea plana y delgada hasta recoger en el hoyito central un poquitín de polvo amarillo…de filo a filo de sol, con el cuerpo caliente y las piernas caladas hasta el tuétano. Así trabajó durante años…Durante la Revolución de Carlos Concha no se fue para ningún bando, a pesar de que su pariente era un jefe de los alzados…hoy por hoy no trabajaba en nada, y aunque hubiera querido el mal del pian no le dejaba lugar” (16,17)
El cristalino recuerdo de Gumersindo bateando oro alude a la historia de explotación instituido por el modelo mercantilista colonial impuesto sobre las comunidades indígenas y más tarde africanos y sus descendientes. La desesperanza que encierra su testimonio representa la visión de una generación de esmeraldeños que después de experimentar la guerra seguirían siendo afectados por el legado de dominación colonial y expansión capitalista.
A diferencia de Gumersindo, el relato de Ascensión representa a aquella generación que asume el desafío de reflexionar acerca del trauma de la violencia colonia y combatir la marginación que conlleva la ocupación militar. Aunque su experiencia como obrero lleva a Ascensión a adquirir una conciencia proletaria, solo al final de su vida Ascensión logra entender su posición como parte de la comunidad esmeraldeña. Ya en la frontera con Perú, al borde de enfrentar la muerte inminente, Ascensión se detiene a flexionar sobre las fronteras discursivas con que la nación construye racialmente a los sujetos nacionales:
Lastre se despreocupó por completo del combate para ponerse a examinar a la gente que lo rodeaba…otros negros disparaban más allá. A su lado observó a los serranos coloraditos, recién bajados de lo interandino, cholos sufridos, callados, parecíanle cayapas vestidos de soldados, aun los más blancos y colorados tenían mucho de indio. Y él, entre ellos, peleando por el mismo motivo, llenos quizás de iguales pensamientos, de las mismas angustias, de idénticas desesperanzas. Pero estos indios no lo miraban ni bien ni mal. Tal vez bien, a lo mejor. Ninguno sabía su historia ni se preocupaban de ella…Nadie era mejor, nadie era peor: tontera de la gente… Ascensión Lastre, el más negro de los negros, estaba como un hermano junto a aquellos indios. Siempre había estado mezclado con indios. Toda su vida, solo fue un negro entre indios. (265, 267)
La reflexión de Ascensión no solo desafía los regímenes políticos y culturales con los cuales se busca definir a los sujetos nacionales, sino que propone la consciencia afro-indígena como una forma alternativa de entender la negritud ecuatoriana. Ser “negro entre indios” implica reconocer la autonomía, solidaridad y alianza que ha caracterizado a la comunidad multiétnica de Esmeraldas. Al mismo tiempo, implica que reconocer la marginalidad del indígena es esencial para confrontar la exclusión del afrodescendiente. De esta forma, Juyungo propone un viaje “casa adentro” que nos ayuda a entender la posición de la comunidad esmeraldeña a partir de una perspectiva histórica compartida que propone la conciencia afro-indígena una parte integral de negritud ecuatoriana y por lo tanto como una forma alternativa de analizar la experiencia de las comunidades negras de la región andina.
Maldonado-Torres denomina “giro decolonial” a la incorporación de formas alternativas de conocimiento producidas por aquellos que han sido excluidos de la historia oficial. Según el autor este giro epistémico “tiene como propósito expandir las bases del pensamiento y romper con las divisiones de los campos teóricos por medio de nuevas modalidades críticas y de criollización epistémica” (2008, 7). La importancia de recuperar el legado de resistencia y cooperación interétnica que Ortiz propone en Juyungo se hace aún más relevante en la actualidad. Tanto Walsh como García destacan la importancia de reconocer los principios ancestrales, las cosmogonías y las visiones actuales de las comunidades afrodescendientes e indígenas como un medio para:
interpelar las matrices de poder y dominación que han funcionado en el pasado y funcionan en el presente para negar, ignorar y excluir estas [comunidades] en favor de la modernidad, la universalidad de la lógica capitalista occidental y lo que Aníbal Quijano ha denominado como colonialidad (2012a, 53)
Juyungo entonces cuestiona las narrativas históricas, las ideologías políticas y los proyectos culturales que conforman la identidad nacional ecuatoriana al mismo tiempo que sugiere que la consciencia afro-indígena es esencial para problematizar la experiencia de los afrodescendientes en Ecuador. En consecuencia, en Juyungo, Ortiz propone cambiar los términos en que los afrodescendientes han sido narrados por la nación y nos ofrece nuevas perspectivas desde donde teorizar la experiencia de esta comunidad tanto en Ecuador como a lo largo de la región andina. Esta reflexión se torna particularmente significativa en el contexto del emergente activismo social de grupos populares liderados por afrodescendientes en Esmeraldas y en la región del Pacífico sur de Colombia en un momento en que las políticas neoliberales los afectan de manera particular como grupos históricamente marginados y cómo sujetos de la nueva narrativa multicultural del estado. Aunque el reconocimiento oficial de los afrodescendientes en Ecuador ha establecido mecanismos formales para combatir el racismo y ha hecho posible tener acceso a un lenguaje político desde donde cuestionar los mecanismos de exclusión, reconocer y recuperar el legado de solidaridad y resistencia representado por la comunidad multiétnica esmeraldeña es fundamental para vincular las experiencias históricas con las problemáticas actuales de los afrodescendientes en Ecuador.
i See https://www.eltelegrafo.com.ec/noticias/columnistas/1/los-afroecuatorianos-en-elcenso-de-poblacion-2010.
ii Según el censo del año 2010, en Ecuador había 14.483.499 ecuatorianos categorizados en porcentaje como: 71,9% mestizos, 7,4% montubios, 7.2% afro-ecuatorianos y 7% indígenas. Fuente: Censo 2010 INEC.
iii Por reconocimiento constitucional me refiero a las políticas que el Estado ecuatoriano implementa para gestionar la diversidad étnica y cultural del país, comenzando con el artículo 83 de la Constitución de 1998 y continuando con el artículo 58 de la Constitución de 2008. Ambos artículos, cada uno con su propia articulación matizada de lenguaje normativo, reconocen
a los Afrodescendientes como “pueblos” y garantizan el derecho el derecho a la propiedad colectiva y la protección de su identidad cultural como grupo étnico.
iv Mark Anderson, Betinna Ng’weno y Peter Wade indican que la «indianización» de los afrodescendientes, es decir, que los afrodescendientes sean interpelados por el estado como indígenas, subraya la idea de la “santísima trinidad”, o el reconocimiento oficial de un grupo étnico a partir de su “cultura”, “lengua” y “territorio”.
v El tropo de la conversión indígena aparece tanto el poema épico “La virgen del sol: leyenda indiana” (1861), como en la novela Cumandá: un drama entre salvajes (1877. Ambos textos plantean como tema principal la conversión a la fe católica como una forma de adhesión e integración de los valores “civilizatorios” de la tradición cultural hispánica.
vi El concertaje, descrito de manera general, es un sistema heredado del modelo colonial de la “encomienda” en donde se establece un pacto entre el hacendado y el campesino para que este último trabaje las tierras del hacendado a cambio de protección y alimento. Por lo general, este contrato se convertía en una relación de servilismo de carácter hereditario que impedía al trabajador desistir de este acuerdo a riesgo de penas criminales.
vii En la crónica titulada Verdadera Descripción de la Provincia de Esmeraldas (1583), el sacerdote Miguel Cabello Balboa describe la comunidad afro-indígena de la región de Esmeraldas a la Corona española en el contexto del proceso de exploración, incorporación y dominación del territorio.
viii En los primeros capítulos de Cumandá, Mera describe el estado “salvaje” de los indígenas como un proceso de civilización fallido.
ix Por ejemplo, en el ensayo sociológico El indio ecuatoriano (1922), Pío Jaramillo denuncia la injusticia en que viven los indígenas y propone su asimilación a la cultura nacional como método para su liberación de su condición de “esclavitud”.
x La influencia de Benjamín Carrión en el pensamiento intelectual ecuatoriano está ligado a sus numerosos ensayos, entre ellos “Los creadores de la nueva América” (1930) y “Cartas al Ecuador” (1943), “El nuevo relato ecuatoriano” (1951), “Nuevas cartas al Ecuador (1959), “García Moreno: el santo del patíbulo” (1959), “El cuento de la patria” (1967), “Raíz y camino de nuestra cultura” (1970), y “Plan del Ecuador” (1977).
xi El quilombo de Palmares, localizado en estado de Alagoas y Pernambuco, en Brasil, es establecido por afrodescendientes libres a principios del 1600 y permanece como comunidad autónoma hasta 1695. Se estima que albergó alrededor de veinte mil habitantes con comunidades de diferentes etnias que colaboraban entre sí.
xii Según los relatos oficiales, la Revolución Conchista resulta de la división interna del Partido Liberal entre una facción radical y una facción conservadora y del llamado a un levantamiento armado que hace la facción radical en apoyo de Eloy Alfaro, ex-presidente y líder de la Revolución Liberal, como una forma de mantener su proyecto político tras su asesinato en 1912.
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Ximena Gonzalez-Parada
es profesora de lengua y literatura en la Universidad de Yale. Su investigación analiza la representación de identidades étnicas y raciales en la literatura, el performance y el cine latinoamericano de los siglos XX y XXI.