Yo había anotado una serie de puntos a ser presentados en la sesión de hoy, de acuerdo al propósito de este encuentro, orientado a plantear determinadas cuestiones para que las mismas sean conversadas en conjunto luego. Pero anoche, durante la cena que reunió al grupo de expositores, ciertos temas vinculados a la agenda de este workshop fueron tratados de manera tan interesante, que decidí incorporarlos a esta exposición.
En primer lugar, el golpe de Estado que en 2012 derrocó a Lugo, el presidente de Paraguay, como un hecho fundacional o como un acontecimiento, si se quiere. Detrás del golpe está la tragedia de Curuguaty, ocurrida una semana antes: la matanza de 11 campesinos y 6 policías en un supuesto enfrentamiento que preparó las condiciones para que se diese el golpe. Nunca fue aclarado este confuso siniestro, que provocó una fuerte reacción dentro y fuera del país; a poco más de un año de cometido ese crimen, solo fueron investigados, procesados, juzgados y encarcelados campesinos y campesinas. A pesar de la intensa movilización ciudadana y la presión internacional, no se logró evitar la cárcel, impuesta sin ninguna prueba, y mediante un juicio ilegítimo, a este grupo que se encuentra preso hasta hoy.
Entonces, una primera cuestión que yo estuve pensando a partir de lo que hablamos ayer, es cómo este hecho, este acontecimiento, en el sentido en que Javier Trímboli nombraba este término –el acontecer en cuyo sustrato cultural reside su mayor radicalidad–, promueve la expresión de ciertos movimientos extremos como los emergidos en torno al caso Curuguaty. La tragedia de Curuguaty está detrás del golpe: la precedió una semana. Pero también lo está en el sentido de una historia oscura que sostiene cuestiones imposibles de entender racionalmente. Y detrás del golpe se encuentra la escena fundacional levantada sobre la mala distribución de la tierra en el Paraguay, desde la Guerra de la Triple Alianza (1865–1870). Entonces había comenzado una asimetría que se volvió estructural y que fue imposible de corregir, porque hacerlo hubiera exigido apelar a políticas públicas radicales dirigidas a una nueva distribución de la tierra. De hecho, Lugo no pudo hacerlo; por más progresista que haya sido su gobierno, no tuvo tiempo ni poder suficientes como para, no digo ya resolver, sino encarar profundamente la crónica desigualdad en la propiedad de la tierra en el Paraguay. Por otra parte, esta feroz desigualdad se había ido agravando por el empleo abusivo de agroquímicos y transgénicos, las expoliaciones de tierras indígenas, los monocultivos y, en general, la continuación de una política extractivista que tampoco pudo ser erradicada por los gobiernos progresistas de la región. Por último, el desastre se ve agravado por la irrupción de intereses mafiosos que conforman un narco-poder paralelo, traban la constitución de una hegemonía sustentable a nivel de Estado y plantean, consecuentemente, problemas serios a la hora de imaginar la tensión hegemonía/contra-hegemonía.
Las oscuras y muy complejas cuestiones que plantea la masacre campesina fueron condensadas en una sola pregunta, que se volvió un lema político: ¿Que pasó en Curuguaty? Tras esta pregunta inquietante no se demanda solo la justicia procesal y la libertad a los presos en el curso de una causa específica: se cuestiona todo un sistema de arbitrariedades y desigualdades, motivo de miseria del campesinado y de violación de sus derechos fundamentales. La pregunta abre un espacio de diferimiento continuo, de suspenso: abre un abismo donde resuenan miles de preguntas. Hay demasiados interrogantes posibles y ninguna respuesta definitiva. Curuguaty conforma, pues, un acontecimiento; es decir, una disrupción brutal que abre una brecha en el tiempo, cambia o altera las cosas y genera situaciones que no pueden ser clausuradas por medio de una acción, una respuesta, una medida determinada. El acontecimiento abre heridas y fisuras en las que quedan persistiendo la aflicción y resonando las preguntas. Pero también abre un espacio productivo donde se renuevan interrogaciones, interpelaciones y cuestionamientos; indica un punto que exige significaciones nuevas.
Las preguntas pendientes obligan a mantener la actitud cuestionadora, la guardia alta, la alerta ante algo cuya oscuridad sigue amenazando. ¿Qué pasó en Curuguaty? ¿Qué sigue pasando en Curuguaty? En Curuguaty pasaron demasiadas cosas; pasaron y siguen pasando hechos inabarcables por una respuesta, por un relato solo: la expoliación de la tierra, el crimen muy bien tramado; la tremenda exclusión de los campesinos, la reemergencia de sus temidos movimientos; el corrupto sistema del poder judicial al servicio siempre de los poderosos. Y entre esos hechos debe considerarse la permanencia o la resurgencia del modelo de la oligarquía fraudulenta estronista, que nunca desapareció del todo, que lo que hizo fue reajustarse a las nuevas coyunturas y fortalecer la corrupción con el narco-poder que irrumpe en América Latina desde hace décadas y que en el Paraguay está comenzando a tomar una fuerza particular, de alarmantes proporciones y proyecciones.
Entonces, son muchos los factores presentes en el golpe de Estado que derrocó a Lugo. Y son muchas las incógnitas que siguen oscureciendo y apañando la conjura de los golpistas. No se sabe a ciencia cierta si la tragedia de Curuguaty fue un accidente, aprovechado astutamente luego por los golpistas para argumentar el tramposo juicio político, o si se trató de un crimen, cavilosamente calculado por ciertas fuerzas de la derecha para cumplir una conspiración largamente preparada. Este punto se ha vuelto una pieza central de la pregunta sobre lo ocurrido en Curuguaty. Aparentemente, el crimen nunca se aclarará, pero la institucionalidad democrática del Paraguay ha quedado tambaleante y siguen presos campesinos y campesinas inocentes, involucrados sin prueba alguna en el caso Curuguaty (ningún policía fue siquiera investigado).
El impeachment de Lugo ocurrió, como queda dicho, exactamente una semana después de la tragedia de Curuguaty. Fue, en verdad, un golpe de Estado mal disfrazado de juicio político: la figura constitucional de la destitución del presidente ni siquiera se encontraba sustentada en un reglamento; éste fue preparado ad hoc, a las apuradas y en tiempo récord. El presidente recibió 24 horas de tiempo para preparar su defensa y el juicio fue liquidado de manera rapidísima, invocando figuras sin prueba, empleando un discurso desestructurado y desoyendo las razones de la defensa. El mismo desprecio por las formas jurídicas se demostró luego en el caso Curuguaty. El juicio penal comenzó obviando la definición del delito (que ni siquiera fue tipificado como homicidio, aunque hubo 17 muertos), y se desarrolló sin probar ninguna de las acusaciones. Así, los campesinos fueron imputados sin causas ni pruebas justificadas. El fiscal, el siniestro Rachid, actuó saltando por encima de todas las normas jurídicas elementales, pisoteando principios jurídicos y desconociendo la normativa básica de un estado de derecho que, en los últimos tiempos, desde la transición a la democracia, venía siendo cumplida, no sé si escrupulosamente, pero por lo menos con cuidado. Y en este caso no hubo ninguna preocupación por las formas. Se invocó distraídamente el derecho fuera de todo cumplimiento de sus principios y formas.
Un aspecto de la conversación que mantuvimos anoche se vincula muy bien con la situación recién planteada: el tema de las justificaciones legitimadoras de nacionalidad, de clase o de poder en cualquiera de sus formas. Este tema moviliza representaciones e imaginarios en clave de ideología (o ideología en clave de representaciones e imaginarios) y lo hace en los terrenos brumosos de la cultura, del arte, del mito: allí donde se afirma el juego de las identidades colectivas, basadas en adhesiones e identificaciones en las que se sostienen los grandes discursos. Éstos lograrán vigencia y arraigo en cuanto sean avalados por la seguridad que inspira el funcionamiento (a veces puramente aparente) o por la creencia, la confianza y el entusiasmo que despiertan determinados programas en diversos agentes sociales. La construcción de la hegemonía, en el sentido gramsciano del término, se orienta en este sentido.
Ahora bien, el caso es que en las situaciones que estamos analizando ‒Curuguaty y el golpe de Estado paraguayo‒ no se cuidaron las formas que aseguran el funcionamiento hegemónico: todo se hizo de manera brutal, sin mediaciones retóricas ni mayores justificaciones legales. Es como si de pronto se hubiera desprendido la cobertura ideológica o representacional empleada para enmascarar la jugada oculta del poder. Quizá nos encontremos en un momento de reformulación del modelo clásico de hegemonía, que precisa una escena distorsionada por humos y espejos, por disfraces y máscaras. Mirando más lejos, el caso Trump es ilustrativo de este corrimiento del velo ideológico: se trata de un modelo brutal, despreocupado de los buenos modales, que exige lo politically correct tan prudentemente cuidado por Obama e Hillary Clinton. Cae la máscara y aparece el horror, sin mediaciones representacionales que disimulen la violencia esencial del poder total.
Resulta oportuno vincular este tema con el del análisis cultural. Otra de las cuestiones que se discutió en la cena de anoche fue la relativa a la resistencia de las ciencias sociales a incorporar la perspectiva cultural. Cierta tradición “dura” ‒cientificista, cuantitativista, positivista en fin‒ teme la “objetividad” de la perspectiva cultural, considerada excesivamente metafórica y retórica, basada en puras conjeturas, cuando no en delirios. Pero el santo temor a la metáfora que arrastra esta tradición, impide considerar suficientemente que asuntos de gran relevancia política tales como la construcción de la identidad, la tensión hegemonía/contrahegemonía, la concertación del contrato social y el juego del consenso y el disenso, son oriundos del campo cultural, la escena de la representación por excelencia. La representación supone una ausencia primera: parte de algo que no está pero que aparece figurado en un personaje; moviliza ficciones, abstracciones simbolizadas en ideas; o bien, encarna sujetos que delegan el poder de sus presencias, que comisionan sus decisiones. El hecho de que la escena cultural parta de un vacío (lo ausente representado) provoca desconfianza en el pensamiento basado en cifras duras y verificaciones. Pero es innegable que el cuerpo social incuba zonas oscuras e impulsa fuerzas sin nombre y deseos sin objeto detectable que no pueden ser explicados; así, la sociedad se encuentra abierta por brechas imposibles de ser colmadas. Estos vacíos no pueden ser expuestos en términos “científicos”: precisan de los rodeos de la estética, la antropología, el psicoanálisis o la filosofía; regímenes del pensar que, en algún momento de sus quehaceres, trabajan la falta, cuando no hacen de ella su (no) objeto central. Desde el rodeo poético o la construcción imaginaria, se vislumbran rincones fundamentales que no pueden ser cubiertos por el lenguaje; no pueden ser descifrados en términos lógico-discursivos.
En algún momento de la cena de anoche se nombró a Lacan. Personalmente, me parece uno de los autores más complicados de ser leído. Pero él tuvo la generosidad, o el descuido, de facilitar un poco las cosas afirmando que lo esencial de su legado teórico radica en la figura del triple registro, no solo accesible de ser comprendida, sino dispuesta a ser aplicada a muy diferentes situaciones culturales. Asumo la osadía de exponer, de manera simplificada, esta figura a los solos fines de esta exposición y consciente de que las aplicaciones que haré de la misma se internan en ámbitos diversos a los de su origen; creo que todo concepto fecundo es maleable y generoso: se presta a ser empleado con libertad por quien lo considera útil. Bueno, la tal figura moviliza tres órdenes. El primero incluye las representaciones y símbolos, los códigos; el lenguaje básicamente. Coincide con el espacio de la cultura en sentido amplio. El segundo, el registro de lo real ‒que no debe ser confundido con “la realidad”‒, comprende aquello que no puede ser simbolizado: la Cosa imposible, que, fuera del concepto y la palabra, podría referirse a las fuerzas incomprensibles del universo, a las negruras del inconsciente, al agujero arcano alrededor del cual se instituyen las culturas, a los dioses enigmáticos, a lo traumático indescifrable o a experiencias humanas extremas que rebasan el lenguaje. Estos duros vacíos de significación son inabordables por el orden simbólico pero pueden ser avizorados, si no develados, por las imágenes, que integran el tercer régimen, el imaginario. Si bien las imágenes no pueden aprehender lo real intratable, sí pueden acercar pistas fugaces, manifestar síntomas de la perturbadora falta que ronda la condición humana.
Al llegar a este punto, desembocamos de nuevo en el lugar que nos interesa, allí donde resuena la pregunta ¿Qué pasó en Curuguaty?, tratada ahora como perteneciente al régimen de lo real y considerada, como tal, indicio de la brecha irremediable que raja la base social. La imagen ‒dispositivo esencial de la cultura, especialmente del arte‒ sirve para avistar el lado nocturno que comienza después de las palabras; sirve para relampaguear sobre la ausencia porque es una entidad anfibia: oscila entre lo que está y no está, entre lo ausente y lo representado. La imagen es, por eso, un instrumento clave de la representación, pero escapa a la representación: ilumina como un fogonazo el otro lado, el irrepresentable.
La tensión entre lo que es y no es, entre lo oculto y lo presente, permite exploraciones más audaces del concepto, empujado a discutir su propio límite, a admitir un más allá de la representación e, incluso, a asumir una zona de vacío o de radical imposibilidad que desafía los contornos establecidos. Aquel más allá y este vacío constituyen obsesiones propias del arte, pero también impulsan otras áreas del hacer y del pensamiento. Cito la política porque es un espacio cercano al tema de la pregunta de Curuguaty. Y cito, como caso ilustrativo, a Rancière, para quien lo político se constituye a través de un desacuerdo radical: un acto conflictivo que quebranta el orden instituido de la representación; promueve la irrupción, en la escena del poder, de actores omitidos; y exige la redistribución de los lugares más allá de esa escena, más allá del concertado espacio de la representación.
En cuanto ese acto emancipatorio supone una laboriosa construcción histórica, deviene contingente: puede o no ocurrir, pendula entre lo posible y lo imposible. Desde este supuesto, la utopía es vuelta a ser pensada en su sentido etimológico de no-lugar; incluye el riesgo de un obstáculo insalvable en su cumplimiento pleno e incuba un espacio vacío, disponible para la resignificación de prácticas diversas. La crítica del pragmatismo de la política, que concibe ésta como “arte de lo posible”, permite incluir el azar de lo no-posible, más allá de los cálculos de la lógica instrumental y las certezas mesiánicas de un destino histórico ineludible. Ese riesgo implica el resarcimiento de una expectativa: lo que no ha sido cumplido habilita un espacio abierto para el acontecimiento; un margen para lo no previsto, que podría irrumpir, propicio a la causa emancipatoria. Hace pocas décadas habría sido impensable que llegarían a coincidir en la presidencia de países sudamericanos un exguerrillero, un exobispo de la Teología de la Liberación, un exobrero, un indígena y tres mujeres. Esto ocurrió. Pero también ocurrió el retorno de una derecha inesperada. Trump también era impensable, como eran imprevisibles hace unos años las figuras de Temer, Macri y Cartes, por citar solo casos del Cono Sur latinoamericano.
De nuevo, la pregunta que sirve de eje a esta exposición, ¿Qué pasó en Curuguaty?, marca el tiempo-espacio abierto de una expectativa, indica una posición de espera ante la posibilidad de lo que hoy parece imposible. Pero debemos además tener claro que, sujeta al riesgo de la contingencia más radical, la pregunta también se expone a la amenaza de que la tragedia de Curuguaty no signifique el final sino el reinicio de un tiempo que parecía ya consumado. La tensión, indecidible, entre lo posible y lo imposible, de cara a una posición emancipatoria, desorienta un pensamiento de lo político basado en el puro análisis de las perspectivas probables habilitadas por estimaciones razonables, cifras y cálculos. Es por eso que el arte juega acá un papel importante: permite imaginar dimensiones temporales paralelas que solo pueden ser abordadas de costado y de manera efímera, a través de rodeos retóricos y presunciones más cercanas al delirio que a la hipótesis argumentada o el dato empíricamente comprobable.
Ciertos puntos oscuros, reacios a toda explicación, pueden no ser interpretados, pero sí interceptados intempestivamente por un pensamiento basado en los extravíos de la ficción, la fantasía o el desvarío. Algunos psicoanalistas, que asumen que la terapia se basa en gran parte en un delirio, están descubriendo el chamanismo indígena como campo fecundo de conocimiento y sabiduría; como perspectiva desde donde considerar visiones diferentes de lo inasequible, lo aleatorio y lo virtualmente factible. Sostener este enfoque no equivale a defender una posición irracional o anticientífica, sino admitir que los límites del lenguaje, la verificabilidad y el concepto no detienen la pulsión del mirar y el conocer; significa asumir que los obstáculos que levanta la dura realidad no paralizan el afán tendido tras causas que, cada vez más, parecen imposibles. Significa, en fin, que la diversidad de posiciones podría renovar las expectativas más allá del pesimismo promovido por la situación actual de la región (del mundo…), pero también más allá del voluntarismo inocente que confía en el carácter indefectible de la emancipación.
Para cerrar esta sesión quiero volver sobre el tema de la hegemonía, ubicado en el fondo de las cuestiones básicas que estamos tratando con relación a la escena política del Paraguay. En términos convencionales, el último poder hegemónico lo tuvo Stroessner; era un poder basado en parte en la dominación y la represión; una “hegemonía a palos”, en términos de Gramsci, pero obviamente también sustentado en la construcción de consensos y diferentes dispositivos de seducción y persuasión social. Los sucesivos gobiernos de la llamada “transición a la democracia” no pudieron mantener el control hegemónico y tuvieron que apelar a complicados mecanismos de ingeniería política para articular regímenes endebles, sacudidos por la zozobra de alianzas oportunistas, provisionales. Algo similar ocurrió en otros países de la región. Ahora bien, si la hegemonía no la ejercía el Estado, ¿quién o quiénes la detentaban? Fundamentalmente poderes fácticos que en parte usurpan el aparato del Estado en función de intereses propios, corporativos, no públicos. Como estos intereses aparecen formulados en clave de Estado, opuestos a su propia lógica, entonces crean desplazamientos, desconciertos y extravíos. La construcción de poder contrahegemónico resulta así muy difícil. Cuesta enfrentar poderes líquidos, espectrales; poderes que esconden sus verdaderos rostros, se reconfiguran constantemente y no se confrontan en términos de cosa pública. También por eso no puede responderse con seguridad lo que pasó, lo que pasa en Curuguaty. Los poderes del Estado se encuentran cruzados por flujos subterráneos que alimentan los beneficios de grandes corporaciones y se hallan sostenidos por una institucionalidad que progresivamente deja de corresponder a un régimen público para devenir instrumento de corrupción. El avance del narcotráfico sobre la estructura estatal es alarmante. Todo este movimiento furtivo genera contradicciones irresolubles en lenguaje de esfera pública. El golpe de Estado contra Lugo y la masacre de Curuguaty son síntomas de esa situación desgraciada.
Bueno, estas son las cuestiones que traje hoy esperando que actúen de disparadores de diálogo y debate.
Discusión
Jens Andermann: Quizás para abrir el debate, remarco simplemente dos cuestiones que tocás en tu exposición como también en tus textos. Me resultó muy revelador tu texto ‘¿Qué pasó en Paraguay?’. Me hizo pensar en el Foucault de ‘La verdad y las formas jurídicas’, porque Curuguaty sería también una especie de momento edípico, pero en el sentido foucaultiano más que freudiano, donde aparecen dos cuestiones que de manera desplazada, dirían Lacan o Freud, también son propias de Brasil o de Argentina. Por un lado, ese reemplazo del discurso político por un discurso judicial, donde aparece la cuestión del impeachment, pero también de la culposidad de los campesinos, que ya no luchan por reivindicaciones, sino que, o son culpables o no culpables a pesar del tremendo descuido en la producción judicial de la verdad. Vemos muy fácilmente, ni siquiera nos tenemos que esmerar mucho interpretativamente, cómo resurgen discursos de larga duración de, como dices en el texto, del campesino como ‘otro’ amenazante: ‘hombres y mujeres resentidos, violentos…’ Y es interesante confrontar esto, que es el preámbulo del golpe en Paraguay, con lo ocurrido en Argentina, con el encarcelamiento de Milagro Sala; que implica exactamente lo mismo: la mujer campesina, indígena, porque como dice Macri: ‘Está presa porque yo y la mayoría de los argentinos creemos que es culpable’. Y ahí aparece, como también en el proceso de impeachment de Brasil, el tremendo descuido, como lo vemos también en Trump, de un poder que ya no se cuida (como todavía lo hacía George Bush segundo) de decir abiertamente que es un poder racista, autoritario, misógino, etc. Y tampoco se preocupa demasiado por encubrir estas corrientes subterráneas en cuanto a actos abiertamente corruptos. Entonces qué hacer… Es un poder, como dices, donde ya la idea de hegemonía no parece funcionar ni como explicación de la construcción de este poder ni tampoco para pensar en estrategias contra-hegemónicas como la respuesta más eficaz a un poder líquido, como dices, que de alguna manera esquiva esas contestaciones contra-hegemónicas. Nada más para formatear el debate, invito a preguntas y reflexiones.
Mónica Parra: No conocía el caso de Paraguay, de los indígenas; me parece terrible. El sistema de justicia corrupto me suena muy familiar, yo soy de Venezuela. Pero iba a un tema que no sé si toca aquí, en el tema de la distribución de tierras. Yo creo que habría que educar a la gente… pasó hace poco en Venezuela, y hace tanto en Cuba, con la zafra de diez millones, que se expropiaron tierras que ahora están en peores condiciones. ¿Se discute, se reflexiona al respecto de esa educación, primero, antes de entregar tierras, como actividad social?
Ticio Escobar: Las políticas distributivas, así como el régimen de “transferencias condicionadas”, aplicados en el Paraguay, por lo menos tuvieron el objetivo de asumir el contexto en el cual se aplicaron estas medidas, así como sus alcances y consecuencias; de lo contrario habríamos estado ante un mero caso de asistencialismo. En cuanto a la asimetría en la distribución de la tierra, la misma constituye una cuestión estructural, y como tal no depende de determinados factores, sino de procesos complejos jugados en la esfera pública, que significa la regulación por parte del Estado de los intereses de la sociedad y el mercado. El replanteamiento equitativo del régimen de la tierra requiere políticas estatales firmes, orientadas lógicamente al interés colectivo; pero cada vez más ese régimen responde a la utilidad de los agronegocios, que agravan la inequidad y menguan los territorios campesinos e indígenas. Arrancados de sus tierras, muchos grupos indígenas se refugian en Asunción, en condiciones miserables, diametralmente opuestas a sus mundos de sentido, sus territorios ambientalmente equilibrados, culturalmente organizados. Deben, así, reinventar pautas culturales de resistencia y sobrevivencia, que no siempre son posibles en condiciones tan adversas. En algunos pocos caso en que han conseguido recuperar sus tierras ancestrales, lo han hecho después de décadas, pero los procesos de reinserción fracasaron: ni las tierras eran iguales, ni lo eran las comunidades indígenas, traumáticamente desarraigadas y en gran parte conformadas por nuevas generaciones nacidas y crecidas en una zona marginal, paralela al mundo indígena: espectral.
Al problema de la injusta distribución de la tierra en Paraguay, históricamente agravado luego de la Guerra de la Triple Alianza, se suma hoy la expansión avasallante de los monocultivos, especialmente el de la soja, así como la utilización de agrotóxicos que hacen estragos en la salud de las comunidades más vulnerables. Las políticas extractivas se vinculan muchas veces con el narcotráfico y la corrupta cesión de soberanía fronteriza por parte del Estado. Hoy, solo el 6% del territorio está trabajado por campesinos dedicados al cultivo familiar de la tierra; y esta ínfima minoría se encuentra acosada por la codicia de los agronegocios, empeñados no solo en ocupar todo el territorio, sino en extinguir modelos culturales alternativos. Estas fuerzas forman parte de las nuevas hegemonías paraestatales.
Micaela Rosaenz Dias: Me pregunto cuánto de consenso ciudadano, cuánto de consenso popular tienen esos nuevos discursos de poder que legitiman esas nuevas hegemonías. En el caso argentino, vía voto popular; en el caso brasileño, a través de un proceso judicial que terminó con el impeachment. No sé cómo pasó en el caso paraguayo pero me pregunto cuál es el lugar de los movimientos sociales, si no hay cierta legitimación de estos nuevos discursos.
Ticio Escobar: El tema se complica por el déficits de discursos, tanto en el terreno de la izquierda como en el de la derecha, por simplificar las posiciones. Esto se traduce en el empobrecimiento del debate público, que remite, a su vez, a la poca consistencia de un pensamiento crítico, dispuesto a la confrontación creativa y abierto a la discusión de ideas y proyectos. Creo que en la región hubo un desgaste del discurso de las izquierdas, que se tradujo en la mengua de elementos identificatorios orientadores. Lamentablemente no existen condiciones de reposición de aquel discurso y, consecuentemente, de estos elementos.
Anoche hablamos mucho del concepto de identidad. Actualmente, el mismo ya no interioriza la pertenencia a una categoría objetiva, como una clase, un territorio, una nación o una comunidad determinada; la identidad es más bien entendida como proceso de construcción de subjetividades a partir de determinadas identificaciones (en torno a causas, ideas, mitos, imágenes o cualquier otro elemento que provoque adhesión, aun momentánea), generalmente variables y nunca excluyentes. Pueden sobreponerse identidades de clase, de género, de nacionalidad, de territorio, sin que ninguna sea predeterminada, ni total, ni definitiva.
Estos núcleos de identificación se encuentran cada vez más condicionados por el sistema informático global y sus tecnologías comunicacionales. Las comunidades y, en general, las campañas on line provocan identidades intensas pero efímeras; son identidades líquidas, en el sentido de Bauman. Las protestas ciudadanas, las movilizaciones de los “indignados”, tienen un carácter ad hoc y un alcance inmediato. Obviamente, la fugacidad no resta valor a estas demandas, pero las hace insuficientes; constituyen un momento, fuerte sin duda, de acciones que, en algún tiempo, deberían ser articuladas con otras prácticas e inscriptas en discursos más amplios. Por ejemplo, resultan muy efectivos los escraches surgidos últimamente en diversos países de la región para sancionar públicamente a políticos corruptos; estos actos de repudio trazan gestos valiosos en la escena pública y movilizan rápidamente la opinión pública, pero si no se encuadran en programas más amplios pierden pronto el interés que suscita la mera novedad.
Esta situación se agrava si consideramos que las identidades basadas en instancias representativas tradicionales tienden a borronearse: el retroceso del Estado ante el avance de poderes fácticos trasnacionales, la crisis de representación de los partidos y el debilitamiento de los discursos ideológicos, promueven la aparición de nuevas identidades sociales que, en gran parte, sustituyen a las subjetividades tradicionales. La sociedad adquiere una presencia cada vez mayor en la integración social, pero carece de formas suficientemente consolidadas para asumir este reto que, por otra parte, no puede ni debe significar la sustitución de funciones propias del Estado y de los partidos políticos. La sociedad y el Estado se repliegan y avanza el poder del mercado hasta lograr la hegemonía en la escena pública. En esta escena brumosa, movilizaciones como la que produce la tragedia de Curuguaty adquieren un valor especial.
Alejandro Kaufman: ¿Podrías reseñar un poco el papel, en el evento que estabas explicando (Curuguaty), y el lugar que tiene la figura de la víctima? ¿Cómo operó, cómo opera, ya que siempre es una figura complementaria de la judicialización, por izquierda o por derecha, cuando hay una tragedia como esa? ¿Operó esa figura en el acontecimiento, o tuvo un lugar menor?
Ticio Escobar: La movilización tras la pregunta ¿Qué pasó en Curuguaty? logró zafarse de la oposición víctima/victimario para asumir una inscripción política más radical y de mayores alcances. Por una parte se encuentra el movimiento campesino, que no ceja en sus demandas urgentes, desesperadas; por otra, organizaciones sociales diversas que trabajan el tema de la tierra, la defensa de los campesinos presos, los aspectos jurídicos del proceso y las implicancias políticas del tema. No operan precisamente de manera coordinada, pero sí lo hacen con el tesón y la continuidad que aseguran la presencia del caso Curuguaty en la escena pública como una cuestión fundamental, interpelante siempre. Por último, el tema ha generado productiva actividad en el ámbito de las artes visuales, el cine, la fotografía y la investigación académica.
Lisa Blackmore: Quería retomar lo que usted decía sobre la imagen en su indeterminación esencial, esa calidad de estar y no estar. Y las fricciones que eso puede generar a la hora de diseñar políticas culturales. Porque lo que entiendo por potencialidad de la imagen sería esa capacidad de anticipar y de reordenar las formas de la política. Entonces a lo que voy es, ¿si es esta indeterminación, esta potencialidad, lo que hay que recuperar para contrarrestar la cultura como puesta en escena, que es lo que ocurre muchas veces en los espacios culturales? ¿Cómo entonces pueden las políticas culturales aliarse, tomando esta potencialidad para transformarse en otra cosa?
Ticio Escobar: Sí, la cultura podría ser definida como la puesta en escena de lo social; es la sociedad en cuanto autorrepresentada. La sociedad actúa de sí misma de muy distintas maneras; y en esos movimientos de representación, la imagen juega un papel fundamental: representar es asumir una imagen. Las muchas representaciones exigidas por la diversidad animan el cuerpo social y producen en él juegos, lances y posiciones diferentes, opuestas a veces. Tales representaciones requieren un repertorio importante de imágenes que den cuerpo a memorias múltiples, que anticipen porvenires plurales, que enfrenten lo inexplicable. La cultura tiene que promover el sentido del conjunto social; entonces, lo que no puede explicar, lo inventa, lo fabula: lo imagina a través del arte, del mito, de la ideología, la religión o, incluso, la ciencia. Pero no puede dejar agujeros que promuevan fugas de sentido.
En este contexto, la imagen posibilita suponer, conjeturar, entrever cuestiones que el orden simbólico ‒la cultura en sentido estricto, en cuanto lenguaje‒ no puede terminar de explicar; a veces ni siquiera de nombrar. Cuando hablamos de imagen no hablamos solo en clave visual; el discurso está atravesado por imágenes, tropos, figuras que rodean los puntos oscuros, los agujeros del lenguaje. La misma ciencia precisa asumir sus límites; de lo contrario devendría un afán absoluto; no podría, pues, funcionar sin imágenes: no podría hacerse cargo del objeto ignorando su sombra, sus otros lados, sus reflejos y resonancias, indetectables en términos de puro orden simbólico.
Paso ahora a otro punto planteado en la pregunta de Lisa. En cuanto públicas, las políticas culturas no pueden más preservar el patrimonio y promover el espacio de creación y pensamiento a cargo de las sociedades y los individuos. Dichas políticas son adjetivas, en el sentido de que son básicamente formales: protegen, impulsan, regulan, compensan asimetrías, patrocinan y apoyan, pero no producen contenidos sustantivos. El Estado no crea productos culturales, no concibe imágenes; pero sí garantiza un espacio donde la sociedad pueda cumplir su tarea de reflexionar e imaginar en términos democráticos, igualitarios. Las políticas culturales tienen, así, una función instrumental; pueden promover la esfera pública y favorecer el interés de las mayorías o bien pueden afirmar la cultura hegemónica que sirve a la rentabilidad del mercado.
Yanina Welp: Hablabas antes de Trump, y a mí me parece interesante pensar por qué llega al poder un sujeto así. Y creo que hay algunas explicaciones –no justificaciones–que tienen que ver, por ejemplo, con cómo ha crecido la desigualdad en EEUU. Hay algunos estudios que ven o identifican ciertos colectivos, que son justamente los más machistas, los más racistas, los que viven en las zonas más alejadas, rurales o semi-rurales, de Estados Unidos, los que apoyan a un personaje de este tipo. Entonces, ahí viene una pregunta que quiero asociar, llevándola más hacia América Latina, sobre todo con el discurso de la izquierda.
Hay un politólogo suizo, Hanspeter Kriesi, quien habla del nuevo clivaje que articula las preferencias en las democracias europeas occidentales, que es el de ganadores y perdedores de la globalización. Yo creo que en el caso de Estados Unidos se marca algo claramente en esta dirección. Lo que decías antes, Hillary Clinton tampoco era una gran candidata. ¿Qué representa? ¿Eso representa un discurso del progresismo? No. Entonces hay como algo muy marcado ahí. Ahora, en América Latina, cuando uno piensa en ganadores y perdedores de la globalización, me parece que no funciona como en Europa, porque estamos en otro contexto. Ni antes ni después, diferente. Y ahí viene algo que tiene que ver con cómo el discurso de la izquierda, en países que se han identificado como revolución política, cómo se han deteriorado, en unos casos en forma mucho más marcada que en otros, estos discursos. No hablemos de Venezuela; pero hablemos, por ejemplo, de Ecuador, donde es indiscutible que ha habido mecanismos de redistribución bastante potentes. Pero también ha habido una erosión de la crítica, del debate. Por ejemplo, los colectivos ambientalistas que defendían un modelo no desarrollista han sido sistemáticamente acallados por el gobierno de Correa. Y eso lleva a que hoy haya una segunda vuelta, y que justamente sea un líder de derecha el que está compitiendo para volver al poder.
La pregunta es cómo se articula un discurso de izquierda frente a esta situación que nos estabas describiendo. Porque me deja un poquito con una sensación de impotencia, porque cuando mezclamos la hegemonía y la construcción de los mitos, ¿en qué situación quedamos para articular un discurso de cambio que logre crear un proyecto que cumpla con las variables del progresismo, además de las de distribución?
Ticio Escobar: Bueno, la crisis de discurso no afecta solo a la izquierda, también es padecida por la derecha. Creo que Trump es el síntoma del agotamiento de un modelo hegemónico de ideología. El famoso momento durante el cual lo viejo no termina de ir ni lo nuevo de llegar, instala un no-tiempo, espectral, propicio a las paradojas y ambigüedades, a la erosión de los discursos y la mengua del debate. Un destiempo favorecedor de intolerancia y fanatismo, de posiciones maniqueístas que turban la claridad del debate crítico. Kaufman habla de una emergencia de las palabras violentas construidas por la dictadura; así, palabras de exclusión e intolerancia, de exterminio, retornan a la escena pública en este momento incierto. E Ivana Bentos alerta acerca de los riesgos de un “ajustamiento mediático en tiempo real”, así como de la demonización de alteridad y las nuevas formas de violencia que pasan por la palabra.
Entiendo que este seminario tiene como uno de sus objetivos pensar en conjunto acerca de estos riesgos y discutir sobre las condiciones del retorno de esta violencia simbólica. Cabe reflexionar acerca de qué ha pasado con la “década de oro”, como se llamó al momento cabal de los gobiernos progresistas latinoamericanos, que, de hecho, duró un poco más de una década. Pensar entre todos los participantes cuál fue la falla que impidió la creación de un poder contrahegemónico, capaz de crear alternativas al neoliberalismo en expansión. Obviamente, esta cuestión no tiene una sola causa ni admite una sola respuesta; no es, pues, resoluble en un debate, ni en muchos. Pero la reflexión crítica es un paso necesario para explorar posibilidades y nombrar dimensiones de tiempo que las habiliten. Reitero la idea que ya había citado de Kaufman: resignarse al espacio dominante, como opción ineludible, es perder la batalla antes de comenzarla.
El enfoque cultural constituye una aproximación posible a la batalla. Hay muchos factores que hacen que este enfoque sea cuestionado. En primer lugar, la cultura supone una perspectiva transversal, lo que la vuelve muy difícil como tema de disciplinas académicas: las ciencias sociales se muestran incómodas ante un objeto que no puede ser debidamente circunscrito. Su talante retórico y su potente mecanismo imaginario asustan a distintas formas de pensamiento condicionadas por un prudente respeto de lo inexplicable mediante causas y efectos ordenados. El “constructivismo” cultural también es una causa de resistencia epistemológica. La cultura tiende a entender muchos fenómenos como construcciones subjetivas; como creaciones hermenéuticas, interpretativas de los hechos. Esta tendencia la lleva a menudo a descuidar los aspectos “reales”, la facticidad objetiva que condiciona tales hechos, y a menospreciar la medición cuantitativa (cifras, datos, estadísticas), indispensable instrumento de medición y cálculo que sostiene muchas interpretaciones y las conectan con sus condicionamientos reales. Las teorías culturales, especialmente la estética, la filosofía y el psicoanálisis, tienden a privilegiar la preocupación por lo Real (en sentido lacaniano, lo inalcanzable por el lenguaje) en detrimento de la consideración de lo real, la prosaica realidad que condiciona efectivamente los movimientos de la cultura.
Pero el ámbito cultural es el terreno propio de la confrontación dialéctica, de la diversidad de posiciones, de la argumentación crítica y de la polémica sustentada. Corresponde, pues, asumirlo para discutir el deterioro del discurso, la pérdida del debate sensato y fundado. No se trata de una cuestión de buenos modales relativos a la discusión; se trata de un tema compartido con la política: cómo pueden asegurarse condiciones de discrepancia que garanticen el derecho de las posiciones diferentes. Cómo puede instituirse una zona libre de dogmatismos, exenta de las formas de violencia simbólica que constriñen el desacuerdo.
Creo que en América Latina la clase pensante no estuvo a la altura del desafío planteado por la necesidad de levantar esa zona. Se produjo una dispersión; una verdadera desarticulación del pensamiento, traducida en falta de condiciones de discusión ecuánime. Los discursos se dogmatizaron, las posiciones se volvieron intolerantes. Se era (se es) pro o anti Kirchner, Dilma o Lugo, sin posibilidades por parte de la izquierda de criticar las figuras ideológicamente afines. Creo que esa falta de crítica no fue saludable; promovió el deterioro de un espacio discursivo productivo.
Jens Andermann: Quizás habría que explicar esas conversaciones previas donde discutimos los ejes o perspectivas para dar cierta continuidad a nuestras discusiones. Ahí pensaba, un poco a partir de un texto de Ezequiel Martínez Estrada, que publica después de la caída de Perón en Argentina, y lo titula ‘¿Qué es esto?’.Tratando de responder a un gran enigma, ¿qué carajo es esto que no sabemos explicar? Quisimos tomar esto como una pregunta sobre nuestro presente pero, a partir de ahí, también la pregunta hacia atrás: pensar qué hicimos, y qué no hicimos, en el momento directamente anterior. Y finalmente la pregunta que también la hizo Yanina:¿qué hacer a partir de ahora? ¿Cómo reconstruir a partir del fracaso, de la derrota y de la comprensión de este fracaso, nuevas estrategias?
Lo que me interesa mucho, y me interesaría saber mucho más: citaste a una colega en el Paraguay que habla de ‘democracia sin justicia’. Que me parece que no es algo exclusivo a la posdictadura paraguaya, donde lo que hay es una transición muy tenue del estronismo a una especie de vacío hegemónico, como dices, donde un neo-coloradismo pareciera ser, aun con todo el peso histórico, lo único que llena este vacío. Y donde incluso esa coalición muy heterogénea que logra en algún momento ensamblar Lugo, hace agua casi inmediatamente. Donde quizás incluso la idea de un ‘gobierno de izquierda’ es discutible porque desde su origen sigue siendo algo absolutamente frágil.
Quizás podrías decir algo, desde tu punto de vista, acerca de los logros, pero también de los límites, casi diría estructurales, que tenía este gobierno y que obviamente no logró traspasar.
Ticio Escobar: La acertada figura “democracia sin justicia” es de Line Bareiro, politóloga paraguaya, que la enunció justamente en el contexto de la causa de Curuguaty. En cuanto a los logros del gobierno de Lugo, coinciden aproximadamente con los de los gobiernos progresistas de la región: alto desarrollo de políticas sociales, fortalecimiento de las bases electorales, fomento de derechos sociales y políticos, crecimiento económico, fuertes programas redistributivos, ascenso de sectores populares, etc. También durante ese tiempo se enriqueció el debate público con la incorporación de conceptos y figuras hasta entonces omitidos en la escena pública; la aparición de los términos “izquierda” y “derecha”, aun nada rigurosos en su definición y sujetos al riesgo de nuevas polarizaciones, implicó un crecimiento de la tolerancia en aquel debate.
En cuanto a las fallas, en verdad estructurales, la más grave, por lo menos la que tuvo consecuencias en todas las demás, fue la imposibilidad de construir una hegemonía alternativa que diera sustentabilidad al gobierno. Como queda dicho, toda la transición careció de arraigo hegemónico, por lo que los gobiernos posdictatoriales tuvieron que crear ingenierías complicadísimas para asegurar una mínima gobernabilidad: hacer pactos con el diablo y negociar lo innegociable. El sustento político del gobierno de Lugo era endeble: un inconexo conglomerado de movimientos progresistas y un sector, mayoritario, del Partido Liberal. Este partido, digno y combativo durante la dictadura militar, pasó a ocupar la peor posición, conservadora y oportunista. Carente, así, de bases firmes, el gobierno de Lugo no pudo zafarse del modelo de desarrollo basado en el crecimiento y el consumo, generador de impactos sociales y ambientales negativos; como en general ocurrió en la región, tuvo que aceptar las reglas del capitalismo global y continuar, en consecuencia, el régimen extractivista cimentado en descomunales monocultivos de exportación.
Por otra parte, la constitución azarosa de las alianzas que conformaban el gobierno no logró consolidar sustentabilidad institucional suficiente como para resistir los múltiples embates que culminaron en el golpe. Es vox populi que el mismo día que subió Fernando Lugo al poder, Federico Franco, el vicepresidente liberal con quien hubo de aliarse, comenzó a conspirar. Recién en el vigésimo tercer intento de golpe lograron cuadrar los números en el Parlamento y ocurrió el golpe de Estado, mal disfrazado de juicio político. Exactamente una semana antes se había producido la masacre de Curuguaty.
La izquierda, en el sentido inevitablemente ambiguo y demasiado amplio en que estamos empleando este término, no había logrado aprovechar los años de gobierno de Lugo para construir poder hegemónico o, por lo menos, una cierta densidad contra-hegemónica de cara a los poderes fácticos, un suelo medianamente firme donde asentar la articulación de movimientos y partidos progresistas capaces de discutir la homogeneización político- cultural del sistema neoliberal.
Toda esta situación ha generado contradicciones serias. Fernando Lugo ‒cuyo nombre es considerado de manera autónoma, desvinculado de cualquier encuadre partidario‒ ha perdido prestigio político y crédito electoral en las ciudades; pero grandes mayorías populares, especialmente campesinas, siguen manteniendo su intención de voto a favor del expresidente que, según todas las encuestas, tiene mayor caudal electoral que cualquier otro candidato en juego. Esto lo coloca en situación compleja. La Constitución Nacional no admite la reeleción, por lo que Lugo se ha embarcado en un, a mi parecer, desacertado proyecto que implica una coincidencia con Cartes, el siniestro presidente actual, para promover una reforma de la Carta Magna y habilitar así la posibilidad de un nuevo mandato. Esta jugada es claramente inconstitucional en muchas actuaciones de su proceso, que termina viciado en su legitimidad y provoca indignación en la opinión pública. Por otra parte, esta osada maniobra no fue resultado de consultas ni incluyó instancia alguna de participación ciudadana en su decisión, lo que contribuye, lamentablemente, al deterioro actual de la figura de Lugo. Para mucha gente, Lugo se ha aliado con Cartes, que representa lo peor de la política paraguaya: la fuerza de los poderes fácticos, mafiosos en su mayoría, enquistados en el aparato estatal.
Jens, precedido por Yanina, se pregunta acerca de la posibilidad de reconstruir estrategias ante el horizonte oscuro que se levanta en el Cono Sur (como en otras partes del Continente y del mundo; quedemos en lo más cercano…). Formular la pregunta misma ya marca un paso hacia esa posibilidad. Pensar en conjunto como lo estamos haciendo, defendiendo la palabra crítica, el derecho de la diferencia y de la divergencia, establece una posición en la tarea de construir espacios de disenso y resistencia que discutan la homogénea planicie del modelo hegemónico. Kaufman dice que considerar que no hay espacios posibles fuera del hegemónico es perder la batalla y aceptar de entrada los términos del sistema. Parte de la acción contracultural pasa por instaurar una “contracultura de la palabra crítica” que perturbe la concertada y lisa superficie impulsada por la cultura dominante.
Walter Suter: Aquí hablamos de un denominador común de lo que sucede en América Latina, y en este caso en particular en Argentina y Brasil. Ahora, ¿Paraguay no tiene algo, por lo menos, especial, en cuanto que su historia todavía tenga incidencia sobre determinadas actitudes y hace que el país se distinga un poco de su entorno en el Cono Sur? Estoy pensando en el trauma, que sigue estando, desde la Guerra de la Triple Alianza, de alguna manera. También en el bilingüismo, que es muy importante. Los indígenas siguen hablando guaraní. La lengua del corazón y no de la cabeza, como el español. Entonces, ¿en qué medida esto puede haber tenido también una historia particular, de ‘isla rodeada de tierra’?
Ticio Escobar: Justamente, cuando Alejandro y yo veníamos caminando hoy hacia acá, conversábamos acerca de la necesidad de analizar en contingencia y contexto la situación de cada uno de nuestros países ante el poder del orden mundial. En el caso de Paraguay, los factores que citaste son fundamentales. La Guerra de la Triple Alianza (1865–1870) destrozó el país. La dictadura de Stroessner (1952–1989) causó daños irreversibles. Ambos momentos constituyen traumas que marcan de manera muy particular las memorias colectivas. Pero no deberíamos caer en la trampa de considerar estas tragedias en puros términos de una victimización que nos excuse de la necesidad de asumir lecturas complejas y compromisos eficaces con la construcción de nuevas escenas históricas.
El otro punto, el relativo al guaraní. Este idioma no solo es hablado por los indígenas, sino por el 85% de toda la población del Paraguay: es lengua oficial de este país, juntamente con el español. Sí, este hecho pesa mucho; al incidir en el lenguaje de la gran mayoría de la sociedad implica configuraciones conceptuales y sensibilidades diferentes: supone maneras particulares de ver el mundo y nombrarlo. El guaraní tiene un enorme potencial de cohesión social; creo que es el rasgo que puede ser considerado factor de identidad nacional. Todos los otros derivan de él o bien no tienen la fuerza como para sostener imaginarios y representaciones en los cuales se identifique la población entera.
Pero una fuerza tan presente en una configuración cultural también supone dificultades que deben ser trabajadas. A veces el idioma se vuelve una barrera porque, si bien la inmensa mayoría de la población lo habla, existen sectores políticos y académicos que no son guaraní parlantes de origen y, aunque hablen guaraní, tienen dificultades para discutir conceptos, teorías y propuestas en este idioma. A los movimientos campesinos, por su parte, no les inspira confianza la discusión política que no sea desarrollada en guaraní. Pueden discutir en español; lo hacen, de hecho, con algunos extranjeros; pero entre paraguayos, las grandes cuestiones públicas, sobre todo las relativas al tema agrario, deben ser debatidas en guaraní, por razones políticas, básicamente de autoafirmación identitaria. Detrás de este obstáculo se encuentra cierto, explicable, “campesinismo”: es difícil vencer el recelo histórico que tienen los campesinos hacia sectores provenientes de una clase que siempre los explotó, discriminó y excluyó y que nunca se ha comprometido eficazmente con ellos. Elaborar este tema supone procesos largos que están comenzando a través del diálogo entre líderes campesinos y movimientos sociales y, aun, partidos políticos.
Lo cierto es que sí, el guaraní constituye una matriz representacional característica en diversas culturas del Paraguay. Según el antropólogo Miguel Chase-Sardi, la tradición cultural guaraní, que aporta fuertes valores en términos de solidaridad y cohesión social, puede constituir un obstáculo a la hora de construir sistemas liberales de representación, como los relativos a la delegación de poder electoral o de constitución de liderazgos que tengan formatos diferentes a los de los pueblos guaraníes. Históricamente, éstos deciden las cuestiones públicas por consenso, lo que implica sistemas de democracia directa que se avienen mal con la institucionalidad de la sociedad nacional; por tanto, para el desarrollo de ciertas mediaciones interinstitucionales, estos sistemas deben ser reajustados, y deben serlo por procesos autogestionados, que se encuentran adelantados en ciertos casos y en otros no. Según Chase, este rasgo cultural ha signado la representación en la escena pública paraguaya, condicionada por sistemas basados en el acuerdo comunitario. Traigo estos ejemplos solo buscando dar una idea de ciertas particularidades de la “isla rodeada de tierra”, para usar una figura empleada por pensadores como Rafael Barret, Josefina Plá y Augusto Roa Bastos. El aislamiento del Paraguay, físico e histórico, es un factor decisivo en la singularidad de sus formaciones socioculturales.
Javier Trímboli: Algunas cosas, sobre todo son comentarios, pero probablemente pueden servir para discutir y conversar. Primero. En relación con el tema de la hegemonía, me parece muy interesante cómo lo planteás, Ticio, a propósito de esa crisis de hegemonía actual en el Paraguay. De todas maneras, también, me da la impresión que hay algo de ese concepto, por lo menos esa es mi impresión, que no termina de explicar lo que ocurre. Digo, el concepto mismo de hegemonía, elaborado por Gramsci en la década del treinta, que parece referirse a un mundo que construye una serie de consensos y también subjetividades por fuera de una presencia fundamental y primera del Estado. De todas maneras, voy a decir algo, ya que se hace inevitable la comparación. En Argentina, en un momento, la crítica cultural Beatriz Sarlo en una discusión en el 2011, lanzó en el diario La Nación su impresión de que había una nueva hegemonía, la del kirchnerismo; una hegemonía enteramente nueva que ya había vencido a las anteriores hegemonías. Y realmente produjo un efecto absolutamente nefasto en los compañeros que estaban trabajando en torno al kirchnerismo, porque hubo algo de convencimiento de que había una nueva hegemonía, y ahora se trata simplemente de administrar esa hegemonía. Administrar la hegemonía, como vos lo traías de Rancière, pasaba a ser el problema, ya no de producir nuevas políticas, sino de producir administración, o policía, sobre la base de esa hegemonía conquistada. Entonces me parece que hay algo realmente confuso, de discutir, sobre todo pensando quizá también en la próxima jugada, en términos de si será contra-hegemónica o qué.
Por otro lado, y esto puede ser algo más para sumar a la conversación, en uno de tus textos, este donde hacés referencia a la conversación que tuvieron con Cristina Fernández de Kirchner a propósito del encuentro del Foro por la Emancipación, donde ella señalaba que faltaba teoría para explicar lo que estaba aconteciendo. Entonces, la respuesta era no; hay cosas que sí se están pensando. Entonces, y eso me interesa discutir, hay un momento donde vos decís, hay algunos, hay compañeros, hay camaradas, que desconfían del Estado, y eso no tendría que ser tan así. Y ahí me pregunto, en el caso argentino casi pasó lo contrario: confiamos todo en el Estado. Y esa confianza en el Estado llevó muchas veces a aplastar lo más interesante que pudiera pasar en la sociedad. O a no estar tan atentos a activar lo más interesante que pueda pasar en la sociedad.
Por último, para discutir más en general, no solo para esta sesión, la cuestión de la derrota. La derrota en la Argentina está totalmente connotada con lo que fue la derrota del 76. ¿En qué sentido hay parangón? Y es una discusión que vale. En el caso argentino, además, tuvo claramente un componente electoral, pero sobrepasó rápidamente lo electoral, rápidamente pasó a ser más que lo electoral. De todas maneras, digo, para discutir: hay compañeros, el Colectivo Situaciones, autonomistas, con los que hemos discutido mucho, que nunca han sentido simpatía por los gobiernos de Kirchner. Simpatizaban con García Linera, antes de que fuera vicepresidente de Bolivia. Y en un momento, ellos elaboran una tesis: lo que viven los movimientos sociales en el año 2003 –movimientos sociales que habían estado muy activos en los años 2001, 2002, 2003– no es una derrota (y dicen eso para no emparentarla con la del 76), sino un impasse. Entonces se juega con la idea del impasse, como una suerte de detenimiento, congelamiento, de una situación que no implica derrota, para diferenciarla y reasociarla a algo que todavía queda abierto y no así cuando hay una derrota, que implicaría simplemente, casi como un pleno repliegue.
Ticio Escobar: Estoy de acuerdo en que quizá el fracaso de determinadas formas hegemónicas tenga que ver con la crisis del modelo de hegemonía que se viene manejando y reformulando desde Gramsci. Pero, aun si dejamos a un costado esa figura por razones operativas, habría que pensar cómo se articula el poder, cómo se legitima, cómo arraiga en determinadas subjetividades, cómo se vuelve sustentable en términos sociales. Y también, cómo se construye contrapoder, cómo se resiste el modelo dominante en cuanto entra en conflicto con intereses diferentes. Por de pronto, la cobertura ideológica parece estar cambiando de sentido. Ya hablamos de que en el caso Curuguaty y en el juicio contra Lugo, para partir del caso particular de Paraguay, no se cuidaron en absoluto las apariencias formales que sostienen el discurso del poder y disimulan lo que debe ser ocultado. Un descuido de los buenos modales que provee el mito, en su sentido más amplio, o, directamente, que construye la cultura. También hemos hablado del caso Trump, que parece haber dejado caer todas las máscaras y muestra el rostro pavoroso de lo que permanecía escondido: asoma un indicio de lo real, en el sentido lacaniano del término. Lo monstruoso es lo que no debe mostrarse, lo que los artilugios ideológicos deben escamotear para sostener las ficciones hegemónicas. Ante esta situación, debe reformularse la estrategia contestataria: la disidencia crítica no puede partir de la disipación del velo que disimularía una verdad profunda: el velo ha caído y la tal verdad no aparece en su lugar, ni aparecerá quizá en ninguno, porque no existe una sustancia escondida que fundamente la realidad y esconda la última cifra.
Lo que estoy proponiendo es considerar la ideología desde una perspectiva propiamente cultural. No encarar su concepto como falsa conciencia, táctica manipuladora o pura máscara que apaña calculados intereses dominantes, sino como un sistema particular de representaciones, en una dirección pragmática cercana a la planteada por Clifford Geertz; es decir, como un régimen simbólico/imaginario que, como los mitos, la religión o el arte, cumple funciones de disipar la incertidumbre y proponer figuras capaces de orientar el sentido social: capaces de encauzarlo hacia su conservación o su cambio. Existirían, así, ciertas formas ideológicas que buscan estabilizar la sociedad y otras que discuten las significaciones instituidas. Pero no se trata, así lo entiendo, de buscar certezas inmutables por detrás del humo ilusorio que levanta un Gran Prestidigitador. Todo sistema de representación (incluido el científico) opera con cierto ingrediente ficcional, puesto que la realidad es inasible en su supuesta objetividad total, al margen de todo punto de vista y creencia. Asumo que la posición que traigo acá es altamente discutible y la planteo con un sentido instigador de un debate a ser realizado hoy u otro día.
Me refiero ahora al tema de la desconfianza del Estado por parte de sectores de izquierda, y la consiguiente renuencia de muchos de éstos a participar del aparato estatal. En el Paraguay se dio así: obviamente, durante la eterna dictadura de Stroessner era impensable que un opositor formara parte del gobierno. El Estado era lo otro-adversario que debía ser conquistado (en el caso de Stroessner no mediante las urnas, sino las armas). Pero con la transición posdictatorial las cosas cambian: supuestamente entramos ya en democracia y debemos construir responsable y colectivamente el maltrecho espacio público. Bajo el gobierno de Lugo, la cuestión estaba mucho más clara: era fundamental estar presente en el intento de hacer depender el Estado de los grandes intereses públicos; hasta dónde se pudo lograr ese objetivo es otra cuestión: se estaba intentando hacerlo. Yo estuve muy cerca de los gobiernos de Lula, Dilma y Cristina y la situación era, a mi parecer, equivalente: en un momento constituía una obligación ética y política participar del gobierno para apoyar políticas públicas progresistas, aun imperfectas, inconclusas; era lo que había.
Pero la cuestión se complica ante gobernantes como Franco, que accedió luego del golpe dado a Lugo, o Cartes, que está vendiendo el país a las megacorporaciones (entre las cuales figuran sus propias empresas). Anoche también discutimos este tema con relación a la disyuntiva que plantea Chantal Mouffe tras el concepto de “agonística”: ser un desertor, perder por walk over, o participar, aunque fuera desde intersticios, para impulsar políticas públicas indispensables (salud, educación, cuestión agraria e indígena, etc.). Pero, ¿se puede incidir realmente en esos ámbitos bajo la dirección de un Cartes, un Macri o un Temer? Es una discusión abierta, complicada. Llevémosla al plano de la institucionalidad cultural. Interesado en mantener una puertita abierta a la izquierda, apenas asumido, Cartes me ofreció el ministerio de Cultura. No acepté este cargo ni ningún otro, obviamente; pero, a su pedido, propuse una terna, de la cual fue seleccionada Mabel Causarano, que había trabajado conmigo. Se acordó, así, una cierta cuota progresista que planteó la reposición de políticas públicas destruidas bajo el gobierno de Franco. Causarano fue despedida cuando Cartes tuvo que optar por el apoyo de la derecha más oscurantista del Partido Colorado, pero aun así continuaron trabajando cuadros opositores a Cartes, como los vinculados a la defensa del patrimonio, sin los cuales se hubiera perdido mucho en términos de espacio público, incluidos importantes logros legislativos correspondientes a este ámbito. El tema es que hay acciones sumamente relevantes que solo pueden hacerse desde el Estado; esto plantea contradicciones y levanta preguntas difíciles de responder: ¿hasta qué punto es posible separar instancias estatales y gubernamentales? ¿Podría asegurarse la continuidad de políticas públicas más allá de la duración de un gobierno, y más allá de su signo político y su legitimidad? Este fue un tema de discusión dentro del gobierno de Lugo cuando se acercaba el tiempo de las elecciones de 2013, tiempo que fue apurado por el golpe de Estado. Para asegurar esa continuidad es necesario que el aparato del Estado cuente con instituciones fuertes y que las conquistas públicas se encuentren avaladas por leyes y arraigadas socialmente, sustentadas por sectores diversos de la sociedad. Esta última condición afecta la cuestión anterior: creo que si existe aval social, político, sectorial o partidario, se puede participar de un gobierno formalmente democrático, aunque fuera en posiciones secundarias, para promover políticas propicias al interés público. Una última condición: toda vez que existan garantías de cierta autonomía y básico apoyo presupuestario.
Ticio Escobar
es curador, ensayista y presidente del capítulo paraguayo de la Asociación Internacional de Críticos de Arte. Hasta 2008 dirigió el Museo de Arte Indígena, Centro de Artes Visuales (Asunción), del que fue fundador. Entre 2008 y 2013 ocupó el cargo de Secretario de Cultura del Paraguay en el gobierno de Fernando Lugo, y es autor de la Ley Nacional de Cultura de su país. Entre sus muchas publicaciones, editadas en Paraguay, Argentina, Chile, España y Estados Unidos, cabe destacar los libros El mito del arte y el mito del pueblo (1986), Misión: Etnocidio (1988), Textos varios sobre cultura, transición y modernidad (1992), La belleza de los otros: arte indígena en el Paraguay (1993), El arte fuera de sí (2004), La maldición de Nemur (2007), La invención de la distancia (2013) e Imagen e intemperie: las tribulaciones del arte en los tiempos del mercado total (2015). Fue galardoneado, entre otros, con el Orden de Rio Branco (Brasil), el Premio Príncipe Claus de Holanda para la cultura y el desarrollo y el Premio Bartolomé de las Casas (Casa de América, Madrid) en reconocimiento de su apoyo a la cultura de los pueblos originarios.