Entrevista con Adrián Curiel Rivera

Adrián Curiel Rivera es un novelista, cuentista y académico mexicano. Además de las novelas Vikingos (2012), A bocajarro (2008) y Bogavante (2000), y los libros de relatos Día franco (2016) y Madrid al través (2003), es autor de dos importantes volúmenes de ensayos literarios: Los piratas del Caribe en la novelística hispanoamericana (2010) y Novela española y boom hispanoamericano (2006). En 2013 dio a conocer Blanco Trópico, una mordaz y en ocasiones hilarante recreación ficcional de los efectos provocados en la vida de la academia mexicana por unas profundas reformas neoliberales, de naturaleza y consecuencias demasiado familiares para muchos académicos europeos y estadounidenses. La novela levantó ampollas en su país natal.

En la siguiente entrevista, que tuvo lugar en el verano del 2016, el autor habla de la génesis de la novela y las reacciones que su publicación provocó, además de abordar una amplia gama de temas literarios y sociales que su libro plantea: la globalización, la industria editorial, el canon en la literatura mexicana y sus vacas sagradas, así como el lugar que ocupan la novela de campus y la ciencia ficción en el panorama literario actual latinoamericano.

 

  • ¿Qué te motivó a escribir esta novela, y cómo adquirió la forma qué tiene?

Transcurridos dos años desde la aparición de Blanco Trópico, responder cuál fue la razón fundamental que motivó su escritura resulta una pregunta engañosamente sencilla. De hecho, me obliga a rememorar las circunstancias de mi vida que acompañaron a su composición y posterior publicación, y ya se sabe que la memoria es caprichosa y reacomoda los fragmentos de la experiencia como le viene en gana. Supongo que fue la necesidad de hacer un ajuste de cuentas con la realidad. A diferencia de otros escritores que se imponen una disciplina de escritura diaria — parafraseo una famosa frase acuñada por Vargas Llosa: “Yo escribo por transpiración, no por inspiración” — , a mí me ocurre que, de pronto, me invade el deseo compulsivo de sentarme a purgar las dolencias del alma a través de la literatura. Entonces encuentro la disciplina y la convicción indispensables para llevar a cabo un proyecto narrativo. Con Blanco Trópico me pasó lo mismo: en 2003 me había tenido que repatriar a México tras ocho años de residencia en Madrid, junto con mi esposa Carolina, argentina, y tras numerosos avatares, premuras económicas y antesalas en oficinas de empleo, la suerte quiso que ella recibiera una oferta de trabajo en Mérida, Yucatán, un lugar que habíamos visitado unos años antes como turistas y cuyo clima había suscitado el siguiente comentario de mi parte: “Jamás viviría en un lugar así de caluroso”. Las ironías de la vida o, como dicen con mayor claridad los argentinos: lengua en el culo. El caso es que, en Mérida, Carolina consiguió adaptarse y llevar una vida socialmente productiva, mientras que yo, desempleado, luchaba contra las urticarias, los mosquitos y una frustración creciente que puso en serio peligro nuestra relación, sobre todo cuando además vino el primer hijo y a mí me cayó encima, con toda su fuerza, el peso de la responsabilidad adulta. El cambio de una ciudad europea a una espacio de calor abrasador: no era sólo que las cosas no hubieran salido como yo quería (en mi ingenuidad, imaginaba para mí una época dorada en la que podría dedicarme a escribir de tiempo completo para después cosechar el reconocimiento internacional a mi talento). La humillante comparativa entre una mujer exitosa, con méritos de sobra, y un escritor desconocido a escala mundial y sin dinero. La urgencia de un trabajo y, una vez conseguido en una nueva sede de la UNAM en Yucatán, la insatisfacción al tener que resignar los temas literarios en los que deseaba trabajar por otros que dictaba la política estratégica de la institución para afianzar su presencia en el llamado sureste mexicano. No era sólo, insisto, que nada hubiera salido como yo había soñado: me resistía a crecer. Allí radicaba el quid, la causa motora de mi infelicidad. Me pareció entonces que ese dato que había logrado identificar, la denodada e inútil lucha de un cuarentón contra la flagrante evidencia de ser un adulto con todas sus letras, constituía por sí mismo un argumento literario a desarrollar. Si a eso sumaba lo que había vivido al integrarme como investigador a lo que en la novela aparece como la Unidad de Desarrollo Regional Interdisciplinaria (UDRI), donde incluso — otra paradoja — había acabado desempeñándome como su secretario académico, podría vengarme doblemente: de ser adulto, en contra de mi voluntad, y de lo que entonces yo percibía como una serie de aberraciones, demagogias e hipocresías del discurso de la corrección política universitaria: los estudios de género llevados a la caricatura, la manía de feminizar todos los sustantivos masculinos en los discursos públicos, la desorientación masiva en el ámbito de las humanidades y las ciencias sociales y la necedad de tratar de disfrazar esa falta de propósitos con los criterios corporativos de las empresas transnacionales, por un lado, y con el optimismo civilizador que en teoría brindan el desarrollo económico y las tecnologías de la información y las comunicaciones. Los componentes para estructurar una trama estaban servidos. Por esos años, además, casualmente, había llegado a mis manos Laberinto de muerte de Philip Dick. En esa novela un cónclave de genios científicos aislados en un planeta esperan la señal de un satélite que les informe cuál es su alta misión, pero como la máquina demora, las envidias y los celos comienzan a aflorar, hasta que se produce una serie de asesinatos. Me pareció que la comunidad de Dick guardaba una hilarante afinidad con mis colegas científicos sociales. No desarrollábamos nuestro trabajo en una isla, pero casi: en una península selvática y huracanada, de clima asfixiante la mayor parte del año. Escribiría, entonces, una “épica personal”, un bildungsroman invertido en el marco de una “novela de campus”. No aludiría directamente a Yucatán, ni haría una mera autobiografía disfrazada de ficción. Crearía una isla urbana y tropical, un protagonista con quien pudiera identificarme pero al que pudiera asimismo detestar por sus debilidades. La forma de la novela, de alguna manera, estaba predeterminada ya por estos razonamientos, máxime en un país caracterizado por una narrativa absolutamente solemne y en la que, según he podido comprobar, la novela de campus prácticamente no se cultiva. No podía permitirme, en tanto narrador, cometer el error de quejarme — no diría seriamente, porque el humor también es muy serio, sino solemnemente — de lo mal que está el mundo y lo injusto que es. Debía, por el contrario, explotar las posibilidades del registro del humor, lanzar sus venenosos dardos en primer lugar contra el propio protagonista, desde sí mismo, y luego contra el resto del planeta.

  • Ya que mencionas ‘el resto del planeta’, y antes de volver a la dimensión específicamente mexicana del libro, yo diría que uno de los temas centrales de la novela (aunque no me gusta hablar de las novelas como si no fueran más que compendios de temas) es la globalización en todas sus manifestaciones, las más de ellas deletéreas ….

Creo que si tuviera que adscribir a Blanco Trópico a determinada ideología, idiosincrasia o posicionamiento político, por ponerlo en esos términos, sería al de la globalifobia. Esa aversión hacia la hegemonía bárbara y feroz del actual capitalismo, al que ya casi ni siquiera puede oponérsele la nostalgia del imperialismo soviético (y cuyo único contrincante de peso acaso sea el fundamentalismo islámico), no surge, sin embargo, de una premeditada y deliberada reflexión acerca de su naturaleza y alcances. Más bien, de la vivencia pasiva de haber sido y ser una de sus víctimas históricas. Es obvio que la estandarización deshumanizante que nos han infligido la tiranía neoliberal y el consumismo, opera en múltiples estratos que han afectado nuestra personalidad y hasta lo que considerábamos nuestras convicciones más profundas acerca del sentido de la existencia. Me parece que Juan Ramírez Gallardo presta su voz a infinidad de individuos de lo que podríamos llamar una clase media internacional, sometida de golpe, en lo laboral, al dogma implacable de los recortes, la eficiencia empresarial y las ganancias, y en lo más personal e íntimo, a la inestabilidad que conlleva la presión de ese modelo de éxito. Pero no hubo a priori una intencionalidad crítica de mi parte en esa dirección, no, al menos, de manera consciente. Fue como si las propias y continuas desventuras de Ramírez Gallardo incidieran inevitablemente en ese aspecto del mundo. Manuel Borrás, el editor de Pre-textos, hizo una lectura de la novela, por puro gusto y sin compromisos editoriales, pues la novela ya había sido publicada, que podría asociarse al planteamiento de tu pregunta. Me atrevo a transcribir parte de su comentario: “Una fábula, en fin, radicalmente humanista, universal y local a la vez, amena y amable a pesar de que presenta motivos suficientes para una confrontación malhumorada con el siglo XXI. Pocos ejemplos como éste de píldora amarga dentro de un dulce”. En opinión de Borrás, la mirada infantil de Juan constituye una suerte de antídoto contra la crueldad de los valores usureros de la competencia, contra la propia grisura de su conciencia adormilada; un esfuerzo tan inútil como loable, agrego yo, por recuperar la capacidad de asombro ante las cosas sencillas, esenciales de la vida. En su interpretación, Borrás también destaca el papel del humor, que describe no como un recurso o estrategia narrativos sino como “la calidad del espíritu de la novela”. Quizá sea exagerado de su parte, lo cierto es que, desde el principio, me pareció tan interesante como desafiante que el humor fuera un personaje más. Al margen de que cada quien pueda tener una concepción muy diferente de lo que el humor y el humorismo significan, e ideas muy contrastadas acerca de lo risible y lo ridículo. La ventaja de esta apuesta, por otro lado, me parecía palmaria en el contexto de la narrativa mexicana. No estoy por completo seguro de que haya que remontarse a la novelística de Jorge Ibargüengoitia para descubrir, dentro de nuestra tradición, un uso sistematizado de recursos satíricos y paródicos, pero no me cabe la menor duda de que entre mis colegas coterráneos, vivos y muertos, se cuentan con los dedos de las manos quienes se toman en serio la no seriedad del humor.

  • Y la globalización no solo es omnipresente, sino que tiende a manifestarse de forma inesperada. Por ejemplo, esta no es una novela para fans de Andrea Bocelli ….

Quizá sea una exageración sostener — sobre todo en América Latina — que la globalización ha permeado todas las capas sociales y étnicas de Occidente, todas sus regiones, pero tampoco faltan evidencias de que los largos tentáculos de sus manifestaciones más vulgares son capaces de llegar a los rincones más recónditos. Por eso me pareció muy divertido que el Gran Jefe Yoma, pese a la sensatez de su resistencia ante los hechizos neoliberales del progreso, y la dignidad con que lidera a sus súbditos yomas, se permitiera la debilidad de ser fan de Andrea Bocelli.

  • Acabas de aludir a la ‘corporatización’ (no sé si sea la palabra adecuada) progresiva de las universidades mexicanas. Cómo se produjo e implementó esta, y cómo ha afectado la docencia? El tema me llamó la atención de manera bastante dolorosa, ya que algo muy parecido e igual de catastrófico ha sucedido en el Reino Unido. Al leer la novela casi rezaba para que muchas cosas que se cuentan en ella no tuvieran relación alguna con la llamada vida real, pero me temo que no sea así, puesto que me resultaron harto familiares ….

En cuanto a la progresiva asunción por parte de las universidades mexicanas de paradigmas de eficiencia y producción empresariales (por cierto, hoy la revista Forbes publica un top ten de las mejores universidades de Latinoamérica, la UNAM aparece en 7º lugar, por debajo del Tecnológico de Monterrey, lo que estoy seguro generará un tremendo revuelo entre mis colegas), ubico vagamente una fase significativa de este proceso a lo largo de los años 90, convirtiéndose en un modelo hegemónico ya en este siglo. Debo precisar, en aras de la justicia, que la UNAM sigue siendo un espacio más o menos generoso para el desarrollo de la investigación y la docencia en el ámbito de las humanidades y de las ciencias sociales. Sin embargo, al margen de esta matización, no se ha salvado ni de la fiebre de los indicadores ni de la caricaturización del discurso de la corrección política. El Sistema Nacional de Investigadores del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACyT) ha tenido mucho que ver con lo primero: los criterios para incluir, rechazar o expulsar de un codiciado y bastante discrecional sistema de becas a los investigadores nacionales o extranjeros que trabajan en México, es meramente cuantitativo. Se espera que uno cumpla con tantos artículos “científicos” en revistas arbitradas al año, como hacen los científicos “naturales”, con tantos libros y capítulos de libro, incluso con la creación de patentes de productos de innovación tecnológica. Pero, en el fondo, a pocos les importa entrar en el análisis de la calidad de toda esa producción. Es una maravillosa esquizofrenia colectiva: los científicos de verdad desprecian a los científicos sociales, pues sólo producen conocimiento a nivel especulativo, sin mayor utilidad ni incidencia económica, y los científicos sociales nos desvivimos en cada evaluación llenando en línea unos informes espantosos para cumplir con los baremos “cienciométricos” que nos imponen los otros en un país, by the way, que no se caracteriza precisamente por estar a la vanguardia de los descubrimientos científicos y tecnológicos.

En la UNAM, en un momento determinado, de boca de los propios conductores de la investigación humanística y social, empezamos a escuchar frases como “se ha terminado el tiempo del investigador solitario en su cubículo o la biblioteca, el saber debe socializarse y ser productivo”. Una confusión tremenda, entre otras cosas por las muy variopintas nociones que circulan respecto a lo que significa ser académicamente productivo. Luego se hizo flagrante la obsesión por figurar en las posiciones punteras de los rankings internacionales (ARWU, CSIC, The Times, etc.); por “visibilizar la producción”, con lo cual pasamos a la letanía del “factor de impacto” y del “número de citas” como criterios inapelables de garantía científica. Con anterioridad ya había cobrado fuerza el discurso con perspectiva de género, una simulación retórica de igualdad tan grotesca que hoy día casi se reduce a que cualquier orador en una intervención pública, sea hombre o mujer, dentro o fuera de la academia, se sienta obligado a comenzar diciendo “Bienvenidas y bienvenidos sean todas y todos ustedes”. Hay otras pruebas de esta pérdida generalizada de brújula que, estoy seguro, nos resultan a ti y a mí muy familiares, sobre todo en el ámbito de la docencia: los alumnos aplicando a los profesores un examen de desempeño académico, sin que el examinado tenga siquiera derecho de réplica, y con las serias consecuencias que puede acarrearle. Los mismos alumnos, en el proceso de escoger una materia optativa, sometiendo a distintos candidatos profesores a una especie de reality show para ver quién de ellos los seduce y es declarado vencedor de la asignatura.

Un pragmatismo o cinismo relativamente nuevo, no sé cómo definirlo, nuevo al menos en la universidad pública en México, podría quizá también describirse como un fenómeno asociado a esta especie de transformación corporativa. Me refiero a la compra, por así decir, de capital aprovechable, aunque sea simbólico. Verbigracia: la UNAM ha creado recientemente la cátedra extraordinaria Rigoberta Menchú. Así la universidad puede presumir — y sacar provecho — de contar con un Nobel más entre sus filas.

  • Lo que acabas de describir y que se critica tan dura y socarronamente en la novela (la catastrófica imposición del modelo científico en las humanidades, la valoración de lo puramente cuantitativo a expensas de lo cualitativo, la promoción desenfrenada e irreflexiva de lo ‘interdisciplinario’ y el consiguiente desmoronamiento de las formas tradicionales de investigación, el énfasis igualmente irreflexivo sobre el ‘impacto’ y la ‘productividad’) es precisamente lo que ha pasado en el Reino Unido durante las últimas décadas, pero en nuestro caso todo empezó a decaer con la llegada al poder de Margaret Thatcher, gran despreciadora de todo lo intelectual, en el ya lejano 1979. Y hay otro efecto pernicioso de esta ‘transición’ que no mencionas en tu respuesta pero que figura en la novela: el creciente predominio en las humanidades de un huero (meta)lenguaje ‘teórico’ que pretende conferir al estudio de la literatura (por ejemplo) una validez ‘científica’ que en realidad no es más que una pátina seudo-intelectual. Pienso, por ejemplo, en la descripción de ‘un permanente polemizar sobre aspectos tan diversos de las ciencias sociales y humanísticas que, en ocasiones, se olvidaba qué asunto había propiciado la discusión’ (p.296) ….

Absolutamente. Años antes de iniciar la redacción de la novela, descubrí un libro que estoy seguro conoces: Fashionable Nonsense de Alan Sokal y Jean Bricmont. El abuso e impostura de la terminología seudocientífica para imprimir a las disquisiciones más bizantinas un aire de incontrovertible, sesuda, poliédrica y profunda cientificidad es, por lo visto, una tara y una triste realidad a nivel internacional de un sector importante de las humanidades y las ciencias sociales. No digo que la crítica de Sokal y Bricmont haya sido fundamental para la posterior elaboración de Blanco Trópico, pero al menos me sirvió para superar el complejo de inferioridad cuando se me caía de las manos un libro de Derrida o Kristeva. ¿Dónde diablos — me preguntaba al leerlos — estaba el componente mínimo de humanidad que uno espera encontrar en las mejores creaciones literarias y en el metadiscurso o crítica que da cuenta de ellas? ¿Qué lugar ocupaban los problemas tribales, básicos, la grandeza y la miseria de los hombres, en esas parrafadas y abstracciones abstrusas? Un colega filósofo — el que inspiró al personaje que en mi novela se dedica a la etiología de la mente — nos propinó una vez una conferencia acerca de cómo nuestra mente podía discernir que una jirafa era una jirafa y no, por decir algo, un topo o una serpiente, y cómo incluso esa misma jirafa a nivel irracional (sic) y hasta cierto punto inconsciente era capaz de percibirse ella misma como tal…, de lo que se deducía que una jirafa era siempre una jirafa en tanto que las sensaciones que nos transmitía y se transmitía a sí misma eran las de ser una jirafa. Al final de la exposición, un PowerPoint que incluía numerosas imágenes de jirafas y otros animales, nadie sabía si aplaudir como gesto de cortesía o estallar a carcajadas. Las discusiones sobre la interdisciplina fueron y son verídicas, y noto que el desprecio de los científicos duros hacia los científicos sociales, en el entendido de que los científicos duros sí realizan estudios interdisciplinarios que redundan en la innovación tecnológica, el desarrollo económico y el bienestar social, es cada vez más lacerante.

  • En la novela, los efectos (quizá debería decir ‘daños colaterales’) del neoliberalismo dentro de la universidad llegan a extremos estrafalarios. Como consecuencia de los inevitables recortes presupuestarios en la facultad, se obliga a Juan y a otra investigadora a competir por un solo puesto académico, y la competición se convierte en un lucha a muerte, o casi …. Ese episodio ¿lo inventaste, o está ‘basado en hechos reales’?

Lo inventé hasta cierto punto. Te relato brevemente el caso de otro ex colega. Se llama Juan, como el protagonista de BT. Se ostentaba como doctor en economía por la Universidad de Hamburgo. Sin embargo, luego se descubrió que su constancia de título, un papel redactado en alemán que nadie entendía, en realidad era un documento que señalaba que eventualmente podría someterse al examen de titulación, si realizaba ciertas correcciones a su propuesta de tesis. Además se le ocurrió plagiar un trabajo (sobre la pesca de pulpo, esto también es “real”), y pelearse a muerte con quien entonces era el director. Pero en mi país no es tan fácil echar de su trabajo a un académico tramposo, y aunque Juan fue finalmente separado de su puesto, al día de hoy mantiene un feroz litigio con la universidad, de resultado incierto. Pero antes de llegar a esas instancias, Juan efectivamente compitió por conservar su empleo a través de lo que se conoce como un concurso de oposición abierto, es decir, un examen público al que puede presentarse cualquiera que reúna ciertos requisitos. Como había la intención de sacarlo de la institución, la convocatoria al examen no sólo se publicó en el periódico oficial de la universidad, sino que se divulgó urbi et orbi por medio de las redes sociales. La cosa adquirió los tintes de un reality show académico entre tragicómico y macabro, una veintena de aspirantes se presentó para despojar al falso economista de su ya bastante amenazada seguridad laboral. De ahí surgió la idea de trasladar esta situación a una ordalía en la selva, en una contienda en la que Juan debiera enfrentarse a Virginia Garfio, personaje inspirado también en otra ex colega que terminó a la greña con la universidad.

  • Por increíble que parezca, se han dado casos parecidos (aunque quizás –recalco: quizás– no tan esperpénticos) aquí. En varias universidades británicas, por causa de los omnipresentes recortes y ‘racionalizaciones’, dos individuos de repente se han visto obligados a ‘competir’ por un solo puesto, y el factor dirimente ha sido siempre (justo como indicaste antes) puramente cuantitativo: quien publicaba más durante un periodo determinado se quedaba y al otro, por brillante que fuera, se le echaba sin más ni más. También tengo colegas en otras instituciones que han tenido que volver a solicitar el puesto que ya ocupan (!), sabiendo de antemano que el proceso estaba amañado y que en realidad se les despedía de forma solapada y cínica… Pero todo esto me está deprimiendo. Como vía de escape, pasemos a hablar de la novela como obra literaria. Podrías comentar la estructura del libro, y sobre todo los cambios de perspectiva narrativa?

Comencé la redacción de la novela, en un grueso cuaderno y escribiendo de puño y letra, en enero de 2009. Para octubre de 2011 ya había logrado trasvasar a la computadora una primera, extensísima y, en muchos sentidos, caótica primera versión, que carecía de una estructura eficiente, pues la acción se desarrollaba por medio de una larga serie de apartados que llevaban por título alguna de las incidencias o desventuras que padecía Juan Ramírez Gallardo en su vida cotidiana. La intención no era ensayar una picaresca, y así como estaba, el texto parecía haber quedado revestido de ese ropaje. Se hizo necesario, entonces, un posterior trabajo de reestructuración de la arquitectura de la novela. Lo más sencillo, en términos formales, me pareció abrir en un presente, el de Juan, que describiera cómo, cuando creía estar viviendo el momento más feliz de su vida, se veía de golpe en la coyuntura de tener que enfrentarse con una colega inescrupulosa, en una competencia académica para conservar un puesto de trabajo que apenas y con enormes dificultades había podido conseguir. Después juzgué oportuno introducir un cambio de perspectiva: el relato de las circunstancias que habían llevado a Juan a esa situación de arrinconamiento psicológico, y de inminente riesgo familiar y económico, debía hacerse ya no desde su “yo” actual, sino desde la distancia “objetiva” de la narración en tercera persona. El desenlace del conflicto, por último, tendría que desarrollarse otra vez desde la visión del propio Juan. A partir de un presente amenazado y en progresión hacia un futuro nada esperanzador. De esta manera, la versión de la novela que finalmente salió a la luz, quedó estructurada por un proemio y cinco grandes bloques: “El premio”, “Paraíso exit (Madrid 2003)”, “La antesala (México, DF)”, “Temporadas en Blanco Trópico” y “Ordalía académica en Isla Morgan”. Es en esta parte final cuando el lector descubre de qué lado caerá la moneda de la suerte de Juan. Si es que hay alguna moneda que echar al aire.

  • En lo que al género de la novela respecta, dijiste antes que ‘la novela de campus prácticamente no se cultiva’ en México. ¿Por qué será, y si no pudiste abrevar en fuentes autóctonas, qué antecedentes ‘extraterritoriales’ han influido en la creación de la novela?

Considero que la novela de campus prácticamente no se cultiva en mi país debido a lo que podríamos denominar un factor de doble solemnidad o, si se prefiere, a causa de una solemnidad idiosincrática que se manifiesta en dos planos. Uno que atañe a la propia literatura y al contexto en que se produce. Otro, a la imagen que en general se tiene de la universidad.

Trato de explicarme: la narrativa mexicana, por un lado, tiende a ser grave, espesa, verbosa, alambicada, y el escritor suele tener una idea de sí mismo demasiado enaltecida y ceremonial, como si fuese una especie de sacerdote que revelara, a través del instrumento sacrosanto de la literatura, verdades profundas al resto de los mortales. Supongo que esta actitud tan arraigada obedece al papel de personaje público que los intelectuales de mi país se sienten obligados a representar. Hay un permanente coqueteo con las instancias del poder cultural, político y económico, y no pocos escritores acaban transformándose en auténticos caciques de la cultura, con sus correspondientes séquitos y pajes. No cuento nada nuevo y sobran los ejemplos: Paz, Fuentes, Monsiváis, Krauze, Poniatowska, etcétera. Si el creador literario está tan sujeto a las reglas de la gravedad discursiva que — ya sea enarbolando la bandera de la izquierda o la de la derecha — le permitirán escalar a posiciones dominantes, difícilmente podrá asomarse, ya no digamos a la novela académica, que entraña una buena dosis de humorismo y real crítica institucional, sino a cualquier registro literario donde quepa, insisto, la seriedad del humor.

Por otra parte, con independencia de los grupos opositores, de algunos intelectuales reacios y de cierta resistencia estudiantil y gremial que en efecto existe, a la universidad en México se la reviste generalmente con la toga de la sacralidad. La mayoría se refiere a ella como si fuera, si no la Virgen de Guadalupe, una abuelita bonachona de pelo cano, aunque, eso sí, muy tirana y celosa de sus ritos y boato. En cualquier caso, la gente la concibe como un espacio de conocimiento inmaculado, de ciencia y de progreso para el país. En el caso concreto de la UNAM, es un secreto a voces que se trata del último virreinato que opera esquizofrenicamente en la república, con toda su pompa y una organización en apariencia democrática, pero que en realidad se vertebra de manera muy jerárquica. Que hasta ahora casi no se haya cultivado la novela de campus mexicana no significa que no pueda ocurrir en el futuro, pues la universidad ofrece material humano de sobra para ello. Es más, no me extrañaría que en los próximos años surgiera un boom de novelas académicas, no sólo en México sino en toda Latinoamérica. Las sociedades cambian, igual que sus símbolos y esquemas educativos. Concedamos a los escritores mexicanos la posibilidad de que aprendan a reírse de sí mismos, de que exploren los alcances del humor como un recurso literario tan válido como cualquier otro.

Respecto a los antecedentes extraterritoriales de Blanco Trópico, por lo que toca a su faceta de novela de campus, conocía ya las obras de los ingleses Tom Sharpe y David Lodge, en particular Wilt y El mundo es un pañuelo, aunque he leído muchos otros textos de ambos autores. En el ámbito de la literatura en castellano, disfruté mucho una novela del uruguayo Rafael Courtoisie, Goma de mascar, y me entusiasmaron en diferente medida las propuestas de los españoles Javier Marías y Antonio Orejudo, Todas las almas y Un momento de descanso, respectivamente. También había leído Crímenes imperceptibles del argentino Guillermo Martínez, y no me era ajeno el precedente de Donde van a morir los elefantes del chileno José Donoso. Sin embargo, debo confesar que, aparte de mi propia y rocambolesca experiencia como investigador y profesor universitario, el modelo literario que más influyó en el diseño de los personajes académicos fue la ya referida novela Laberinto de muerte del estadounidense Philip Dick. A lo largo de mi carrera he sido testigo de situaciones extremas, que podrían parecer increíbles en el ámbito en teoría pacífico del Peripato. He intentado recoger muchas de ellas en mi novela.

  • Es interesante que menciones la ciencia ficción, ya que es otro género hasta ahora poco frecuentado por autores latinoamericanos, al menos los más ‘establecidos’, pero que va adquiriendo cada vez más partidarios (pienso, por ejemplo, en Iris, la novela de Edmundo Paz Soldán, y los cuentos acompañantes de Las visiones). Por qué se ha puesto de moda durante los últimos años?

Tu pregunta encierra varias cuestiones interesantes que me tocan de lleno. Primero, lo relativo de las mediciones para determinar si un autor es famoso o conocido. He leído en distintas partes que Edmundo Paz Soldán podría catalogarse como un autor marginado, cuando a mí me parece, y con esto no hago una valoración sobre su literatura en sí, que pertenece al canon comercial más evidente impuesto a Latinoamérica desde España. Leo en una de las solapas de la edición de Iris cómo lo ensalzan padrinos que van desde Mario Vargas Llosa, pasando por Fernando Iwasaki (“en la literatura boliviana, el boom es Edmundo”) e incluyendo a Alberto Chimal, autor por cierto de La torre y el jardín, otro texto de ciencia ficción de muy difícil lectura pero de considerable aceptación comercial, al menos en México. Leo, decía, todas estas alabanzas, y me pregunto a partir de qué y hasta dónde puede o debe medirse la popularidad de un autor.

Otro aspecto que me concierne y que nos acerca más al meollo de tu pregunta, tiene que ver con la experiencia de haber escrito yo mismo tanto un relato, “Urbarat 451”, como una novela, A bocajarro, que a pesar de constituir claramente distopías literarias, son obras no sé si despreciadas, pero no reconocidas como ciencia ficción por los supuestos expertos que predican sobre ella en México, caso de Gabriel Trujillo Muñoz, Pepe Rojo y Bernardo Fernández, BEF, cuyas novelas, por otro lado, me gustan mucho. Un crítico español, Vicente Luis Mora, en cambio, menciona ambos textos en su ensayo El lectoespectador, como ejemplos llamativos, entre otros, de la resistencia y la “reinsistencia” mostrada por algunos autores latinoamericanos, en la nueva Pangea domesticada por la tecnología y el ciberespacio. Al retornar a la distopía, a juicio de Mora, se apuesta a “el único género literario que es político por naturaleza”. Sin ir más lejos, el Biblioteca Breve 2016 fue concedido a otro ibérico, Ricardo Méndez Salmón, por El Sistema, una pastiche distópico que, en términos generales, retoma elementos de las distopías clásicas del siglo XX y de libros y películas más recientes, como Los Juegos del Hambre o Divergente. Pero es un hecho: hay una necesidad de reciclaje de un vieja modalidad de la science fiction, y los latinoamericanos no somos ajenos a ella.

Me parece, y ahora sí, por fin, trato de responder, que la sensación de desamparo que conlleva nuestra modernidad líquida, por ponerlo en términos de Zygmunt Bauman, es la principal motivación para volver a la ciencia ficción, y en particular a las distopías. Hay algo de infantilismo en el género distópico que nos permite situarnos en él sintiéndonos impunes, protegidos, al margen de la realidad o en el reverso rebelde que imaginamos de ella. Las distopías presentan siempre un mundo de aparente perfección, como lo habría imaginado Tomás Moro, pero que oculta un elemento siniestro y potencialmente destructor. Ignoro si, como sostiene Roberto Pliego, la ciencia ficción, y la distopía, en el fondo no sean sino la rama apocalíptica de una sociología actualizada, pero creo que siguen siendo un refugio óptimo para quien se atreve a volver a ser niño frente a la crueldad y la hipocresía de una contemporaneidad tan tecnificada como bárbara. Para quien se atreve a “resistir” abandonándose en la prefiguración de cómo se reconstruiría el mundo — si pudiera reconstruirse — después de la hecatombe.

  • La mera idea de que Alfaguara publicara a autores ‘marginados’ me parece cosa de ciencia ficción, aunque supongo que durante los últimos años ser un ‘marginado’ en ciertos círculos literarios o académicos se ha convertido en lo más convencional y ‘céntrico’ del mundo …

Las estrategias mercadológicas, como sabemos, parecen ser omnipotentes, invencibles. Cualquier discurso de la resistencia o antagonista es asimilado y reprocesado como una lata de puré de tomate para la masa sedienta del pan y circo de una cultura por completo intervenida por la lógica del espectáculo de la vulgaridad. Supongo que no es nada nuevo, pero creo que vivimos una etapa histórica en que ese fenómeno se manifiesta con una fiereza sin parangón. Todo se degrada, se estandariza, se desecha. En este contexto, la distinción entre centro y periferia, estoy de acuerdo contigo, se hace no sólo de ciencia ficción sino en extremo confusa. Yo mismo, que ya formo parte del catálogo Alfaguara México (tampoco es que mi obra se haya internacionalizado), no estoy seguro respecto a la posición que ocupo. Comparado con un autor, novel o no, que tiene que pagar sus ediciones o distribuir su novela en fotocopias encuadernadas en la papelería de la esquina, represento el centro. Si, en cambio, empleo los baremos — reveladores del malinchismo cultural que aún permea la mentalidad del escritor mexicano — con que muchos de mis colegas miden el éxito: haber obtenidos premios (de preferencia en España), aparecer reseñado en El País o Letras Libres, o mencionado en una de las listas de Granta, o ser permanente invitado y animador de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, etcétera, ni siquiera existo. Mi llegada a Alfaguara, por otra parte, fue bastante accidental. No tuve padrinos literarios ni puse en práctica una estudiada política de antesala. No lo digo como justificación sino como mera relatoría de hechos. Y no significa ni ha significado una garantía de que mi obra posterior pueda o vaya a aparecer ahí. Sin ir más lejos, mi último libro de relatos, Día franco, que ha publicado recientemente la UNAM, no mereció ni siquiera una consideración por parte de Marcela González Durán, la anterior editora comercial.

  • Volviendo a la novela, aunque Blanco Trópico no es una novela de ciencia ficción, luce elementos del género y contiene una alusión juguetona a otra novela tuya que acabas de mencionar y que sí lo es, A bocajarro (2008). ¿Cómo abordaste el problema de compaginar el meollo esencialmente realista de la obra con la dimensión más obviamente ‘ficticia’ e incluso alegórica Blanco Trópico y, ya que he sacado el tema, por qué decidiste dejar (relativamente) intactos a Madrid y el Distrito Federal en la novela y convertir la península yucateca en isla?

Creo que, más allá del diseño de la novela y de las estrategias para darle una estructura, a los que ya me he referido, la compaginación del registro realista con una dimensión ficticia y alegórica partió más de la vivencia sensorial de mi propia realidad que de una reflexión pausada sobre las circunstancias que entonces tuve que enfrentar. Cuando me vi en la coyuntura de establecerme en un lugar que había visitado antes una sola vez, como turista, y que me había parecido inhabitable por su clima, me sentí realmente atrapado en una isla, algo así como Robinson Crusoe con esposa y sacacorchos. La topografía, sin montañas ni ríos, chata, igual que la ciudad extendida en una planicie calcárea (ahora por lo menos hay un puñado de “rascacielos”), cuyas calles no se distinguen por nombres propios sino por sencillas numeraciones, que además se repiten de barrio a barrio y de colonia a colonia — sin tener una planta simétrica como Manhattan — , junto con el calor insufrible, las tormentas tropicales y los mosquitos, me generaban una auténtica claustrofobia insular. Además, en el siglo XIX, Yucatán intentó separarse más de una vez de la república mexicana, y todavía en tiempos de la revolución mexicana era más fácil desplazarse desde la península a Cuba, Miami o París, que a la Ciudad de México, por la falta de caminos y la vegetación selvática. Hay algo de isla en esta península. Y mi desembarco en ella tuvo algo de quijotesco, toda proporción guardada, pues se materializó en una rutina absurda que consistía en el empeño de cambiar lo que inevitablemente era opuesto a lo deseado. Madrid y Distrito Federal, como bien señalas, acabaron configurándose en la novela como las antesalas de la experiencia isleña. Espacios de tránsito que no serían determinantes para lo que ocurrirá en la isla, pero que explican las causas de ese desplazamiento hacia una geografía a un tiempo paradisíaca e infernal.

  • Una pregunta más sobre la novela antes de terminar. Este libro polifacético es también la historia de un aprendizaje o quizá más bien un calvario literario, ya que el protagonista está atormentado por el espectro de varias obras (y sobre todo un libro de cuentos titulado La garza ojona) que constantemente idea y planifica pero que nunca llega a escribir — destino que, felizmente, no comparte con su creador. ¿Podrías comentar este hilo de la trama y su significado dentro del libro en su totalidad?

Que Juan, en el calvario — como bien dices — en que se traduce su lucha estéril contra la realidad, pretenda escribir un libro de relatos, constituye a mi juicio una quijotada más que acentúa su obcecación e insensatez al escudarse en su acostumbrado infantilismo, en vez de madurar, de enfrentar sus responsabilidades como un adulto. Y, de alguna extraña manera, también lo engrandece, aunque su proyecto, felizmente, como sugieres, en vista de su falta de talento, nunca llegue a cuajar. Juan pertenece a esa legión de trasnochados que ven en el arte un bálsamo medicinal contra el mundo circundante, que creen en la legitimidad de las mentiras, como diría Óscar Wilde; que encuentran en la inutilidad e improductividad de la belleza un aliciente tan poderoso como un maletín repleto de billetes de dólares de alta denominación. Yo he padecido también esa sensación de estar perdiendo el tiempo en un designio inútil, de estar dejando escapar la vida, cuando me rebelo contra la tiranía social de nuestros hábitos para robarle a la jornada unas horas de escritura. La actitud clandestina y fugitiva de Juan, el concebirse a sí mismo como un eventual creador literario, opera contra toda lógica, o más bien contra la lógica del buen ciudadano que lo esclaviza desde el superyó freudiano y reprime su creatividad. En el hilo de la trama ese gesto, cuando Juan debe mudarse a una isla hostil siguiendo a su mujer; buscar un empleo y luego conservarlo a toda costa en una demencial competencia corporativa impulsada desde el entorno de la academia, representa un acto más de escapismo frente a lo que podríamos llamar la fealdad mimética de lo real. Un motín capitaneado por la imaginación. Pírrico, desde luego, con mucho más menoscabo para Juan que para las circunstancias que lo atenazan. Pero, como he dicho, no exento de cierta dignidad y heroísmo.

  • Ya que aludes a Wilde y la legitimidad de las mentiras, se me ocurre que ninguna discusión de la novela contemporánea quedaría completa sin alguna reflexión sobre la vargasllosiana (¿o debería decir ‘aristotélica’, o ‘cervantina’, o ‘borgeana’?) ‘verdad de las mentiras’ y la relación supuestamente insondable y paradójica entre la ficción y la llamada vida ‘real’. En tu caso ésta ha sido especialmente digna de nota, puesto que, poco después de que se publicara tu libro, y en contraste con el destino de tu personaje, a ti te castigaron por ascenderte a Director del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad de Blanco Trópico, es decir de la UNAM de Mérida. Vaya vueltecitas que da la vida ….

Sí, confieso que no ha dejado de asombrarme la recepción de la novela, sobre todo en Yucatán y mi propia universidad, y lo que ha pasado después. Cuando, en mi caso, uno está escribiendo, difícilmente puede vislumbrar algo más que la contingencia de su posible publicación, o de una larga serie de silencios o rechazos explícitos por parte de editoriales de todo tipo. Por supuesto, mentiría si dijera que uno escribe para nadie, que no me importan los lectores, que podrían dejarme abandonado para siempre en una isla — otra, no Blanco Trópico — deshabitada con mi computadora o mi cuaderno y yo le encontraría el mismo sentido y relevancia al ejercicio de la escritura. Al publicarse mi texto, los lectores de inmediato se agruparon, si se permite la expresión, en dos bandos. Unos que celebraban la novela por sus ocurrencias, su visión crítica y su sarcasmo, y otros que se sintieron ofendidos por mi falta de respeto a las costumbres y gente del estado y por mi irreverencia frente a una entelequia difícil de definir pero que está presente en el imaginario de muchos colegas: la santidad de la UNAM. No quemaron mi novela en un patio, como envidiablemente le sucedió a Mario Vargas Llosa en el Leoncio Prado, luego de la publicación de La ciudad y los perros, cuando los militares del colegio se sintieron ultrajados, pero sí hubo ataques en prensa, insultos en una cuenta de Facebook abierta con el nombre del protagonista de la novela, y no pocos chismes en torno a mi falta de sensibilidad y a la forma como destazaba a todo dios, según escuché (“no deja títere con cabeza”). En la “vida real”, entretanto, como en la novela de Philip Dick que he mencionado, los académicos de mi centro conspiraban enfebrecidos a favor o en contra del anterior director de mi centro, hasta que la situación se volvió insostenible y dicho funcionario tuvo que renunciar. Para mi absoluta sorpresa, luego de todo lo que había pasado y de figurar mi nombre, en teoría, en una tan ficticia como probable lista negra que la universidad tiene para ubicar a los enemigos del régimen, me consideraron e incluyeron en una terna de candidatos, y al final fui seleccionado por el rector. Hasta la fecha sigo preguntándome cómo se fue eslabonando esa cadena: escribo una novela que podría leerse, entre otras cosas, como una crítica a la sociedad yucateca y a Mérida, y a mi propia universidad, se generan reacciones polémicas una vez publicada, y acaban “castigándome” con un nombramiento de funcionario. No deja de tener una dosis de comicidad irrebatible, como tantas situaciones paradójicas por las que pasa Juan Ramírez Gallardo en la novela.

  • Dijiste al principio que escribes por inspiración y no por transpiración. ¿Te has sentido inspirado últimamente …?

Ahora estoy trabajando con disciplina y mucho menos tiempo del que me gustaría — ya que como buen adulto tengo que atender mis responsabilidades como funcionario — en una novela cuya primera versión no me satisfizo. Había quedado bien desde el punto de vista técnico, pero le faltaba literatura, o sea, vida. Tuve que dejarla descansar un año, hasta entender con claridad qué carecía. Estoy en ello, divirtiéndome, a veces muy inspirado, otras, como dice el citado y admirado Vargas Llosa, pese al rabo verde reaccionario en que se ha convertido, trabajando por pura transpiración.

Versión en inglés: http://dx.doi.org/10.1080/13569325.2017.1343186
Imagen: Detalle de la iglesia de Santo Domingo, Uayma, Yucatán, Marysol*, Creative Commons.
Dominic Moran
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es tutor y profesor de español en Christ Church, Oxford. Se especializa en literatura hispanoamericana y ha publicado libros y artículos sobre Julio Cortázar, Pablo Neruda, César Vallejo, Alejo Carpentier entre otros --ver http://www.mod-langs.ox.ac.uk/people/dominic-moran