Lo que sigue se plantea como un ensayo en la noche — en el desconocimiento de lo que queda por venir — , una simple tentativa, pues, de analizar con alguna consecuencia un exordio como el siguiente: «Quisiera aprender a vivir. Por fin». Jacques Derrida, Espectros de Marx
Bueno, pues, finalmente, no está más Fidel. Alguna vez leí que medía 1.86 metros. Según la postura política de cada quien lo mismo podía parecer un hombre alto que un gigante descomunal; en todo caso, la cuestión de la estatura debe ser entendida como metáfora de algo más esencial, radical, profundo. Tal y como propuso Derrida a propósito de Marx, la muerte de Fidel nos libera de Fidel, de modo que, al fin, podemos leerlo.
Desde los momentos posteriores a la noticia, la propaganda oficial cubana invadió los medios con imágenes y textos del líder o sobre él: decenas de documentos audiovisuales en la televisión, no pocos de ellos escasamente conocidos; fragmentos de intervenciones públicas; testimonios de compañeros cercanos, de otros que compartieron con él apenas una vez, más las opiniones de muchos que sólo alcanzaron a escucharlo en alguno de aquellos largos discursos que pronunció. Una operación semiótica que enlazó persona, ideario, nación, Tercer Mundo, continuidad y eternidad en un enorme collage de sentimientos.
El lamento por la muerte quedó distribuido en tres grandes bloques: tres días de homenaje popular ante las cenizas en la Plaza de la Revolución, seguidos de un acto político masivo en el lugar, en horario nocturno; el viaje, a todo lo largo del país, de una caravana militar con las cenizas del líder (ocasión para repetir el homenaje en decenas de pueblos y ciudades); y, finalmente, el recibimiento y entierro de las cenizas en la ciudad de Santiago de Cuba.
El escepticismo crítico nos enseña que un sentimiento (esto lo entiende a perfección la ideología) es susceptible de, y casi que desea que así ocurra, ser “retumbado”, multiplicado, amplificado, y la pantalla televisiva nos regaló de esas imágenes en sobreabundancia. En el extremo opuesto, la experiencia personal de la mayor parte de mis conocidos permite hablar de dolor, recogimiento, respeto, reverencia e incluso amor por el fallecido. Alguien me dijo: “Es increíble… ¡hasta murió en el momento justo!”. El caso es que, en un momento sin demasiadas ilusiones, se repitió el milagro de entendimiento con el líder en el cual centenares de miles de personas, de una a otra punta del país, transmitieron una imagen de unidad y fidelidad.
Mientras esto iba ocurriendo en Cuba, en una suerte de reverso especular, en Miami hubo alegría y celebraciones. Nada de esto fue transmitido por la televisión de la isla, que continuó alimentando su propio relato, pero la Cuba de ahora mismo es otra: se multiplican los accesos a Internet, las conexiones internacionales mediante celular y la piratería de señales televisivas en la cual son blanco favorito los canales en español de la Florida; dicho de otro modo, todos sabíamos que los comportamientos marcaban diferencias. Al llegar a la casa de mi madre, al día siguiente del acto político en la Plaza de la Revolución, supe que un pariente había llamado “de allá” para decirnos que no creyéramos en las imágenes de la televisión, que esos reportajes eran falsos (ella había seguido la transmisión de CNN), que había llorado mucho al ver a “su pueblo” tan delgado. Mi hermana, que había permanecido en el acto político hasta bien entrada la noche, respondió que era verdad que todas esas personas habían estado en la Plaza y que sí se notaba un aire de tristeza en las personas reunidas allí y hasta en su trabajo y en el barrio. La pariente, según creo, no ha llamado más. Una vecina de mi suegra, de larga trayectoria en la disidencia política, fue entrevistada por alguna agencia de prensa extranjera para que hablase acerca de lo que en Cuba estaba sucediendo y respondió que, aunque no compartía las ideas de Fidel, respetaba el dolor popular y prefería no emitir juicios en ese momento. En esos mismos días escuché de numerosos casos de personas que, disgustadas con la forma e intensidad del odio anticastrista expresado en las cuentas personales de Facebook, habían roto relaciones con familiares o amigos. Al mismo tiempo, otros muchos manifestaban en privado su rechazo o vergüenza frente a esa alegría en la que hubo momentos de vulgaridad
Facebook es un espacio de emoción personal, íntima. Nací en 1960 y cuando algún familiar, amigo de infancia o vecino abandonaba el país –la mayoría de las veces hacia los Estados Unidos– era como si hubiesen muerto; en no pocos casos pasaban largos años hasta que llegaba cualquier aislada noticia sobre aquellos a quienes recordábamos, o también –tal y como ocurrió en muchísimos casos–, ni siquiera había cartas. Esta manifestación a sotto voce de la tragedia regresa como espectáculo en la dialéctica entre la celebración miamense (el afuera) y el duelo en Cuba (el adentro). El Facebook de la amistad y de la recuperación de antiguos vínculos ahora separa. La vieja aseveración de Jesús en Mateo 10, 34 (“no he venido a traer paz, sino espada”), parece haber renacido.
Hace unos meses un amigo, profesor de una universidad estadounidense, estuvo en la Habana, junto con un grupo de estudiantes, para desarrollar un proyecto que le obsesiona: la investigación de lo que él llama “los legados de la Revolución”. En su opinión el legado es algo (una configuración equivalente a un modelo de mundo) que –luego de definir su forma según vaya siendo radical y duradero el tipo de cambio que una transformación socio-política, económica y cultural nos propone– “se deja y se recibe”. Se explica esto porque, sin importar el tipo de variación que nos proponga, todo proceso social que implique toma de poder y cambio instituido (mediante decisiones formales y regularizadas del poder político) genera conjuntos de leyes, cambios en las prácticas y conductas, en el saber y su transmisión, los límites de lo que puede ser expresado, las memorias de éxito o fracaso, etc.
Desde el punto de vista anterior, el legado parece emanar con mayor fuerza de las estructuras cerradas, que tocaron ya su término, como algo que sólo puede ser leído en una clara posterioridad a su causa. Parte de lo impresionante que rodea la muerte de Fidel es que tanto sus enemigos como sus seguidores han extraído del suceso impulsos para –alrededor del hecho del fin– reafirmar sus propias posturas irreconciliables. Según unos ocurre algo que deseaban y soñaron, preludio a una reparación de la realidad en el sentido de la extinción del régimen socialista en Cuba; para los otros, la desaparición del líder es percibida como un desafío orientado hacia la continuidad del ideario que desarrolló. Eso a lo que mi amigo llama “el legado”, además de manifestar condición de vida, es un campo de batalla donde se dirimen los sentidos del pasado, el presente y el futuro cubano.
“¿Cómo aprender a vivir? Por fin.” Prestemos atención al hecho de que, a la pregunta fundamental, radical, el filósofo agrega (y esto quizás sea lo básico) la valoración sobre el tiempo: “por fin”. Como si después de una larga cadena de pruebas y errores fuese posible arribar a un instante, el instante, en el que lo irreversible cristaliza. Así recuerdo que, en la gigantesca batalla de símbolos, el Comandante tenía reservada una sorpresa: la expresión de última voluntad en la cual pidió –además de la incineración–, ser enterrado en una tumba sin destaque alguno, así como que su nombre no sea empleado para dar nombre a escuelas, fábricas, calles u otro lugar público, ni sus fotografías colocadas en estos, ni construidas estatuas ni otro tipo de monumento para homenajearlo. Cómo dijera José Martí, el gran héroe cubano, “sé desaparecer” o a la manera de una salida borgeana, desaparecer detrás de la obra. Pero si así el líder elige esconder su presencias detrás o debajo de sus ideas y su obra, la decisión de la directiva de la Revolución cubana de grabar –en una pirámide de piedra justo a un lado de la tumba de Fidel–, las oraciones del concepto “Revolución” según este lo definiera en el año 2002, no deja de ser una reverencia al monumento, con todos los peligros de actitud formal que lo acompaña.
Disipación, desvanecimiento, evaporación, son palabras con las que describir el proceso durante el cual una forma –a la que estábamos habituados– se esfuma ante nuestros ojos. La última voluntad de Castro, acaso el más esperanzado de todos sus gestos (en el sentido cristiano de la virtud de esperanza), es este de entregar el cuerpo perecedero para que resplandezca la idea. En este punto, Derrida nos responde: “Y ese ser-con los espectros sería también, no solamente pero sí también, una política de la memoria, de la herencia y de las generaciones.”
Tan desmesurada es la figura de Castro que ahora no queda sino preguntar si acaso llegó el momento (“por fin”) de “aprender a vivir”… para la memoria, la herencia y las generaciones. O, para expresarlo de otro modo, en una interminable cadena de interrogaciones: ¿quién fue; qué hizo; qué circunstancias permitieron al líder y pueblo de una pequeña isla enfrentar al poder militar, económico y cultural más grande que la humanidad haya conocido; cómo pudo ocurrir esto a lo largo de casi seis décadas? ¿Hay manera de atravesar la telaraña y el estorbo de las retóricas ideológicas, llegar a algún sitio y desde allí preguntar? ¿Qué preguntar? ¿Vivir?
Mientras veíamos (todavía hoy mismo) decenas de testimonios de personas que aseguran deber a la Revolución lo que pudieron hacer con sus vidas… ¿qué hay de verdad en eso? ¿Qué es y qué alcances tiene una Revolución socialista en un pequeño país subdesarrollado, a sólo 90 millas de los Estados Unidos? ¿Qué son los Estados Unidos y cuál es su relación con Cuba? ¿Por qué, para hablar de futuros cubanos, necesito hablar de otro país? ¿Es sensato, loco, manipulador, revelador? ¿Qué transformaciones tienen lugar en las mentalidades de un país subdesarrollado y socialista, qué se acepta y qué se rechaza, a qué se aspira y qué se desprecia, qué memorias pasan entre las generaciones y alimentan o llevan al colapso la idea de Revolución? ¿Qué es un fracaso y qué un logro, además de… para quiénes? ¿Cómo es el mundo sin Fidel ya que, por mucho que la maquinaria de propaganda oficial cubana utilice toda la energía posible para convencernos de lo contrario, el caso es que el gran líder –al menos como presencia física– no está más? ¿Cuáles van a ser ahora las preguntas? ¿Podemos, al fin, sentirnos libres de Fidel y “leerlo”? ¿Cómo entender el dueto Castro-Cuba sin el tipo de desmesura que provoca el efecto Castro? ¿Puedo hablar de Castro-Cuba sin mencionar el subdesarrollo? ¿Acaso no es manipulador olvidar o disminuir la angustia del subdesarrollo al hablar de Cuba? ¿Y la cuestión de la soberanía e independencia nacional, es importante, cómo se manifiesta, hay alguna amenaza, por parte de quién, cómo y con qué consecuencias?
Democracia, Soberanía, Desarrollo y Justicia son mis peores preguntas, mis pesadillas, metas, desafíos, impulsos, el aire y la sangre. Ahora, cuando Fidel no está, caigo en la cuenta de que son los temas que me he pasado la vida (tengo casi el mismo tiempo exacto que la Revolución cubana) discutiendo con él, a su favor o en su contra, intentando entender el por qué de las decisiones que no entendí, balanceando su opinión con la de sus enemigos, haciéndome mi propio juicio.
Y claro que quiero un país mejor, no soy un estúpido.
Y es así como aparece, para seguir la discusión, ese mismo Fidel Castro al que acaban de enterrar.
¡Qué obstinación, qué eternidad, qué desmesura!